Si yo fuera Suárez no consideraría ni la más mínima chance de quedarme en el Barcelona. Arreglaría los números y me iría con mis goles a otra parte. El club es un caos y camina hacia la debacle más absoluta.
Tiene un presidente que no ha parado de empequeñecerlo, al que no quiere nadie, que arruinó todo el proyecto deportivo con campañas difamatorias contra su principal estrella y que enfrenta una moción de censura.
El técnico que llegó para hacer una revolución y una limpieza profunda, se conformó con pasar un trapo húmedo. Lo primero que hizo fue comunicarle en una conversación telefónica de un minuto al tercer máximo goleador de la historia del club que no lo tendría en cuenta y su última maravilla fue avisarle a Riqui Puig, el canterano con mayor proyección de la Masía, que no lo tendría en cuenta.
Por si no alcanzara con eso, muchos hinchas y medios del Barcelona parecen no valorar los 198 goles que anotó Suárez y los 13 títulos que ayudó a ganar.
Si yo fuera Suárez vería el panorama y saldría corriendo. Un presidente nocivo, un club desfinanciado, un entrenador que destrata a sus figuras, una afición mal agradecida y medios predispuestos en su contra.
En caso de que la temporada del Barcelona sea un fiasco a todo nivel, algo muy probable, el uruguayo será el blanco preferido de las críticas, la persona ideal para distraer los problemas de fondo. Si pierden un partido, será culpa de Suárez. Si falla un gol, estará fuera de forma. Si se lesiona, pasará más tiempo afuera que adentro de la cancha.
Pero es que yo no soy Suárez. No tengo su resiliencia, su convicción, su espíritu indomable, su carácter competitivo, su rebeldía, ni su capacidad de superación. Mucho menos su tozudez de ir una, dos, tres, diez veces a pelear por una pelota hasta marcar un gol y, como una alegoría de su propia vida, sonreír al final. Habrá algo en él que le dice que si se queda volverá a besarse los dedos después del gol y mandará callar a los ingratos.