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Buster Olney | Escritor senior de ESPN 5y

Mariano Rivera, elegante por fuera e implacable por dentro

Durante los tiempos de Mariano Rivera como jugador, éste creía como regla general, que no se debía fraternizar con los bateadores rivales. Durante los Juegos de Estrellas, era sumamente cortés con sus compañeros temporales, especialmente los lanzadores, pero no se mostraba realmente dispuesto a compartir con los sluggers.

Rivera, quien se convirtió el pasado martes en el primer jugador elegido de forma unánime al Salón de la Fama por parte de la Asociación de Escritores de Béisbol de Estados Unidos (BBWAA, por sus siglas en inglés), creía que debía mantener sus emociones guardadas, tanto en el éxito como en el fracaso.

Cuando se ganaba, se debía actuar como si fuera el resultado esperado y si se perdía, nunca, jamás se debía permitir a un oponente pensar que habían logrado algo más que el mero hecho de ganar el partido de ese día.

Cuando los Diamondbacks invadieron el terreno para celebrar aquél famoso sencillo de Luis González que selló el destino de la Serie Mundial de 2001 en el Juego 7, Rivera abandonó el campo con el mismo ritmo como lo hizo en los cientos de ocasiones en las cuales aseguraba un salvado y se dirigía hacia el receptor para intercambiar un apretón de manos.

Su expresión realmente nunca cambió a medida que se acercaba al dugout de visitantes o cuando respondía a decenas de preguntas en el clubhouse luego de la conclusión del cotejo. Este era el rostro elegante de Rivera que los aficionados y oponentes conocieron y respetaron.

Sin embargo, todo era una fachada.

Una máscara. Que servía a fin de cubrir al monstruoso e implacable competidor que vivía dentro del diestro panameño. Cuando Rivera sea exaltado oficialmente en el Salón de la Fama este verano, los más grandes toleteros del mundo lo rodearán en el estrado, y si le dan a Mariano el suero de la verdad, ciertamente les dirá que pudo haber dominado a cualquiera de ellos en sus mejores días.

Conocí ese aspecto de Rivera en las cuatro temporadas en las cuales cubrí a los Yankees como reportero para el diario The New York Times. Rivera siempre era, de manera uniforme, sumamente cordial, de risa fácil y en mayor medida, siempre mesurado con sus palabras. Sin embargo, había momentos en los cuales el ambicioso y despiadado antagonista se escapaba de su humanidad.

Rivera lanzó por espacio de 141 entradas en la postemporada, aproximadamente el equivalente de dos temporadas regulares de trabajo para un relevista a tiempo completo y durante todo ese tiempo, permitió el gran total de dos jonrones. Jay Payton de los Mets conectó el segundo de estos batazos de circuito completo, durante la Serie Mundial del 2000, durante el transcurso de un rally que se quedó corto en el Juego 2. Rivera hizo 63 apariciones entre playoffs y Series Mundiales después de ello y no permitió otro.

El primer jonrón tolerado por Rivera en sus 86 partidos de postemporada fue conectado por Sandy Alomar Jr. de los Indios de Cleveland, en un momento clave de los playoffs de 1997. Ese fue el final de la primera campaña de Rivera como cerrador de los Yankees en el cuarto juego de la Serie Divisional de la Liga Americana. En una serie a un máximo de cinco partidos contra los Indians, los Yankees tenían ventaja de dos juegos a uno y en el octavo episodio del Juego 4, estaban adelante en la pizarra 2-1. Cuando el manager Joe Torre llamó a Rivera a la loma, los Yankees estaban a cinco outs de imponerse en la serie.

Durante las primeras temporadas de Rivera como relevista, éste lanzaba cerca de las 95 millas por hora, con una recta que en ocasiones superaba dicha velocidad, en esos días en los cuales algunas pistolas de radar solían emitir números más altos que otras. Con dos outs, el cátcher de los Indians llegó al plato. Rivera envió una recta por las afueras de la zona de strike, a 94 millas por hora y Alomar, quien bateaba a la diestra, la disparó hacia el jardín derecho, con un alto elevado. Paul O’Neill se replegó hacia la pared, cerca de la barda, pensando que podría saltar y así atraparla.

Sin embargo, la pelota voló por encima del guante de O’Neill hacia las manos extendidas de los aficionados sentados en la primera fila. (Pueden ver el jonrón aquí). O’Neill golpeó su guante contra la pista de seguridad, en un momento que podría hacer que el pitcher de los Medias Rojas de Boston Eduardo Rodríguez se sienta un poco mejor por lo que hizo en el Juego 4 de la Serie Mundial del año pasado. Alomar elevó ambos brazos sobre su cabeza, corriendo las bases para anotar la carrera del empate.

Cleveland anotó una vez más en el noveno inning para ganar el encuentro y los Indians se impusieron otra vez en el Juego 5 para así eliminar a los Yankees y uno de los relatos predominantes que merodeó al equipo de Torre en los entrenamientos primaverales del año siguiente era saber si Rivera se recuperaría en lo emocional de semejante fracaso. Muchos cerradores parecen haber perdido su confianza luego de un momento en la postemporada similar al vivido por Rivera, como lo fue el trágico ejemplo de Donnie Moore y otros casos como los de Calvin Schiraldi y Mark Wohlers.

Cuando Rivera hizo su primera aparición en el campamento de los Yankees, se le preguntó con respecto al jonrón de Alomar y cuando los redactores de los medios nacionales hicieron su parada en el campamento de New York, basado en Tampa, en los días subsiguientes, reiteraron la interrogante. En 1998, los Yankees ganaron 64 de sus primeros 84 partidos, enrumbándose así a un total de 114 victorias en la campaña regular. Sin embargo, durante todo el verano, Rivera continuaba escuchando las mismas preguntas y daba las mismas respuestas, siempre de manera cortés.

Los Yankees aseguraron su pase a los playoffs antes de septiembre, dejando así a los columnistas un mes para especular con respecto a la presencia de un posible talón de Aquiles en la súper potencia neoyorquina y, por supuesto, la mayor incertidumbre radicaba en si el cerrador, en su segundo año en el puesto, tendría una crisis de confianza, una vez que el equipo volviera a disputar encuentros importantes en el mes de octubre.

Debo haber escuchado a Rivera responder, pacientemente, a esas preguntas durante una docena de ocasiones, aproximadamente. Luego de reflexionar con respecto a lo consistente de sus respuestas, me detuve frente a su vestuario, un día a finales de temporada.

Yo causé el jonrón de Alomar, me reiteró.

Rivera me explicó. Había lanzado su recta (una de las mejores en esa época en todo el béisbol, cuando una recta a 95 millas por hora no era común) por la esquina de afuera. Alomar, según dijo un Rivera sin ambages, sacó el bate hacia afuera. Alomar conectó el batazo de frente, tal como él lo permitió, pero no fue como si hubiese hecho una fuerte conexión y la pelota apenas cargaba fuerza para avanzar sobre el guante de O’Neill y el muro del jardín derecho.

El poder de ese cuadrangular, según concluyó Rivera, fue generado por el propio Rivera. No por Alomar. En lo que respecta a Rivera, él había creado el jonrón de Alomar. Fue Rivera y no Alomar quien había controlado el momento.

Me aparté, asombrado por su gimnasia mental instintiva que le había ayudado, con un salto mortal, a llegar tan fácilmente a un estado de comodidad emocional.

El jonrón de Alomar terminó siendo el único cuadrangular crucial en postemporada tolerado por Rivera durante toda su carrera. Doscientos setenta y siete bateadores enfrentados en playoffs y Series Mundiales con apenas 11 carreras limpias. Efectividad de 0.70.

Esas cifras son simplemente imposibles, recolectadas gracias a algo más que su capacidad de mover una cutter de forma inusual. Esperamos que el Salón de la Fama pueda conseguir espacio suficiente para inscribir la frase “Ninja mental” en la placa del que puede ser considerado con argumentos como el pelotero con mejor desempeño en postemporada de la historia del béisbol.

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