Es un día cualquiera de 1976 y Ferdinand Sastre, presidente de la Federación Francesa de Fútbol (FFF), piensa en cómo cambiar la situación de la Selección nacional, que hace dos Copas del Mundo que ni siquiera logra la clasificación y deambula sin rumbo, entre actuaciones irregulares y el dolor de la intrascendencia. En el torbellino de ideas, se le ocurre crear un centro de entrenamiento para captar talentos y desarrollar futbolistas que permitan mejorar esos magros resultados. El sueño se cumple seis años después, en 1982, cuando se elige la locación y comienza la construcción de Clairefontaine.
El instituto fue inaugurado en 1988 y entonces, el destino del fútbol galo cambió para siempre. Cuatro años antes había levantado su primer trofeo oficial, la Euro de la mano de Michel Platini, pero fue la apertura del centro de entrenamientos lo que dio un vuelco definitivo a la historia y comenzó a hacer andar el sueño de una Francia talentosa. De una Francia potencia indiscutible como la que hoy jugará en Qatar 2022.
Hay una enorme diferencia entre ser campeón y convertirse en un animador automático de cualquier campeonato que se dispute. Una generación aceptable, quizás producto de la casualidad, puede destacarse en un momento particular. Ya lo saben Grecia, Dinamarca, Bulgaria, Suecia o Turquía. En 1984, Francia fue campeona de Europa gracias a un crack de época como Platini y a un puñado de futbolistas que lo acompañaron con gran suficiencia. Pero enseguida volvió a caer en su mediocridad. El verdadero cambio llegó cuando los frutos del trabajo a conciencia se cosecharon. El éxito planificado.
Desde 1998, cuando Clairefontaine tuvo un papel muy importante en el primer título mundial para Francia tal como se verá más adelante, el fútbol galo encadenó todos los títulos existentes. Es el único país europeo que puede presumir de esto. Ganó de nuevo la Euro en el 2000, la Copa Confederaciones en 2001 y 2003, el Mundial sub 17 en 2001, el Mundial sub 20 en 2013 y la flamante UEFA Nations League en 2021. Además de cuatro títulos europeos sub 19 y dos sub 17.
El Instituto de Clairefontaine recibe a juveniles oriundos de la Île-de-France (la región donde se encuentra París) con edades de entre 13 y 15 años. Se entrenan de lunes a viernes, con obligación rigurosa de estudiar y terminar la educación secundaria. La FFF se hace cargo de su educación y en el plano futbolístico va puliendo a las futuras joyas, a las que libera para que defiendan a sus clubes el fin de semana.
El centro está ubicado en el departamento de Yvelines, el mismo del Palacio de Versalles, sede de la corte del reino de Francia durante el Antiguo Régimen. Es la primera y más importante de las trece academias supervisadas por la FFF. El resto están en Castelmaurou, Châteauroux, Liévin, Dijon, Marseille, Ploufragan, Vichy, Reims, Saint-Sébastien-sur-Loire, Talence, Guadalupe (territorio francés de ultramar en el Caribe) y Reunión (isla en el océano Índico occidental).
El nombre más importante que descolló en las canchas de Clairefontaine, en esos primeros tiempos, fue el de un tal Thierry Henry, juvenil del club ES Viry-Châtillon hasta que que Mónaco posó su mirada en él. Su irrupción fue el mejor ejemplo para demostrar que el experimento funcionó a la perfección.
Corre el año 1990. Tití se está preparando no solo para su futuro futbolístico individual, sino también para liderar al seleccionado en el Mundial 1998, aunque él no lo sabe. Gracias en buena parte a lo que aprendió en Clairefontaine, fue el goleador de su equipo en la Copa del Mundo organizada en su país y levantó el primer trofeo, histórico para su seleccionado. Varios años después, la situación se repitió con un joven Kylian Mbappé, esta vez en Rusia.
Clairefontaine, sin embargo, no se queda sólo en esos nombres rutiliantes de campeones del mundo, porque otros grandes futbolistas también pasaron por allí: William Gallas, Blaise Matuidi, Abou Diaby, Louis Saha, Hatem Ben Arfa, Nicolas Anelka y Raphaël Guerreiro, entre otros. El objetivo es claro y contundente: no dejar talento sin captar. Y no solo talento francés, sino también talento "ciudadano", es decir en condiciones de representar a Les Blues, sin importar su lugar de nacimiento.
Francia tiene una población cosmopolitana debido a un amplio proceso migratorio desde diversos puntos de África, Medio Oriente y Europa. Hoy, el 14 por ciento de la población es nacida en el extranjero, tal como informó Eurostat en enero de 2019. A este grupo es posible sumar a los hijos de migrantes nacidos en suelo galo. Por eso, el fútbol necesita herramientas burocráticas que le permitan ampliar la base de posibilidades para la construcción de un seleccionado de élite. El centro también es clave en este punto. Y el salto de calidad del combinado nacional tiene una de sus principales razones en esa decisión política. El caso de Zinedine Zidane, hijo de argelinos y uno de los mejores jugadores franceses de todos los tiempos, es un caso testigo muy claro.
En los centros formativos, el éxito no solo reside en mejorar las aptitudes y los dotes de los futbolistas, sino que también se trabaja en el aspecto mental, algo invisible pero cada vez más importante. La generación de una comunión entre compañeros a temprana edad, la asunción de una rutina y la lenta construcción de un sentido de pertenencia hacen que los jugadores con ascendencia extranjera, o nacidos en otros puntos del globo, terminen eligiendo defender al seleccionado francés.
Son contados los casos en los que los futbolistas optan por defender otra patria, como Medhi Benatia, que eligió a Marruecos, o Hannibal Mejbri, que se decidió por Túnez, ambos con pasado en Clairefontaine. Otros casos resonantes son Kalidou Koulibaly, quien optó por Senegal, y Pierre Aubameyang, quien decidió jugar para Gabón.
La abrumadora mayoría de los futbolistas que pasan por estos centros no solo elige a Francia por el nivel futbolístico del seleccionado o la importancia y la posibilidad de ganar títulos, sino también por el trabajo de formación identitaria que allí se hace. Incluso sabiendo que es más difícil la posibilidad de ser considerado o tener minutos en el once, siempre compuesto por figuras de primer nivel.
Ejemplifiquemos con nombres y nacionalidad de origen. Hablamos de jugadores clave como: Patrick Vieira (Senegal), Marcel Desailly (Ghana), Lilian Thuram (Guadalupe), Paul Pogba (padres guineanos), Kylian Mbappé (hijo de cameruneses), N'Golo Kanté (ascendencia malí), Blaise Matuidi (padre angoleño y madre congoleña). Hay varios otros, que comparten no solo la diversidad de sus orígenes, sino su elección por defender a Francia.
Hay un patrón que se repite en cada uno de los títulos conseguidos desde 1998, tanto juveniles como de mayores: la mitad del plantel (en mayor o menor medida), es fruto de los cambios en la composición social, pero no solo de factores externos. Francia quiso y supo cómo aprovechar esa inmigración a su favor en el plano futbolístico. Y lo hizo exprimiendo al máximo la captación, el desarrollo y el talento de sus jóvenes prospectos. A pesar de que Francia no era un país ignoto en materia futbolística, sin una decisión política como fue la construcción de Clairefontaine en 1988, nada de esto hubiera sido posible.