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Michael Jordan, la NBA, y el sueño del regreso imposible

Michael Jordan dice que le gustaría tomar una pastilla mágica para regresar. Que extraña la competencia, que está hecho con ese fuego. En sus ojos se desnuda la pérdida. Es un extravío que duele, que abraza la nostalgia de tiempos anteriores. De hazañas inexpugnables. De una narrativa de VHS que atravesó generaciones, que fue chispa para los que vinieron. Que fue envidia para los que estaban. Que fue admiración para los que ya no estuvieron.

Que fue persecución para todos.

Jordan, el GOAT, el que no habla porque tiene un ejército de fieles que habla por él, desnuda el alma. Dicen, los habituados al esoterismo, que pesa 21 gramos. Pero aquí pesa una tonelada, porque en ese esbozo de humanidad arrastra a toda una generación al objetivo inútil de querer vencer al tiempo. De cerrar fuerte los ojos para volver a escuchar la música. Para sentir el rugido, la chaqueta roja, la chaqueta blanca, el ojo de tigre. Las piernas que vuelven a ser elásticas otra vez.

Ícaro, entonces, tenía razón: resulta que un hombre, finalmente, podía volar. Las alas al viento. Y esta vez, no se quemará con el sol.

No se ve, pero se percibe. De eso habla MJ. De regresar a alguna parte. De volver a sentir.

De volver a vivir.

No existe el retiro con honores. Existe, lamentablemente, el retiro. Jamás un atleta de alta competencia se termina de despedir. Puede insinuar que lo decide él. Puede susurrarlo. Decirlo. Incluso gritarlo. Pero eso es una mentira para convencerse; nadie se va en la plenitud de sus artes. Nadie deja a los 25 años con el cielo coreando su apellido. Es el tiempo, lapidario, intransigente, voraz, cruel, el que toma la decisión por él. El que dice: hasta aquí llegaste. La mente continúa en movimiento, pero los músculos prefieren otra cosa. El disfrute posterior es apariencia. Es un autoconvencimiento para perseguir el fin de todas las cosas: la felicidad.

En el recorrido, existe todo tipo de competidores. Son chispas, fueguitos, que se agolpan uno tras otro. Algunos se extinguen rápido. Otros brotan un poco más fuerte. Y hay otros, los competidores extremos, los Jordan, los que lograron con su impronta imposible alimentar almas para provocar incendios, que jamás pueden apagarse. Después de jugar ya no viven: solo conviven con su ADN. Distintos, obtusos, conquistan lo extraordinario justamente por salirse de la norma. Y luego de sobresalir, el bajón, el sufrimiento, es inevitable. El mundo, de algún modo, no les pertenece. Leones que se quedan sin presa por perseguir. El reposo del guerrero nunca es suficiente, y aquí, créanme: no importa el dinero ni la fama.

Jordan, además de querer volver a ser Jordan, nos dice que también quiere volver a ser Mike. Y en eso, queridos amigos, sí que se parece a nosotros. ¿Quién no desea volver al lugar que lo hizo feliz? Al momento en el que todo, absolutamente todo, estaba por escribirse. Los olores y sabores de la infancia que nunca pudieron igualarse. Las tardes con amigos. Los cassettes con Lado A y Lado B. El walkman. La televisión de tubo. El momento perfecto, que en ese instante desconocíamos perfecto, en el que aún estábamos todos alrededor de una mesa.

En los ojos de su majestad se reflejan, de algún modo, todos los ojos. Viajar en el tiempo. La nostalgia de volver a ser. Marineros de travesías imposibles. Abrazar la incertidumbre, navegar los océanos de lo impredecible, escribir una vez más sobre la hoja en blanco. Con aciertos, con errores, con lo que toque vivir.

Tócala de nuevo, Sam. En su vuelo, antes con las piernas, hoy con el pensamiento, descansan todos los vuelos. Los que fueron, los que son, y los que serán.

Si, ojalá existiese esa pastilla mágica.

Volver a alguna parte. El sueño del regreso es, sin lugar a dudas, el sueño imposible. Pero no por eso debemos dejar de intentarlo.

Despega Michael Jordan. Y junto a él, despegamos, todos nosotros.