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A 30 años de Vélez campeón de la Libertadores 1994: el día que mi hija casi aprendió a volar

Ailén Bruzos nació el 30 de abril de 1994 y me hizo papá por primera vez, en un mundo de muchas tribus.

La tribu de papá es la de los hinchas de Vélez Sarsfield, que por aquellos años aprendimos a festejar de corrido y mirar al resto de las tribus desde un lugar de paridad, y hasta superioridad, a la que no estábamos acostumbrados.

Por eso, para quien escribe, 1994 es un año inolvidable.

Alejandro Apo le decía a Quique Wolff por la tele abierta: “¿Sabés qué Quique? Me gusta Vélez”. Y a los hinchas de Vélez nos enloquecía aquel equipo de Carlos Bianchi. Que se plantaba en cualquier cancha y era capaz de sacar los mejores resultados, aún partiendo de las peores adversidades.

Pero en 1994 íbamos a romper la frontera del barrio y a ser tan felices como apenas nos habíamos animado a soñarlo.

Después de una fase de grupos “amigable” que Vélez terminó ganando contra el Boca Juniors del Flaco Menotti, Cruzeiro y Palmeiras, y dos definiciones por penales en los mata mata, una realmente angustiante en Liniers contra el Junior de Barranquilla de Carlos "el Pibe" Valderrama, como premio el equipo del barrio de Liniers iba a jugar su primera final continental contra el San Pablo de Telé Santana, Cafú, Palinha y el arquero Zetti.

No eran muchos los que nos daban chance. Y quizás menos después del exiguo 1-0 en la ida, con gol del Turco Asad. Vélez había jugado bien, había dominado, pero había hecho solo un gol y tenía que viajar a la estancia del Morumbí.

No tengo muchos ídolos en la vida. Pero con Carlos Bianchi me pasa algo inexplicable. No puedo mirarlo sin emocionarme, no puedo hablarle de vos, yo que tuteo a medio mundo. Es probable que pensemos diferente en infinidad de temas, pero sería incapaz de rebatirle una sola idea. Tengo una inquebrantable fe ciega en sus decisiones, Y fue el hombre que le enseño a volar a mi hija...

La cosa es así. En general el sueldo de los periodistas es exiguo, en consecuencia, si no te toca cubrir a tu equipo, difícil que viajes para verlo. En aquella oportunidad me había tocado “el color” a la ida, trabajando para el diario Clarín, pero lo iba a ver desde casa en la vuelta.

Por suerte, algún velezano se coló en el grupo de cobertura, para anular la posible mufa de tanto hincha de tribus contreras, aunque también justo es decirlo, aquel Vélez contaba con mucha más simpatía de los neutrales que el actual.

La noche del 31 de agosto en mi casa

La cuestión es que la noche del 31 de agosto no laburé. Estábamos frente al pequeño televisor del PH de Villa Crespo, Nancy, Ailén, que por aquel entonces pasaba de la cuna a los brazos, entre teta y teta, y yo.

Había nacido casi un mes antes de la fecha porque siempre ansiosa y era muy chiquita: entraba desde la mano al pliegue del brazo, no más que eso.

Recuerdo que Carlos planteó un duelo bien cerca de Chila, con el Negro Gómez metido entre Trotta y Basualdo, una línea de cinco para bancar la ventaja del 1-0. Arrancó lindo con un zapatazo de Bassedas, pero no hubo otras visitas al área de Zetti. Y encima, sobre los 30 minutos, Müller entrando al área, exagera un intento de Almandoz por frenarlo y penal. El propio Müller lo transformó en gol y quedaba demasiado partido para sufrir.

En el segundo tiempo la cosa se complicó con la expulsión del Pacha Cardozo y los nervios mutaron en locura. Pero llegó el final y venían los penales. Y nosotros teníamos un plus ahí. Para nosotros, los de Vélez, atajaba un tal José Luis Félix Chilavert, paraguayo de nacimiento, ídolo fortinero por el resto de los tiempos...

En ese clima ¿quién iba a dormir a Ailén, a la que ya se le había pasado la hora de ir a su cuna? Vení, a los brazos de papá.

Primero Trotta lo fusiló a Zetti y a continuación, Chilavert se lo detuvo a Palinha. ¿Será? El propio Chila, gol. ¡Vamos Ailén! André, Müller, Euller, todos goles. Zandoná y Almandoz también convirtieron. Era el turno de Tito Pompei. Zurdazo cruzado, travesaño y...¡adentro!

No me pregunten cómo fue que Ailén salió de mis brazos hacia el cielo, pero en el medio estaba el techo y, justo antes de tocarlo, frenó y bajó tranquilamente de vuelta a mis brazos. La abracé, la besé, la puse en su cuna.

Nada podía desacomodar el orden cósmico. Vélez había dejado atrás el barrio definitivamente.

Y Ailén, también definitivamente, había tenido su bautismo de vuelo.