Rafa Ramos nos cuenta la sexta parte de la historia ficticia de Leovigildo Messi Cano, un extraordinario futbolista que nació en México
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Sábado. Día de futbol. Leovigildo Messi-Cano seguía dormido cuando el barrio ya estaba despierto. La pelota entre los brazos y él en posición fetal. Era la mejor alquimia para su organismo, mientras podían encontrar un medicamento para esa severa descompensación hormonal que sufría.
Los padres regresaban del tianguis. Había alboroto. Se había corrido la voz de que uno de los promotores más importantes de México estaría en la cancha de laja, tierra y algunas costras de pasto burro. El bullicio en torno al futuro de Lío era general. Hasta el Cura Melo Veloz del templo de San Dimas y San Gestas había ofrecido el rosario del viernes por la tarde por el futuro del chico. Repitan conmigo, dijo el pastor a sus feligreses, en especial a la cofradía de la Vela Perpetua y el Cirio Chorreado: “San Dimas, San Gestas, ayúdennos en estas”.
A regañadientes despertó Lío ante la insistencia de la madre, doña Chela Cano. “Llevas 12 horas dormido”, hijo. “Tienes que desayunar”, le dijo mientras le ofrecía un vaso grande con un licuado hecho con leche bronca, plátano, dos huevos crudos, y miel.
Había entusiasmo entre los jugadores del equipo Las Pulgas y entre sus familiares, porque el patrocinador del equipo, el carnicero don Bonifacio, había prometido una parrillada con diezmillo, criadillas, tripas y chorizo, si le ganaban el Clásico a los Zánganos de la calle Isla Gomera, quienes además eran los líderes del torneo de Polanquito.
Lío entendía poco de semejante jolgorio. Lo suyo era parecer indiferente, hasta que pitaba el árbitro y le entregaban la pelota. Entonces se transformaba. La cara de zarigüeya despistada desaparecía, y adquiría facciones de coyote en celo.
Llegaron a la cancha y la gente lo aclamaba. Le seguían llamando Leíto, a pesar de que su padre ya empezaba a pedir que le llamaran Lío. Era difícil convencerlos, porque se había convertido en la mascota del rumbo. Súbitamente llega una Cybertruck Tesla, y del ostentoso auto desciende Memo Hurtado, con gafas oscuras, esa sonrisa de anuncio de pasta dental y un impecable atuendo, como si su cita fuera en el Country Club para un Máster de Golf. “¿Alguien puede traer del auto unas hieleras con agua y Gatorade para los chicos?”, preguntó al azar. Un par de vecinos se dirigieron al vehículo y bajaron los líquidos.
“Hola, pequeño, cómo estás”, saludó a Lío, quien sólo inclinó la cabeza y se dirigió hacia sus compañeros, haciendo malabares con el balón. “Ve, ve y rómpela”, dijo Hurtado en voz alta, sabiendo que era el centro de atención de algunos vecinos entre las decenas de parroquianos.
De inmediato le arrimaron una incómoda silla playera, que casi se viene abajo cuando se sentó, hasta que un vecino llevó una más sólida, y otros le arrimaban café, cerveza, mezcal, tequila y refrescos, mientras él seguía con una botella de agua natural importada dándole sorbos. Memo Hurtado sabía que era dueño del escenario.
Finalmente comenzó el Clásico de Polanquito. Si el equipo de Las Pulgas ganaba se pondría dos puntos por encima de los Zánganos y se convertiría en el amo del territorio. Si ocurría lo contrario, los insectos de Isla Gomera ya serían campeones. Incluso, había apuestas clandestinas, a pesar de que el cura los increpaba.
Las Pulgas ganan el volado. Silbatazo y el balón de inmediato es entregado a Lío. Su primer adversario buscaba cargar con el botín completo y arrollarlo. Pero el chico toca el balón por entre sus piernas, salta, y elude al primer Miura. Al siguiente le tira un sombrerito y se deshace de dos con una bicicleta. Empezaba el show. Curiosamente, por su cabeza, pasa la reprimenda del profe José Luis Leal: “En equipo”, y al plantarse ante el portero, cede la pelota sobre su izquierda donde aparece Ramirín, un chaval escuálido, lombriciento, porque, decían, se hurgaba la nariz y se tragaba la mercancía. Pero Ramirín no esperaba el regalo que sólo requería empujarlo a la red. Se queda pasmado con el balón en los pies... y lo despojan.
Primer desaliento, porque en el contragolpe, los Zánganos no perdonan y toman ventaja en el marcador. Estupefacción general. Todos acostumbrados a que el mismo Lío montara su ballet y lo culminara en el arco, no entendían esa necesidad de desperdiciar la jugada. De inmediato, Jordi entendió que ocurría.
“¡Eh, Leíto, digo Lío, ven!”, le llamó el padre. “Aquí no hagas lo que te dijo el Profe Leal, aquí haz lo que siempre haces. Si tienes el gol, mételo”.
“Pero es que el profe ese del otro día me dijo que jugara en equipo”, refutó Lío.
“Aquí no, hijo. Tus compañeros no están acostumbrados. Aquí haz lo de siempre, porque si no, pueden perder”, le explicó Jordi. El niño se encogió de hombros. “Estos adultos tan extraños”, pensó y regresó a la cancha.
El partido se fue trabando. Curiosamente ocurrió exactamente lo que había advertido el Profe Leal. Los Zánganos habían montado un cordón en torno a Lío, quien aun así había marcado ya dos goles, uno de penal y otro de tiro libre. Pero el 2-2 favorecía más a los Zánganos a sólo una jornada más de que terminara el torneo.
Memo Hurtado no se quedó quieto. Quiso impactar más aún en el ánimo de la población de la barriada. “¿Puedo hablar con Lío?”, le preguntó al padre, quien asintió. “Lío, Lío, ven”, le gritó el representante con aval de FIFA, pero el niño no entendía quién era ese tipo pomadoso y presumido que, si bien lo había invitado a comer la mejor hamburguesa de su vida y una malteada de chocolate espesa y deliciosa, no tenía nada que ver con el partido, y él no podía distraerse.
“Lío, ven”, le llamó Jordi. Y el pequeño acudió. “Habla con don Memo, seguro tiene un buen consejo”.
Lío, enfadado porque lo distraían del partido, se acercó al promotor, quien se quitó las gafas y le susurró. “Tus compañeros no te van a ayudar, entonces, hazlos que te ayuden. Haz paredes con ellos, rebótales el balón en el cuerpo y ve a recogerlo. Los otros chicos no van a poder detenerte porque no podrán adivinar qué haces”. Curioso que Lío tuvo una sonrisa maliciosa. Ya lo había hecho antes por accidente.
De regreso a la cancha, con apenas unos segundos de juego, Lío toma el balón y de inmediato lo acosan cuatro contrarios. Lío voltea hacia un costado, y le estampa el balón en la panza a un chico regordete, y va por esa pelota dividida, pero provocando confusión en los rivales. Y lo repite con el rostro de Ramirín, quien cae casi noqueado, pero el esférico, en el rebote, aterriza en el área. Por velocidad y viveza, llega primero Lío y cachetea el balón por encima del arquero. 3-2, Las Pulgas, y llega el silbatazo final. Eran líderes y habían ganado el Clásico.
Se desata el carnaval, y precavido, Jordi corre a abrazar y proteger a su hijo, porque todos querían apretujarlo. A Lío lo angustiaba ese fervor en los festejos, y detrás de él llega Memo Hurtado. “Dale las gracias, hijo por el consejo”, le pidió el padre. Lío sólo asintió con la cabeza.
“Vamos a la parrillada, ya está lista, y ahí platicamos más”, dijo Jordi a Hurtado, quien explicó que primero iría al auto por los contratos. “No hay prisa, pero más vale”, comentó.
Después del hartazgo con el asado, el promotor le entrega un sobre manila tamaño oficio a los padres de Lío. “Revísenlo, y fírmenlo si están de acuerdo. ¿Hablan inglés? ¿No? No importa, es exactamente lo mismo, no se preocupen, sólo que necesito registrarlo ante FIFA, y tiene que ser en español y en inglés. La próxima semana paso por los papeles”.
Los padres le dieron las gracias al personaje, quien se ajustaba el gazné de seda, comprado en la Versace de la Rúe de Saint-Honoré en París. Don Bonifacio le dio unos cortes de carne para llevar que terminarían en las panzas de la jauría de mastines italianos de Hurtado, unos feroces Cane Corso. En tanto, el cura le dio sus bendiciones, y el resto de la gente le aplaudió.
Memo Hurtado se subió satisfecho a su Cybertruck Tesla. “Si no hablan inglés, está hecho. Tiro el contrato firmado en español y registro el que está en inglés ante mis abogados. Más fácil de lo que creí”, pensaba, y de inmediato marcó su celular: “Hola Emiliano, te tengo un portento de jugador, es un chiquillo, pero no he visto uno así en México. Es una mezcla de Fernando Bustos, Berna García, Willy Gómez y Cuauhtémoc Blanco. Ya verás los videos. Te veo la próxima semana allá en El Nido de Coaxpa”.
Mientras tanto, ensimismados, el Cura Melo Veloz, don Jordi, doña Chela y un par de mirones más que se decían abogados, revisaban el contrato, pero sólo la versión en español. “Al cabo don Memo dijo que la copia de español era igual a la de inglés”, reflexionó don Bonifacio.