Dicen los diarios que aquel juego se realizó el 24 de julio de 1959. Los revolucionarios recién caminaban por La Habana y vestían una franela blanca con el nombre de Barbudos en el pecho. Fidel Castro subió al montículo y lució el brazo. El catcher, el célebre Camilo Cienfuegos, daba las señales para dejar fuera al orden al bat de un equipo militar, pero daba cuenta de su disciplina ante el máximo comandante: "Nunca me opongo en nada a Fidel, incluyendo el beisbol", dijo el general a la prensa cuando se le preguntó por qué había declinado el rol de pitcher abridor contrario. El beisbol era ya el deporte nacional de Cuba y 25 mil aficionados llenaron el estadio de El Cerro para ver batear a los hombres que habían puesto out al gobierno de Fulgencio Batista.
La exhibición de los revolucionaros duró dos entradas y sirvió como prólogo para el enfrentamiento entre los cubanos, del Sugar Kings y los estadounidenses, del Rochester Red Wings. Dice la propaganda que Fidel sacó en fila a todos sus oponentes (algunos con la ayuda del umpire) y que también tomó el bat (pegó una rola al short). Eso en realidad no importa. Los Barbudos se robaron la escena, principalmente aquel hombre de grandes gafas enfundado en verde olivo. Apenas tenía 33 años y le había dado vuelta a la realidad política de un país y, por lo menos, de medio continente. Pero antes había una historia de cuatro esquinas. Según los cuadernos empolvados de los scouts, Castro fue prospecto de Grandes Ligas. A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, el potente brazo del joven impresionó a los cazadores de talento de los Senadores de Washington (vaya, las ironías de la vida), de los Gigantes de Nueva York y de los Yankees (otra vez la historia guiña el ojo). Es ahí donde se confirma que el destino de un hombre es tan inexplicable como un triple play. En las hojas decoloradas de los scouts se lee que el muchacho tenía la estampa, la potencia de brazo, pero que su recta debía viajar por lo menos tres millas más rápido para llegar a diamantes de Grandes Ligas. Había algo más grave para los letrados de la pelota: los dedos del inminente pitcher anunciaban a los bateadores el siguiente lanzamiento. Es obvio que el reclutamiento no se llevó a cabo. Lo que nadie sabe es cuánto habría cambiado la historia del siglo XX si el eterno comandante hubiera llegado al beisbol profesional, en lugar de ser manager en el dogout de la historia.
Pero estamos de vuelta en el estadio El Cerro, cerca del centro de La Habana. La Revolución se acaba de consumar. Las crónicas periodísticas en Estados Unidos cuentan que Castro practicó toda la mañana en su cuarto de hotel para lanzar con propiedad los strikes a la mascota de Cienfuegos. En la fotografía aparecen dos jugadores más en escena. El primero tiene un bat en las manos, pero lo toma con menos propiedad. Se llama Ernesto Guevara; la espalda de su franela lo identifica como el Che. También es Barbudo; también soñó con la Revolución, pero es argentino, y en ese país del hemisferio sur no importa la pelota con costuras. No tiene facha de pelotero, pero aun así Guevara toma la madera y la gente aplaude. Pocos turnos después aparece Raúl Castro, el hermano menor del comandante y heredero del trono comunista en los últimos años. Raúl no tiene barba, pero también muestra enjundia. La afición vuelve a aplaudir.
El acontecimiento tiene también uno de los primeros contextos comunistas. Después de las nueve entradas, la Revolución tomó el micrófono para anunciar que los partidos profesionales terminaban en la isla. No se volvió a cobrar en los diamantes, pero Castro rescató el deporte más americano de todos, como el pasatiempo nacional de Cuba. Probablemente, el único punto de encuentro con los 11 presidentes de Estados Unidos a los que sobrevivió habría sido el deporte de las nueve entradas.
En la séptima suena la acústica de Silvio Rodríguez: "¿Quién fuera encantador? ¿Quién fuera Lennon y McCartney?" Fidel es relevado sin decisión. Aquella novena de El Cerro se desintegró desde hace tiempo: Cienfuegos, el catcher, murió en un accidente aéreo y el Che, el bateador desaliñado, en las montañas de Bolivia. Algunos dicen que el comandante, pitcher de la historia, ganó el juego; otros, sobre todo los Marlines de Florida, que lo sacaron a palos del diamante. Aquel posible lanzador de la gran carpa salió sin pisar la línea de primera. En sus palabras, se pone en manos de la historia.
Su ruta es ya conocida: tiró desde el montículo una colección de curvas, bolas rápidas y rectas cortadas al equipo del "Imperialismo". Aquella fotografía beisbolera de los Barbudos está congelada en el tiempo. De cualquier modo, faltaban nueve entradas, aunque hay quien dice que el juego terminó en extra innings.