Novak Djokovic, al menos por el momento, ganó su caso contra las autoridades australianas que intentaron revocar la visa que le permitiría competir en el Abierto de Australia, que comienza el lunes por la mañana en Melbourne (el domingo por la noche para los espectadores de Estados Unidos). Cuando Djokovic salga a la cancha en el Rod Laver Arena, será el gran favorito para ganar su 21º título de Grand Slam y por fin superar tanto a Roger Federer como a Rafael Nadal en su exhaustiva e histórica carrera por títulos de Grand Slam. Ha ganado los últimos tres títulos del Abierto de Australia, y nueve en total.
El comienzo de la temporada de tenis en Australia y Nueva Zelanda suele estar repleto de optimismo y anticipación. El Abierto de Australia incluso recibe el apodo de "Happy Slam" [Slam Feliz] por la energía festiva que se respira en sus instalaciones. Pero en el escenario de su mayor dominio, Djokovic ahora enfrenta gran desconfianza y resentimiento, a nivel nacional e internacional, además de su posible deportación. Lo que suceda con Djokovic durante las próximas semanas y meses habrá tenido el alto costo de los eventos actuales: Djokovic detenido por las autoridades fronterizas australianas, el reconocimiento de que participó en varios eventos de diciembre aparentemente habiendo dado positivo de COVID-19 días antes, su persistente decisión de ser indirecto con respecto su estado de vacunación, la percepción de que recibió un trato especial del que el pueblo australiano no goza. Aunque el gobierno australiano lo expulse del país, persisten las dudas sobre su comportamiento durante la pandemia. De momento, al ganar, Djokovic perdió; el mayor logro que podría conquistar ya está empañado y ni siquiera ha pisado la cancha.
MAESTROS DEL UNIVERSO
A primera vista, la historia es Djokovic. Consolidó su membresía dentro del grupo más infame de la pandemia: el atleta multimillonario antivacunas que se comporta como si su fama, riqueza y enorme plataforma para difundir información errónea lo colocaran por encima del resto de nosotros. El mariscal de campo de los Green Bay Packers, Aaron Rodgers, y el base de los Brooklyn Nets, Kyrie Irving, también son miembros del club, e incluso el alero de Los Angeles Lakers, LeBron James, considerado la antítesis políticamente consciente de sus antecesores generacionales asustados y apolíticos, publicó memes de Spider-Man mezclando el COVID-19 con la gripe. A su manera, Irving se ha convertido en una de las figuras con más principios del grupo, incapaz de jugar los partidos locales en el Barclays Center debido al mandato de vacunación de la ciudad de Nueva York. Primero respondió a la pandemia con desdén, repitiendo con confianza sus teorías de conspiración como si poseyera conocimiento superior al de los profesionales de la salud de toda la vida, antes de optar por guardar silencio y no jugar, y lidiar con las consecuencias que acompañaron su decisión.
Rodgers engañó deliberadamente al público con un insultante baile de palabras, llamándose "inmunizado" cuando le preguntaban si estaba vacunado. En otra aparición, Rodgers troleó a sus críticos, blandiendo una copia de la novela distópica de Ayn Rand de 1957, "La rebelión de Atlas", como una especie de presagio de que vivimos en una época en la que los ganadores de la sociedad son perseguidos, o como la biblia de su invaluable individualismo, o ambos, y que, como uno de esos ganadores, es la principal víctima de una infamia inminente. Rodgers no es tan inteligente o interesante como cree que es.
Si bien los últimos 10 años serán recordados por el regreso del atleta político, la época del COVID-19 ha producido un atleta-ciudadano profesional menos heroico. Los atletas elogiados por usar sus voces para mejorar las condiciones de los demás han sido reemplazados por el jugador de los tiempos de pandemia completamente abocado a sí mismo, libre de la carga de la comunidad o la responsabilidad hacia los demás, que usa las alardeadas plataformas para difundir pseudociencia, para elevarse y separarse.
Estas voces de los superatletas ahora transmiten un mensaje diferente: que no deben nada porque crean mucho; ingresos y legado para los trajes, placer para los espectadores, seguridad para sus familias. Ellos son el valor. Ellos son la razón por la que miramos. A su vez, se comportan como si estuvieran exceptuados de nuestra lucha común. Mientras que los australianos y los ciudadanos del mundo se sacrifican para reanudar sus estilos de vida, dando los difíciles pasos de las exigencias de vacunación por el bien mayor a largo plazo, varios atletas de alto perfil han decidido que el único nombre que importa es el que está en el dorsal de sus camisetas.
Los Atlas se han rebelado. Cada uno por su cuenta.
El reflejo fácil es enfocarse sólo en Djokovic, y su escrutinio es merecido. Su imprudencia ha ido en contra del ejemplo de liderazgo al que dice aspirar más allá de tener el mejor revés del mundo. Después de todo, no es su primera falta en términos de malas decisiones en pandemia. Después de todo, fue Djokovic quien estuvo detrás del desastroso torneo de beneficencia sin máscaras durante el verano boreal de 2020, que se llevó a cabo desafiando la opinión médica y que se convirtió en un evento de gran propagación. Y ahora aparentemente rompió los protocolos de aislamiento de su propio país al viajar a España y entrar en Australia con documentos falsos. Se excusó alegando error humano, culpó a sus organizadores, pero trata cada infracción como un error administrativo desafortunado y no como un patrón de confianza quebrada durante un momento mortal.
Djokovic tendrá la atención ahora, ciertamente recibirá críticas entre su amplia base de seguidores. Pero es toda la industria del deporte (las ligas y sus equipos, los órganos de gobierno, los jugadores y sus sindicatos y los fans) la que colectivamente ha sido una de las entidades menos responsables durante la pandemia. Quizá el COVID-19 simplemente expuso el egoísmo que acompaña al individualismo como ortodoxia, pero fueron los líderes del deporte quienes permitieron el comportamiento de los jugadores, y no al revés.
Estados Unidos siempre deberá cargar con su negligente y mortífera respuesta inicial a la pandemia, denigrando el uso de mascarillas como una herramienta para los débiles, y, peor aún, como un símbolo del fascismo, posicionando la pandemia como un engaño, aun cuando el sistema de salud se sobrecargaba y el Central Park hacía de morgue portátil.
De la misma manera, el deporte debe llevar su carga. Hace dos años, la industria vio el apocalipsis: los partidos se cancelaron, pero lo peor fue que la vida siguió adelante. En las semanas y meses entre el cierre inicial en marzo de 2020 y la lenta reanudación de la temporada regular de la MLB y las burbujas de la NBA/WNBA, Estados Unidos parecía hambriento de deportes porque representaba un camino para darle a la gente la esperanza de que la normalidad era posible. Pero los estadounidenses también se adaptaron rápidamente a la vida sin partidos. Cuando la gente no podía conseguir desinfectante para manos o papel higiénico, pegarle a una pelota con un palo no parecía tan importante, después de todo.
NO ESENCIAL
El deporte respondió asumiendo su posición histórica, listo para ayudar a su país en tiempos de crisis, para brindar diversión como bálsamo sanador, y luego usó esa posición para hacer lo que fuera necesario para sobrevivir. Los deportes han sido necesarios para levantar la moral de un país, y la Serie Mundial no se canceló durante ninguna de las Guerras Mundiales. Durante el primer año de la pandemia, al público le dijeron que necesitaban los juegos. En el léxico cultural, junto con los médicos, las enfermeras, los paramédicos, los empleados de supermercados y repartidores, los atletas eran llamados trabajadores esenciales. Mientras se cerraban las fronteras y se les pedía -y exigía- a los ciudadanos que tomaran mayores medidas de seguridad para reducir la propagación del coronavirus, el negocio del deporte recibió una exención especial. El deporte se posicionó como un aliado para que el mundo volviera a la normalidad. Las fronteras se abrieron, no para ti, sino para el deporte. Los tenistas viajaban por el mundo cuando pocos podían hacerlo. Cuando se implementaron por primera vez las pruebas de COVID-19, los atletas a menudo tenían acceso prioritario.
¿Y qué hizo el deporte con esa exención especial? Hizo todo lo que pudo para no dar el ejemplo, para no ser esencial, sino para mantenerse en el negocio bajo sus propios términos. La industria se negó a actuar conforme a su responsabilidad en la lucha contra una crisis de salud global. Los deportes adoptaron la retórica política divisiva de la eficacia de la vacuna sobre la salud, de lo personal sobre lo colectivo, guiados por el espectro del momento existencial -- cualquier posibilidad de un segundo cierre masivo. Los jugadores de la NBA, encabezados por LeBron James, rechazaron una segunda burbuja. Las asociaciones de jugadores de cada deporte rechazaron la idea de la exigencia de vacunación. Eso fue un fracaso. Desesperado por ganar, Kyrie Irving volvió la cancha. El entrenador de los Tampa Bay Buccaneers, Bruce Arians, volvió a incluir a Antonio Brown en el plantel tras la suspensión de tres partidos del receptor por haber usado una tarjeta de vacuna falsa. Las universidades eximieron a los atletas de las reglas que se aplicaban a los cuerpos estudiantiles. En vez de liderar, varios jugadores muy destacados, así como sus colegas en el círculo de las celebridades, cuestionaron de inmediato el valor de las vacunas. El deporte estaba en esto por sí mismo. Atlas se rebeló.
No se convirtió en un ejemplo, sino en un acelerador de las divisiones, en un reflejo de la anticiencia, del cinismo, de la pandemia como política. En esencia, un punto que nunca puede olvidarse es el tema de la salud pública y la confianza en que, como figura pública, un atleta no expondrá a otras personas a una enfermedad transmitida por aire. Pero muchos de sus jugadores de más alto perfil alzaron las voces más fuertes a la retórica antivacunas que ha sofocado la recuperación, usando sus plataformas para gritar conspiraciones desde los techos. Los líderes han sido tan irresponsables como los jugadores, temiendo recibir malas noticias de sus contadores y resistencia por parte de los atletas. Los partidos no favorecieron – como ha sucedido con frecuencia durante las batallas por los estadios y las relocaciones con las municipalidades locales – la sociedad con el público que dicen apoyar en la teoría, pero raramente en la práctica. Algunas de las personas más sanas y más visibles del país están usando activamente sus posiciones para socavar la confianza en la salud pública. Las dispensas que las ligas deportivas y sus equipos reciben – las exenciones tributarias de los estadios, el dinero público para sus empresas privadas mientras que los colegios y las calles se caen a pedazos – existen bajo la premisa de que, fundamentalmente, el deporte es un servicio público. Durante una pandemia en la que respirar puede ser un ejercicio mortal, el negocio privado le ha fallado drásticamente al público. La misma crítica podría ser elevada a los políticos, los medios de comunicación, las celebridades, pero esas entidades no se recuestan rutinariamente en las audiencias en persona para poder tener actuaciones más eficientes mientras que vende su producto como algo vital para la salud y el buen estado físico de la nación y mientras que sus atletas son modelos a seguir para los jóvenes. Los restaurantes en New York han tomado decisiones más difíciles que la NBA, la NFL, el ATP Tour y demás asociaciones.
Algunos atletas comprenden cómo es la situación, como el tenista tres veces ganador de un major, Andy Murray. "En última instancia, creo que la razón por la que nos vacunamos es para cuidar a los demás", Murray le dijo a The New York Times en septiembre. "Tenemos la responsabilidad, como jugadores que viajamos por todo el mundo, de proteger a los demás. Estoy contento de haberme vacunado. Espero que más tenistas decidan hacer lo mismo en los próximos meses”.
Como industria, el deporte nos ha jugado la carta del engaño, decidiendo que la salud colectiva ahora era una elección individual – y la razón por la que Rodgers, Djokovic y otros como ellos reciben tanta atención cuando la mayoría de los jugadores están vacunados no es porque el mundo prefiere enfocarse en lo negativo, sino porque estos jugadores están usando activamente su posición para salirse con la suya. El deporte nos ha fallado, y el resultante fracaso de su liderazgo ha insultado a las personas que han tenido que hacer frente a los costos en la vida real que ha dejado la pandemia – más de 61 millones de casos en los Estados Unidos y, al día de la fecha, cerca de 840,000 fallecimientos.
Los liderazgos de las ligas se han recostado en las responsabilidades personales de sus miembros para no hacerse cargo de las suyas. Ya sea la MLB, en el tenis o la NHL, las ligas han hablado de los altos porcentajes de vacunación de sus jugadores, pero evitaron implementar un mandato, lo que abrió camino para que exenciones engañosas coexistan con las que sí han sido legitimas. En vez de proteger al público, el deporte ha recaído en las pequeñeces de indagar en las situaciones individuales de los jugadores intentando eludir políticas endebles.
El tenis, en particular, podría haber tomado la decisión de implementar una acción colectiva determinante. Cada uno de estos torneos que integran el codiciado Grand Slam – los Abiertos de Australia y Estados Unidos, Wimbledon y Roland Garros – son los eventos más poderosos en el deporte. Cada uno podría haber tomado la decisión, tanto de manera individual como colectiva, de exigir que los jugadores estuviesen vacunados para poder participar – prácticamente sin excepción. Ninguno dudó en actuar de común acuerdo cuando Naomi Osaka se negó a participar de la rueda de prensa después de los partidos durante el Abierto de Francia, lo que terminó dando lugar a su salida del torneo. Cuando los organizadores en Roland Garros amenazaron a Osaka exigiéndole que hiciera la conferencia o en su defecto terminaría siendo eliminada del torneo, los organizadores de los otros tres Slams emitieron un comunicado advirtiendo que, si Osaka no hacía las entrevistas con los medios en París, no iba a ser bienvenida a participar en New York, Londres o Melbourne. Los cuatro torneos más importantes del tenis mundial se pusieron de acuerdo inmediatamente para lograr que Osaka se sentará a hacer las entrevistas, pero, por el contrario, decidieron que la vacunación durante una pandemia que se ha cobrado miles de vidas, fuese una decisión personal.
LA ILUSIÓN POPULISTA
Ahora es Djokovic el que está posicionado como un símbolo, tanto como un luchador anti sistema, y un anti sistema por las razones equivocadas. Mientras que los estadounidenses, John Isner y Venus Williams, festejaron vergonzosamente su triunfo ante el gobierno australiano, Djokovic no está tratando de enviar un mensaje más allá de querer jugar al tenis bajo sus propios términos, sin ser un aliado de la mejora de la salud pública ni un colaborador para la erradicación de un virus que ha arruinado las vidas de las personas en todo el planeta. Y tampoco lo es este deporte. Cuando las autoridades australianas detuvieron a Djokovic, los organizadores de Roland Garros continuaron con el mismo patrón de los deportes perjudicando la salud pública, al intentar sacar provecho de la situación de inmediato y dando a conocer un interesado y cínico comunicado informando que Djokovic iba a poder jugar el Abierto de Francia en junio.
El atractivo de Djokovic está a la vista. Se podría decir que es uno de los mejores tenistas de la historia. En esta era que se cuentan los títulos en majors, probablemente termine superando a Federer y a Nadal – quienes han establecido las varas a superar en esta era – y posiblemente supere todos sus números. Djokovic es el jugador perfecto de su era, con un balance, un revés y un drive perfectos, una defensa apremiante y la mentalidad de un campeón. Cuando Djokovic mejoró su saque en 2011, pasó a ser imparable -- 19 majors en los siguientes 10 años. Tal como Federer en Wimbledon y Nadal en Roland Garros, ha dominado en Melbourne como ningún otro tenista masculino. En una era en la que muchos tenistas top no viajaban a Melbourne debido a la distancia, Margaret Court ganó 11. Al igual que Federer y Nadal, Djokovic es uno de los mejores jugadores de todos los tiempos en todas las superficies.
Él es humano, con tendencia a tener actitudes temperamentales y en ocasiones ha perdido el control. Para algunos, es un marcado contraste de las actitudes correctas y de caballeros que siempre han demostrado Federer y Nadal. Para otros, es un embajador indigno a pesar de sus títulos. Djokovic fue descalificado del US Open en 2020 por darle un pelotazo a una jueza, y su tremenda temporada 2021 en la que quedó a un triunfo en el US Open de conseguir el grand slam, pareció curar esa herida y acercar a Djokovic a la adoración incondicional que reciben los grandes campeones.
Pero él es complejo en cuanto a lo que representa para su pueblo. Su presencia es populista, un símbolo de los europeos del este que han forzado a la elite del oeste que los reconozcan – lo que explica por qué los seguidores en Melbourne han soportado el gas pimienta en sus enfrentamientos con la policía. A pesar de los gritos de aliento y todos sus campeonatos, Djokovic nunca se ha podido apartar de la narrativa de que las audiencias de tenis lo quieren menos de lo que deberían querer a un campeón de su estatura. Para los serbios y millones de personas que en todo el planeta han sentido que el primer mundo los mira con desprecio, el gran Djokovic es su vengador.
En cierto sentido, Djokovic representa a sus seguidores serbios en una simbolización similar a la que los fanáticos estadounidenses negros ven a Serena y Venus Williams – las intrusas en un deporte de elite para blancos de primer mundo, toleradas, pero nunca deseadas por el establishment, pero cuyo impresionante talento y dominio hicieron que fuese imposible ignorarlas. Finalmente, tienen un campeón que puede vengar todos sus padecimientos, que es lo suficientemente bueno para ganarles en su propia casa y bajo sus propias reglas. Djokovic puede vengarse de cada una de esas humillaciones. Durante un siglo, el tenis fue el deporte de los blancos del oeste, creado y apropiado por Inglaterra, Australia, Francia y los Estados Unidos -- y los exclusivos country clubs y prestigiosos torneos que vienen con ellos. Ha sido, en primera instancia, un deporte de primer mundo en cuanto a cultura y geografía, y las potencias de Federer y Nadal han agregado nuevas banderas a las naciones de elite. Pero Suiza ya era parte de los países populares de Europa y España fue una nación colonizadora originaria que ya disfrutaba de un cómodo (sino dominante) lugar en la historia del tenis, tanto masculino como femenino.
El hecho de que Djokovic esté representando a las clases despreciadas – en primer lugar, como una figura nacional de una nación que siempre ha sido humillada y atacada – lo ha protegido. Cuando detuvieron a Djokovic, su padre dijo que era un insulto directo al pueblo serbio que su hijo estuviera bajo custodia federal, y esto dio lugar a enfrentamientos entre los seguidores de Djokovic y las fuerzas de seguridad, que usaron gas pimienta contra las multitudes que bloqueaban el tráfico.
Como símbolo de las agresiones del oeste contra su gente, Djokovic ha tomado su posición como un forastero y la usó para convertirse en un reformista. Él es la cara publica y cofundador de la Asociación de Tenistas Profesionales (PTPA), en rivalidad con la establecida ATP, y habla de ser la voz cantante de los jugadores más abajo en el ranking que apenas pueden costear sus vidas al estar fuera del top 50. Pero a pesar de ser el mejor jugador de este deporte, no es universalmente aceptado como un líder.
Este último episodio, independientemente de su resolución, sólo debilitará esa confianza – incluso si Djokovic recibe el apoyo adicional del público anti vacunas que se puede sentir agraviado con todo este tema. Djokovic sólo es el Atlas de este momento. Mañana, tendremos otro. Y mientras que él, Rodgers y muchos de los deportistas más prominentes se encogen de hombros, como maestros de sus propios universos, puede que su comportamiento les pertenezca a ellos, pero no se debería olvidar que el irreflexivo populismo es ampliamente responsable de haber creado el desastre global del que aún no podemos salir.