BUENOS AIRES -- Es difícil imaginar una rivalidad más enconada que la de Argentina e Inglaterra a la hora de enfrentarse por los cuartos de final en el segundo Mundial de México.
La histórica voracidad colonial británica era una antigua razón de recelo, aunque atenuada desde que el país quedó bajo la tutela económica y política de los Estados Unidos, avanzado el siglo XX. Las potencias mundiales cambiaron y con ellas el alineamiento de los países considerados subalternos.
Había además un fuerte componente deportivo, que reconocía como partido clave aquel 0-1 del Mundial de Inglaterra, en 1966, cuando expulsaron a Rattin, en una jornada que se inscribió en la memoria colectiva criolla como un atropello. Esa herida, agravada por el sospechoso título obtenido por los ingleses, nunca se cerró debidamente.
En 1986 se sumaba un antecedente cruento y decisivo en la temperatura del clásico: la Guerra de Malvinas, ocurrida cuatro años antes. Los diarios del mundo –incluso los más sobrios– acudieron al episodio bélico para calentar el partido. El periodismo pintaba el choque como la revancha de la guerra, una pretensión de la que no pudieron escapar los futbolistas.
A pesar de que el entrenador Carlos Bilardo les prohibió hablar del tema con los medios, los micrófonos apuntaban en forma obsesiva al ítem Malvinas. Para tener una idea detallada de ese clima es muy recomendable el excelente libro de Andrés Burgo, El partido, que reconstruye aquella vigilia con gran cantidad de fuentes.
Uno de los datos que, se suponía, conectaba más estrechamente a los jugadores con los soldados era la edad. En el plantel, figuras importantes como Jorge Burruchaga y Oscar Ruggeri eran clase 1962, igual que los jóvenes que dejaron su sangre en las islas.
En 1982, el final de la guerra coincidió con el comienzo del Mundial de España. Argentina e Inglaterra no se cruzaron. Pero a algunos relatores se les prohibió nombrar a los británicos. Así fue como Juan Carlos Morales, una de las voces de radio Rivadavia, tuvo que referirse a “los de rojo”, “los adversarios de Alemania” y eventualmente a “los piratas” cuando le tocó transmitir el aburrido cero a cero entre Inglaterra y Alemania.
Los gestos simbólicos, infantiles, no lograron sin embargo atenuar el desencanto y la tristeza provocada por la aventura de Malvinas. Al sentimiento contrario a la usurpación inglesa y la derrota se superponía la indignación por la maniobra política irresponsable de la dictadura, que había emprendido una contienda suicida nada más que para salvar su gobierno impopular. La guerra, en suma, resultó vergonzante.
Durante el Mundial de México gobernaban los radicales. Si bien el presidente Raúl Alfonsín le enviaba al mundo señales de racionalidad y búsqueda de diálogo para zanjar el conflicto, las relaciones entre Argentina y Gran Bretaña se habían congelado. Ambas naciones negociaban tímidamente a través de representantes (Brasil en nombre de Argentina y Suiza por Gran Bretaña) con logros casi nulos. Sólo una vez se sentaron a conversar bajo la gestión radical, en 1984, en Berna, aunque sin ningún avance.
Hacia fines de 1986 la tensión sería mayor con la imposición unilateral, por parte de los británicos, de una zona de conservación y administración de pesca. Lejísimos estaban de avenirse a discutir la soberanía sobre las islas, tal como solicitaba la Argentina.
El estadio Azteca bullía y ningún purismo conceptual era capaz de diferenciar nítidamente deporte de política y camiseta de pabellón. Para los argentinos, al menos, que anhelaban aliviar su tragedia con un partido de fútbol. Hasta hubo una discreta reivindicación de la barra brava nacional –en la que revistaba Raúl Gámez, actual presidente de Vélez–, que se batió a piña limpia con los legendarios hooligans.
El partido compensó la expectativa. Los ingleses fueron vencidos por una mezcla de astucia tramposa (pálido reflejo de la rapiña británica en cuestiones económicas y territoriales) y belleza incomparable. Tales atributos, en los pies (y la mano) de un solo autor: Diego Maradona, que desde ese día se convirtió en mito.