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El emotivo viaje de Randy Arozarena al escenario de las Grandes Ligas

El siempre intrigante Randy Arozarena posando en el Tropicana Field. Josh Ritchie for ESPN

El All-Star de los Tampa Bay Rays se mantiene discreto fuera del campo, pero el cubano aumenta su intensidad cuando inicia el partido.


MIENTRAS RANDY AROZARENA se apoya sobre la barda acolchada ubicada sobre el dugout de los Rays, me cuenta una historia. Se trata de su infancia en Cuba, cuando era amante del fútbol aunque al final, eligió el béisbol.

A veces, parece distraído mientras habla. Sus ojos hacen contacto por poco tiempo, hasta que empiezan a divagar. Hacia los asientos azules vacíos alrededor del Tropicana Field, pocas horas antes de que Tampa Bay se enfrente a Pittsburgh. Hacia el jardín izquierdo, donde brilla como una de las estrellas más deslumbrantes de todo el béisbol. Hacia los asientos detrás de nosotros, las secciones 141 y 143, que se convierten en "Randy Land" durante los juegos de los viernes en casa. Durante esos encuentros, los aficionados visten camisetas con el número de Arozarena y agitan carteles gigantes con la imagen de su cabeza. Si conecta un jonrón, todos los asistentes a dichas secciones reciben una bebida gratis.

Sus ojos vuelven a dirigirse hacia mí, mientras prosigue con su historia.

"Amo todavía el fútbol", afirma sobre el fútbol. Ahora sonríe. Era delantero y marcaba muchos goles. Cristiano Ronaldo es su futbolista favorito, y sigue siendo aficionado al Real Madrid. En definitiva, dio el salto al béisbol porque pagaba bien.

"La pelota era ... cuando era niño, era la única oportunidad de poder cobrarle un dinerito y poder ayudar a tu familia cuando uno se hiciera grande", indica. "Ese era el sueño de uno de niño".

Su mirada vuelve a alejarse. No es por falta de seguridad. Quien lo haya visto jugar puede dar fe de que la tiene en abundancia. Es otra cosa.

"La pelota pagaba $4", prosigue Arozarena.

"¿$4 por partido, o a la semana?", le pregunto.

"$4 por mes", responde. "El fútbol no pagaba. Por eso fue mi transición a la pelota; pensando en el futuro, cuando me hiciera un hombre".

Ama el fútbol, me cuenta, porque su padre lo practicaba.

"¿Y qué hay del béisbol", pregunto.

Arozarena piensa por uno o dos segundos, o por un poco más de tiempo. Baja su vista hacia la alfombra. Es de color terracota, que supuestamente reproduce el tono de la arcilla que rodea el terreno.

Se queda callado. Pienso: "Lo perdí". Finalmente, vuelve a alzar la mirada.

La sonrisa que brillaba entre respuesta y respuesta ha desaparecido. Ahora, está dispuesto a contarme sobre los sitios donde ha estado y las situaciones que ha debido vivir. Todo, para llegar a este punto.


RANDY VIAJA en una pequeña lancha en medio del Canal de Yucatán; un estrecho que conecta, o divide, el Golfo de México y el Mar Caribe. Esas 120 millas son la distancia más corta entre Cuba y México, hacia donde se dirige. Desde las 3 de la mañana (horas antes del amanecer, para evadir a la policía), él y otras ocho personas viajan en esta lancha, propulsada por un solo motor, y su ansiedad no hace más que crecer. La punta de la lancha acaba de partirse. Serán arrestados si los atrapan, pero ese no es el peor destino posible. Estas aguas están infestadas de tiburones. Todos saben qué les pasa a aquellos que han hecho este mismo viaje, han entrado en estas aguas sin poder salir: se perdieron en ellas.

Randy, de 20 años, intenta ignorarlo todo. Ignora que el único bien material que posee es la ropa que lleva puesta. Ignora los cuestionamientos, porque ya no sirven de nada: estaba consciente de todos los riesgos y ahora, aquí está. Al menos, está sobre una lancha. Puede que sea pequeña y que esté rota; pero otros se han ido en balsas de tela, plástico, espuma de poliestireno y madera, unidos con alquitrán y cuerdas.

Cierra sus ojos, intentando conciliar el sueño. Vuelve a abrirlos. No puede dormir. Entonces, Randy empieza a pensar en el béisbol y en su familia, su sueño y su plan. Piensa en llegar a la Isla Mujeres, ubicada a ocho millas de la costa de Cancún, México. Desde allí, irá a dondequiera que su talento para el béisbol le lleve. Su tío Alberto está en el país. Se quedará con él mientras entrena y se concentra en su objetivo: las normas del Béisbol de Grandes Ligas indican que los peloteros cubanos solo son elegibles para firmar como agentes libres internacionales si establecen residencia en otro país. Por eso, Randy intenta llegar a México para asentarse allí. Si las cosas salen como las ha planeado, quizás encontrará una ruta que lo lleve a las Mayores.

Piensa en Sandra, su madre. Piensa en Raiko y Ronny, sus dos hermanos menores, y los amigos que ha dejado atrás. Y, por supuesto, piensa en Jesús. Su padre.

Hace solo unos meses, Jesús estaba en un estadio de béisbol, horas antes del juego de Randy con los Vegueros de Pinar del Río de la liga cubana. Mientras esperaba, Jesús comía un bol de arroz. No sabía que el arroz tenía pequeños trozos de mariscos cocidos, lo que le provocó una reacción alérgica. Jesús falleció mientras esperaba ver jugar a su hijo mayor. Un hecho trágico y fortuito que lo cambió todo.

El hombre que bautizó a su hijo con el nombre de Randy porque le gustaba cómo éste se deslizaba por la lengua había desaparecido. Un vacío del tamaño de un hombre se abrió en medio de la familia Arozarena, unida como una piña. Su madre se había quedado sola. Sus hermanos tenían 17 y 12 años. Los $36 mensuales que llegó a ganar gracias al béisbol ya no eran suficientes. Le preocupaba que lo dejaran en la banca si tenía unas semanas malas. Si eso ocurría, su sueño se ahogaría sin haber tenido la oportunidad de respirar.

En los días y semanas que pasaron después del deceso de su padre, Randy habló con su madre. Le dijo que tenía la responsabilidad de cuidarlos, a ella y a la familia. Y como Randy le contó todo a su madre, también le confesó que debía irse del país. Ella lo entendió y le dio su bendición. Se besaron y abrazaron, sin saber cuándo volverían a hacerlo, si acaso podrían tener la oportunidad. También le comentó sus planes a su tío Alberto. Pero no se los contó a nadie más, ni siquiera a sus hermanos. No podía arriesgarse que se corriera la voz.

Y fue así como, en las primerísimas horas de la mañana del 25 de junio de 2015, Randy abordó una pequeña lancha junto con ocho extraños. Ahora que navega en esa lancha, con sus ojos abiertos y las olas del Canal de Yucatán rompiendo a su alrededor, Randy le pide a su padre que lo proteja. De lo que hay debajo y lo que tiene por delante. Y durante las incontables horas que seguirán, horas eternas, se siente protegido aunque su temor nunca se disipa. No, hasta que la lancha llega cerca del mediodía a Isla Mujeres.

Años después, cuando Randy se refiere a esas ocho horas que pasó en el mar, afirma que sobrevivió por la gracia de Dios. "El mar es muy peligroso", comenta. Y siempre que le preguntan por quienes organizaron todo, los denomina "la gente de los Estados Unidos". Eso es lo más específico que puede ser.

Randy se refiere a esa parte de su odisea como su huida.


"LLEGUÉ A LEER QUE rodarían una película sobre tu vida. ¿Ese proyecto sigue en pie?", le pregunto a Arozarena.

"No, creo que eso se cayó", me responde.

Mientras conversamos antes de un juego a principios de mayo, el anunciador interno del Tropicana Field prueba los altavoces y ensaya el anuncio de las alineaciones ofensivas del encuentro. Los puestos de comida están vacíos, excepto por los que trabajan allí. Puedo oler la mantequilla de las palomitas de maíz que se están preparando, el aceite que fríe los productos del mar. Cerca de la entrada de la sección 101, puedo oler café, no muy lejos de donde está un collage de fotos de Arozarena robando el home contra los Red Sox en el primer juego de la Serie Divisional de la Liga Americana 2021. Cerca de la entrada de la puerta 2, puedo oler donas, no muy lejos de una foto de Arozarena muy cercana al tamaño natural, soltando el bate mientras mira al dugout donde conversamos en este momento.

"Cuando cambié de agencia, creo que se cayó".

"¿Todavía quieres que se haga esa película?"

"Sí", afirma. "Eso va a pasar. Si no me la hacen, la hago yo mismo. Yo la voy a hacer".

Como las preguntas tontas a veces tienen respuestas inteligentes, le pregunto por el número de su camiseta.

"¿Y por qué usas el número 56?"

Pienso: quizás tiene alguna superstición. Así fue cuando jugaba con los Mayos de Navojoa y, en son de broma, usó las botas de vaquero de un compañero durante la práctica de bateo. Ese mismo día, luego de disparar un jonrón, se convenció de que las botas le dieron buena suerte. Desde ese día, cuando necesitaba algo más, Arozarena vestía botas de vaquero antes del juego.

"Me lo dieron así cuando me cambiaron", responde Arozarena.

Me indica que no le importa mucho el número de su camiseta. Lo más importante, según afirma, es que su apellido se encuentra estampado encima de él.


RANDY CRUZA el puente internacional del barrio de Otay en Tijuana. Es el puente que conecta, o divide, Baja California y Estados Unidos. Ramón García, scout mexicano de los St. Louis Cardinals y a quien todos llaman Monchón, camina a su lado.

Se conocieron hace un año, durante el verano de 2015, poco después de la llegada de Randy a México. Randy vivía en Mérida, al noroeste de la península de Yucatán, casi al lado opuesto de Isla Mujeres. Una academia de béisbol local invitó a Monchón a un entrenamiento, y Randy estaba allí. Randy era diminuto y delgado en comparación con otros peloteros. Monchón creía que Randy no se veía muy distinto a un niño cualquiera.

Randy siempre tuvo una contextura física pequeña. Los entrenadores de un equipo de béisbol cubano lo dejaron fuera cuando tenía 13 años, y éstos le dijeron que se debía a su tamaño. Su esbeltez le siguió acompañando, incluso cuando llegó a formar parte de la selección juvenil de Cuba, jugando torneos en México y Taiwán frente a scouts de organizaciones de Grandes Ligas. Cuando jugó en la principal liga profesional de Cuba, la Serie Nacional de Béisbol. Incluso hoy, aquí en México, frente a Monchón. Era más pequeño, y lo sabía bien. Pero era mejor que otros más fornidos que él.

Monchón se pudo dar cuenta de inmediato. Randy aún no tenía mucho poder. Pero era todo un atleta. Tan veloz, tan versátil, que era capaz de jugar prácticamente en cualquier posición. Y a pesar de que no tenía mucho poder, tenía manos y muñecas sueltas que le permitían hacer ajustes de acuerdo con el pitcheo que le enviaban en fracciones de segundo. Asimismo, Monchón pudo ver inmediatamente algo más: el arrojo de Randy. Era intrépido y agresivo en el terreno, al extremo de que algunos scouts consideraban que jugaba rayando en la imprudencia. Monchón creía que no era nada que no pudiera arreglarse con buen entrenamiento.

Durante los próximos meses, su confianza en Randy no dejó de crecer. Después del entrenamiento en Mérida, Randy jugó en la invernal Liga Mexicana del Pacífico en Navojoa, Sonora, aproximadamente a 40 horas de Isla Mujeres. Fue líder jonronero del circuito. Posteriormente, jugó en la Liga Norte de México con el equipo de desarrollo de los Toros de Tijuana, cerca de la frontera con Estados Unidos. Fue líder bateador y estafador de esa liga.

Para Monchón, era sencillo evaluar a Randy: era una estrella. Pero otros scouts habían notado que su personalidad era difícil de calibrar: era tímido, prácticamente hermético. Por eso, la labor de Monchón era romper el muro levantado por Randy, para asegurarse de que los Cardinals pudieran entender quién era. Así que lo acompañó a diario durante un mes. Al principio, cuando Monchón le preguntaba a Randy de dónde venía, cómo llegó a México y adónde quería ir, las respuestas llegaban lentamente. Eventualmente, Randy le contó su historia a Monchón, sobre su huida. Le impresionó la humildad de Randy y cómo solía expresar a menudo su preocupación por sus familiares en Cuba.

Los Cardinals contrataron a Randy por $1.25 millones bajo recomendación de Monchón. La organización le instruyó que se reportara lo más pronto posible al campamento del equipo en Jupiter, Florida. Y por ello, Monchón y Randy cruzaron el puente internacional de Tijuana.

Mientras caminaban, Monchón hablaba y Randy le escuchaba. Esta será la primera vez que Randy estará en Estados Unidos, y Monchón quiere que esté preparado para lo que le espera. Las cosas no serán como en México.

"Debes ajustarte al ritmo de vida de allá", le dijo Monchón en español.

"La comida es distinta", prosigue Monchón. Le cuenta que encontrará comida cubana, mexicana o cualquier otro tipo de gastronomía que pudiera imaginar, pero que nunca tendría el mismo sabor de casa. Randy asiente con la cabeza.

Cuando se acercan al puesto de control fronterizo, Monchón le dice a Randy que le llevarán a una sala aparte y, como es cubano, las autoridades le preguntarán de dónde viene, a qué se dedica, cómo llegó allí y cualquier otra cosa que quieran saber. Monchón le dice a Randy que responda con honestidad, les muestre su visa de trabajo y les diga que se dirige a Florida para someterse a exámenes médicos con la organización de los St. Louis Cardinals.

"No podré acompañarte", le dice Monchón. "Pero sin importar lo que pase y el tiempo que tardes, te esperaré afuera". Randy responde que le había entendido.

Monchón le esperó por varias horas. Horas que se hicieron eternas. Camina para estirar las piernas. Observa como otros caminan y cruzan el puente en auto. "Algo debe andar mal", piensa Monchón. Abrumado con la preocupación, les pregunta a los agentes fronterizos por qué Randy se ha tardado tanto. Le responden que hubo cambio de turno, pero que esas largas esperas son normales. Luego de tres horas, Randy sale del lugar. Monchón exhala y sonríe.

Ahora están del lado estadounidense del puente y siguen caminando. Monchón le dice a Randy que habrá momentos en lo que todo podría abrumarle. Le cuenta que, al vivir en lo que podría parecer un mundo diferente, la adaptación será difícil, pero que no es nada que no hayan hecho otros antes que él. Si su sueño es cuidar de su familia, y el béisbol su plan para hacerlo, esta lucha forma parte de ello.

"Debes trabajar duro para llegar a Grandes Ligas", dice Monchón.

Randy le escucha mientras ambos caminan para tomar un taxi que los lleve al Aeropuerto Internacional de San Diego. Al llegar al aeropuerto, Randy tomará un vuelo y Monchón se quedará.

"Debes trabajar duro", le reitera Monchón antes de partir. "Para que todo eso que has vivido, y las cosas que vivirás, no lleguen a ser más que un recuerdo".


"ME GUSTA VERME", me dice Arozarena mientras estamos a pocos pasos del dugout de los Rays.

"¿Te gusta verte?", pregunto para asegurarme de que no le escuché mal.

"Sí", responde. "Es lo único que hago fuera de que juego. Verme en mis videos".

"¿Tienes una jugada favorita?", pregunto.

Obviamente, Arozarena tiene muchas para escoger. Docenas de turnos en momentos clave de la postemporada 2020, cuando impuso el récord de las Grandes Ligas en hits, bases alcanzadas y cuadrangulares. Cientos de momentos del torneo siguiente, cuando fue galardonado como Novato del Año de la Liga Americana. O más recientemente en el Clásico Mundial de Béisbol 2023 en el que defendió la causa de México, cuando conectó un doblete impulsor de tres carreras contra Canadá y se posó sobre la segunda base con los brazos cruzados, una pose que se hizo famosa a pesar de que la improvisó en el momento. O poco después, en la semifinal contra Japón en la que se robó un cuadrangular. La pelota voló tan alto por los aires que el manager del equipo mexicano Benji Gil dijo que él y todos en el dugout daban por sentado que se iría de jonrón. Arozarena saltó para recuperarla y se quedó quieto mientras el estadio estallaba jubiloso, para que todos pudieran admirar la causa de dicha explosión.

Después de tomar una pausa, Arozarena me responde finalmente, mientras me mira a los ojos.

"Yo mismo", responde. "Yo todo lo que hago, me gusta".

Ambos reímos.

"¿Siempre has sido tan seguro de ti mismo?"

"Sí", responde. "Claro".


RANDY ESTIRA en un campo de béisbol de Palm Beach, Florida, rodeado por sus nuevos compañeros de equipo en ligas menores. A pesar de ello, es la primera vez que se siente solo al practicar el deporte que ama. Han pasado varias semanas desde que cruzó el puente entre México y Estados Unidos, y siente dificultades en "el gringo", "el gabacho", "los United" o "el otro lado", como lo llaman los compañeros mexicanos de Randy. Aquí, la gente habla un idioma que no entiende. Siente miedo de pronunciar mal alguna palabra nueva. Siente confusión al escuchar a sus compañeros contar historias y chistes durante las prácticas, incapaz de captar la gracia. De repente, todo en el béisbol le resulta desconocido. Por eso, Randy se siente solo, más en el terreno que en los largos viajes en autobús, o los hoteles baratos.

Siente nostalgia. Le afecta cuando pasa por las calles de Palm Beach, con sus viejos millonarios y multimillonarios, la mayoría de raza blanca, que viven en mansiones. No se parece en nada a Arroyos de Mantua, el pequeño pueblo en el que se crio. Tenía tres calles y el camino para entrar era el mismo para salir. Allí aprendió a jugar al fútbol y al béisbol en un terreno donde el jardín derecho del diamante hacía las veces de cancha de fútbol. Jugaba sin guantes ni tacos, con una sola pelota.

Randy echa de menos a su papá. Echa de menos a su familia y se pregunta cuántos años pasarán antes de que pueda volverla a ver. En el medio de este campo de béisbol, rodeado de un césped perfectamente cortado, todos los implementos que necesita para jugar y las oportunidades por las que arriesgó su vida, los echa de menos más que nunca. Llama todos los días a su madre, solo para decirle que está bien y asegurarse de que ella también lo está. Pero eso solo hace que el dolor sea más profundo.

Esos primeros meses son los más difíciles, pero Randy lucha (debes trabajar duro) y batea lo suficientemente bien para que, en plena temporada 2017, los Cardinals lo promueven a su sucursal Doble-A en Springfield, Misuri. Johnny Rodríguez es el manager de ese equipo y ve ciertos rasgos de su personalidad en Randy. Rodríguez también es cubano. Él y su familia dejaron la isla en 1965. Sabe bien todo lo que Randy debió hacer para dejar Cuba, al igual que las dificultades de vivir en un país nuevo. Sabe que tener dinero y poder gastarlo a discreción también forma parte de esa difícil transición. Rodríguez ve el talento de Randy; pero también está consciente de que ese talento, por sí solo, no le hará llegar a Grandes Ligas. Ha visto cómo innumerables prospectos no lo han logrado, a pesar de tener todo el talento del mundo. No quiere que Randy sea uno de esos peloteros perdidos. Por ello, se desvive para ayudarle.

Durante su tiempo juntos (la segunda mitad de la temporada 2017 y el inicio del torneo 2018), Rodríguez suele sentar a Randy en su despacho. Muchas variantes de la misma conversación.

"No puedes tomarte un día libre", dice Rodríguez. "Tienes que darlo todo".

Randy asiente.

"Aléjate de los problemas, huye de ellos", prosigue Rodríguez. Le recomienda a Randy que no pierda nunca su confianza e intrepidez, pero sin permitir que lo lleven a la arrogancia. "Debes lograr que la gente crea que pueden ganar un campeonato contigo".

Randy sigue asintiendo, sentado en silencio.

"Él es así", dice Rodríguez muchos años después, cuando le preguntan por Randy.

"Pero no dejen que les engañe. Él es un tigre".


LE PREGUNTO A AROZARENA si, en algún momento de su trayectoria, llegó a sentir dudas.

"No, nunca tuve un momento de duda", responde. "Siempre he confiado en mí, siempre he contando en mí en lo que hago en el campo y en los entrenamientos. Creo que nunca he pasado de..."

Antes de terminar la frase, se detiene poco antes de decir la palabra "duda". Mientras le espero, me pregunto si es alguna superstición. Como si Arozarena estuviera tan comprometido con mantener pensamientos positivos que se niega a utilizar términos tales como "duda". Pero mientras lo veo responder la pregunta, me doy cuenta de que hay algo distinto.

"Sí", afirma en tono de confesión. "tuve un momento de duda. Fue en el cambio de San Luis para Tampa".

Arozarena nunca había formado parte de un cambio. Cuando la gerencia de los Rays le llamó antes de empezar la temporada 2020 para informarle que habían adquirido sus servicios por la vía del canje, pocos meses después de debutar en Grandes Ligas con los Cardinals, él no entendía lo que eso significaba para su futuro. Solo entendía que no volvería a jugar con el equipo de San Luis.

"Me sacan de un equipo. Dudé ese momento de que podía pasar con mi carrera, pero al contrario, llegué aqúi y me fue mejor de lo que pensaba".

Su contacto visual no se rompe. No lo deja ir. Es casi demasiado.


RANDY SONRÍE y canta en el jardín de su casa en Mérida, México. Tenía años sin sentirse así; con esta mezcla de felicidad, alivio, agradecimiento y aprecio. Dos años y casi tres meses, para ser exactos. Ahora, en esta tarde de jueves de principios de septiembre del 2017, Randy se reúne finalmente con su madre y hermanos. Caso contrario al de Randy, que pudo haber sido arrestado, su madre partió de Cuba por la vía legal. Randy era residente mexicano, por lo que eran elegibles para obtener visas. A diferencia de Randy, que arriesgó su vida en una pequeña lancha, su familia dejó su hogar en avión.

En los años posteriores, su hermano Raiko perseguirá sus sueños en el fútbol, que lo llevarán de vuelta a Cuba (para jugar como portero de la selección nacional), luego por todo México hasta llegar a Estados Unidos. Ronny también practicará béisbol, en un intento por encontrar su propio camino. Juntos esperarán mientras Randy hace los trámites para llevarlos a Estados Unidos, donde podrán encontrarse con su esposa, sus hijas y Raiko.

Pero eso vendrá en el futuro. Por ahora, están juntos y la sensación roza la euforia. A primera vista, como es obvio, hay lágrimas, seguidas por besos y abrazos. Después, vino el asombro: Randy ha ganado peso y masa muscular. Ya no es el mismo chico delgaducho que salió de Cuba. Quiere mostrarles algo: su Camaro blanco modelo 2017. Esa fue la primera gran adquisición que hizo después de que logró sacar a su familia de Cuba. Todos posan para varias fotografías junto al auto, y Randy viste la camiseta de su equipo de Estrellas de Ligas Menores.

Ahora, empieza a bailar con su familia. Dentro de una carretilla azul con motas de concreto seco, hay cerveza cubierta de hielo. En el suelo hay tres botellas vacías de Corona, al lado de un altavoz gigante. Suena "Booby Trap" de Poesía Urbana y Randy baila al lado de su madre. Se mueven al unísono, de un lado al otro, al ritmo de la música, sonrientes. Frente a ellos, los hermanos y el tío de Randy, también sonrientes, bailan de pie al borde de una piscina rectangular.

El agua, y todo lo demás, nunca se vieron tan perfectos.

El agua, y todo lo demás, nunca se vieron tan claros.


"YA ME HAS HECHO 300 preguntas, ¿qué más necesitas saber?", dice Arozarena.

Es el día posterior a nuestra conversación sobre el terreno, y Arozarena sonríe mientras se sienta frente a su vestidor, rebosante con una docena de pares de tacos. Cuando llegó por primera vez a Tampa proveniente de San Luis en 2020, se hizo aún más callado, con el silencio de la duda. Pero ese canje le dio la oportunidad de jugar, y ahora está en medio de su cuarta temporada con este equipo. Nunca había jugado tanto tiempo en una misma novena. Afirma que finalmente se siente cómodo; la temporada de seis meses aporta la estabilidad de una rutina.

"Mi familia y el béisbol... eso es lo que acapara la mayor parte de mi tiempo", indica.

Arozarena gira su silla para ver hacia el centro del salón, donde cuatro televisores rodean una columna. Cuando mira hacia esos televisores, tiene el vestidor de Manuel Margot a su derecha. Es el amigo más cercano de Arozarena en el equipo. Después de Margot, hay un muro de peloteros latinos. Si te ubicas en ese lado del clubhouse, a la vuelta de la esquina y de la pared donde están los vestidores de Isaac Paredes y Harold Ramirez, solo se oye español.

"Randy, do you want a car wash?", le pregunta un asistente del clubhouse en inglés.

Arozarena mueve la cabeza.

Presintiendo que se ha perdido algo en la traducción, el asistente vuelve a preguntar en inglés.

"Randy, ¿quieres que te laven el auto?"

Luego de este segundo intento, Arozarena asiente moviendo la cabeza de arriba hacia abajo. Se levanta para sacar las llaves de su bolsillo y las entrega al asistente.

"Aprendo inglés, pero no lo entiendo todavía", me confiesa Arozarena sobre sus constantes intentos por aprender el idiomoa.

"Lo primero que aprendí fueron las malas palabras", le cuento.

"No entiendo ni las malas palabras, por eso no las digo", responde Arozarena.


RANDY SE SIENTA en un taburete, junto a la pista de seguridad del jardín central del T-Mobile Park de Seattle. Viste su uniforme azul de los Rays, con gorra azul. Sobre su hombro derecho hay un cartel con su nombre y el número de su camiseta, encima del logo del Juego de Estrellas de las Grandes Ligas 2023.

Es el día de atención a los medios, y hay cámaras, micrófonos, grabadoras y teléfonos celulares por todas partes. Hasta el propio Randy sacó su celular y lo puso sobre la mesa para capturar este momento. Fue elegido por los aficionados como titular, solo superado por Mike Trout en la votación de los outfielders.

"¿Cómo se siente haber quedado en tu primer equipo de Estrellas?"

"¿Pensaste alguna vez que tu pose de brazos cruzados se haría tan popular?"

"¿Algún mensaje para tus seguidores cubanos y mexicanos?"

Randy responde todas las preguntas como si fuera la primera vez que a alguien se le ocurre hacerlas. Si son en español, su respuesta no se hace esperar. Si son en inglés, pasan por el filtro de su intérprete Elvis Martínez. Randy es uno de los peloteros más populares de este lugar. No hay pausa en las preguntas durante su sesión de 45 minutos. Randy nunca se desaparece. Nunca mira hacia otro lado. Cuando era niño en Cuba, no sabía que existían cosas así, y quiere disfrutar hasta el último segundo. Hace unas semanas, se compró un traje y zapatos Louis Vuitton para vestirlos durante la celebración. Supo que quería ese traje en cuanto lo vio. Lo sacó del maniquí y dijo: "Esto es mío, porque voy al Juego de Estrellas".

La sesión de atención a los medios se acerca a su fin, y alguien le pregunta sobre su participación en el Derby de Cuadrangulares de esa misma noche. Le dicen que las casas de apuestas pronostican que no sobrevivirá a la primera ronda.

"Yo nunca he sido favorito en nada", responde. "Pero siempre me pongo allí entre los grandes".

Pocas horas después, Randy no gana el Derby. Queda segundo, pero ningún competidor batea más jonrones que él en tres rondas. Frente a dos de sus hijas, conecta un total de 82 cuadrangulares. Solo Vladimir Guerrero ha bateado más en la historia del Derby.

Las casas de apuestas debieron haberlo imaginado. Durante la presentación de los peloteros, cuando Randy entró al escenario del infield, llevaba su gorra con la visera hacia atrás.

También llevaba puestas sus botas vaqueras de la suerte.


"ESTA SERÁ PROBABLEMENTE la última vez que conversemos", le digo a Arozarena.

Es un día de finales de julio. Cuando nos encontramos por primera vez hace unos meses, Tampa Bay tenía el mejor récord de la liga. Ahora, ocupan el segundo puesto de la División Este de la Americana, a tres juegos de los Orioles. Arozarena no se inmuta por ello, afirmando que la temporada es demasiado larga como para preocuparse por los breves momentos de dificultad.

Él está sentado y yo, de pie. Ambos estamos en el dugout de visitantes del Minute Maid Park porque, si Arozarena sale de allí a pocas horas del primer pitcheo, los seguidores de los Astros comenzarán a gritar su nombre. Afirma que, cuando juega en ciudades con gran población mexicana y mexicoestadounidense, los aficionados (incluso los que animan al otro equipo) empiezan a corear su nombre, levantan carteles en los que expresan su orgullo por él, y hasta le hacen obsequios. Aquí en Houston, una familia sostenía una bandera mexicana y un cartel que decía: "Randy, te queremos paisano. Viva México". Otro fanático le regaló una camiseta color granate del equipo de béisbol de México con su apellido en la espalda.

"No te volveré a molestar con mis preguntas", prosigo.

Arozarena sonríe, transmitiendo con su gesto algo que no dirá en voz alta, porque es demasiado amable.

"¿Estás seguro?", pregunta Arozarena.

"Yo creo", respondo.

Sigue sentado, en silencio, vestido con una camiseta de fútbol de los Rays con su apellido en la espalda. La casaca fue un obsequio promocional durante el juego disputado en casa el 24 de junio. Fue un sábado, casi ocho años después de que Arozarena arriesgó su vida por su familia, su sueño, su plan.

"Durante todo este tiempo, me ha sorprendido lo callado que eres", le digo a Arozarena.

Cuando entré por primera vez al clubhouse de Tampa Bay en mayo pasado, esperaba escuchar su voz resonando por todo el lugar. Me imaginé que llegaría allí para verle siendo el centro de atención. Que sería imposible de ignorar, de la misma forma que no puedes evitar verlo cuando juega. Por el contrario, lo encontré sentado, ensimismado, en silencio frente a su vestidor, usando gafas de sol oscuras.

"¿Hay alguna diferencia entre Randy el pelotero y Randy, el hombre de familia, con sus amigos?", le pregunto.

"No", responde. "Son escenarios diferentes pero no hay diferencia. Yo soy el mismo".

Asiente ligeramente para señalar el campo de béisbol que está frente a nosotros.

"Allí, estoy jugando", prosigue. "Y después en otros escenarios distintos, estoy hablando de otros temas importantes".

Al escuchar su explicación, siento cómo crece la brecha entre yo y Arozarena, el beisbolista, el hombre que tiene a un estadio lleno de aficionados que corean su nombre, que busca y atrae la atención de las cámaras, que está en su mejor momento cuando tiene las miradas de todos puestas en él. Ser pelotero es hacer una actuación, y él actúa muy bien. Entonces, ¿cómo puedo saber de dónde proviene esa actuación?

Sin embargo, también siento una conexión con ese otro lado de su ser. El hombre que sonríe cuando habla sobre su hogar; que le da a su familia y amigos en Cuba todo lo que puede, que vuelve cuando le es posible; a quien le dio tanta alegría bailar con su madre, uno al lado del otro, en unísono, tras dos años de separación. El hombre que mira hacia otro lado cuando piensa en lo que ha ganado y perdido tras su huida.

Conozco este otro lado. Especialmente cuando aleja su mirada. Me resulta tan familiar. Cuando era niño, siendo el hijo de padres que se trasladaron de Juárez a Colorado, vi ese lado en mi padre, en mis tíos, en demasiados familiares como para seguir la cuenta. Entre sus amigos, con quienes se sentían más cercanos, eran la vida de la fiesta. Cantaban y contaban chistes en español que hacían reír a todos. Contaban historias que me hacían apretar los dientes y bajar la mirada para tratar de parpadear y evitar que los ojos se siguieran aguando y enrojeciendo. Historias de aquellas cosas que enviaban a casa para que sus seres queridos no creyeran que los habían abandonado. O peor aún, olvidado.

Historias de separaciones de la gente que amaban, sin saber si alguna vez los volverían a ver. Historias de relaciones rotas; cuando las fronteras, el tiempo, los sueños y el silencio se interponían. Pero entre los desconocidos, cuando salían a enfrentar un mundo que no era el suyo, esas mismas personas se llenaban de timidez. Se callaban. Podía sentir sus dudas, su preocupación. A veces me pedían, aun siendo niño, que les tradujera un idioma que no entendían. Muchos intentaban mantener alguna conexión con ese pasado mientras seguían existiendo en este presente; preocupados de correr el riesgo de perderse en esos espacios que conectan y dividen, si ellos no eran capaces de combinar esos dos lados de su ser. Muchos intentan vivir llamando la atención lo menos posible.

La forma en la que Arozarena parecía casi perdido hace tantos meses, sentado dentro de su clubhouse, con gafas de sol oscuras tan grandes que cubrían gran parte de su frente. Tan oscuras, que no podía saber si él estaba conmigo o miraba hacia otro lado. Ahora, de pie frente a él, en el dugout de visitantes del Minute Maid Park, recuerdo algo que me dijo en aquel primer encuentro: Cuando las cosas salen bien, cuando batea un cuadrangular, o hace una atrapada espectacular, es cuando más piensa en su padre.

"Desde aquel momento en el que arriesgaste tu vida en aquella lancha hasta ahora, ¿has logrado más de lo que esperabas?", le pregunto a Arozarena. Es mi última interrogante antes de irme.

Me mira fijamente.

"He logrado lo que me merecía".