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Galíndez: revancha en Nueva Orleans

Galínez se redimió en Nueva Orleans. Getty Images

LLEGAMOS A NUEVAS ORLEANS desde diferentes lugares. En mi caso, desde Buenos Aires con una semana entera de anticipación; Oscar Mosteirín, reportero gráfico, desde alguna cobertura anterior, y Alberto Oliva desde Nueva York, en donde era corresponsal de la Editorial Atlántida. Alberto fue enviado por la revista Gente, en mi caso por El Gráfico y Oscar como reportero gráfico para las dos publicaciones.

No era para menos, porque la revancha entre el campeón mundial Mike Rossman y su retador argentino Víctor Galíndez había despertado una gran expectativa.

Fue en Nueva Orleans, el 15 de septiembre de 1978, cuando Galíndez, mal entrenado, había perdido por nocaut técnico ante Mike Rossman, derrochando guapeza y perdiendo sangre, pero lejos de ser el campeón que era.

Esa noche, en el Superdome, Juan Domingo Malvárez sucumbió ante Danny López. Muhammad Ali, a su vez, se consagró el primer campeón mundial pesado en recuperar su corona por tercera vez, ante Leon Spinks ante más de 60 mil personas.

Galíndez volvió a Buenos Aires cargando el estigma de un pésimo entrenamiento. Juan Carlos “Tito” Lectoure lo tuvo que hacer correr en la caldera del Hilton, antes del pesaje, para que diera la categoría. Llegó en pésimas condiciones y solamente su coraje lo mantuvo en pie.

La revancha estuvo rodeada de un escándalo.

Cuando iba a comenzar la pelea -organizada en el Caesars Palace de Las Vegas, el 24 de febrero de 1979-, el único que trepó al ring del Pavillion fue el campeón, Mike Rossman, que se quedó esperando en vano.

Galíndez salió del vestuario y por una puerta lateral se fue a sus habitaciones.

¡Escándalo! La televisión al aire, el gran Howard Cosell, comentarista de lujo, tratando de dar alguna explicación, las 8.900 personas preguntándose qué diablos ocurría... Y en el ring, parado sin saber qué hacer, Mike Rossman.

-Galíndez no va a pelear- explicó Lectoure ante las cámaras de la NBC, que iba a transmitir el combate-, porque la Comisión de Nevada no acepta jurados de la Asociación Mundial de Boxeo. Yo ya advertí que, sin jurados de la AMB, no iba a haber pelea y ya ven: no habrá nada...

Cosell trataba de descifrar el mensaje de Tito a través de la traducción de Alberto Oliva; Bob Arum se tomaba la cabeza y los cientos de aficionados que concurrimos a un cine de Buenos Aires para verla en pantalla gigante, nos fuimos en silencio... Algunos ni siquiera reclamamos el valor de la entrada.

El tiempo diría que como Galindez tampoco estaba bien entrenado para esa revancha, Lectoure apeló al tema de las autoridades AMB para cancelar la pelea, esquivando así una nueva derrota.

Pero ahora estábamos en Nueva Orleans, en el Hyatt Regency. Sí, los jurados y el árbitro serían de la AMB, luego de las negociaciones de Bob Arum con la Comisión Atlética local para que los aceptara. Jesús Celis y Waldemar Schmidt llevarían tarjetas junto al referí Stanley Christoudolou (los mismos oficiales designados por la AMB en la frustrada pelea de Las Vegas).

Llegué a Nueva Orleans una semana antes, para escribir para El Gráfico cómo iba la preparación física. Y todo hacía suponer que esta vez, Galíndez no solamente iba a estar en buena forma, sino que iba a recuperar la corona.

Con Galíndez viajaron su hermanos Roberto y Jorge -ambos, exboxeadores, Roberto siempre fiel escudero de Víctor-, el director técnico Oscar Rodríguez, el preparador físico Nicolás López Yoli, los sparrings Rubén Pardo y Marcos “Kid” Tosto (mediano el primero, peso pesado y cantor de tangos el segundo) y, como no podía ser de otra manera, el doctor Roberto Paladino.

Ulises Barrera la trasmitió por televisión; por radio Splendid, a través de un convenio con El Gráfico, comenté la pelea con los relatos de Ricardo Arias. También estuvieron David Sbarsky (Clarín) y Jorge Mórtola (La Nación).

Juan Femia, gran amigo de Lectoure, se integró al equipo (vivía en Nueva Orleans) entre otros colegas y seguidores.

En el pesaje ya se armó algún revuelo, porque Galíndez, que generalmente era muy introvertido, se sentía muy mal por haber perdido. Además, en esa pelea, según él, Rossman le había pegado cabezazos, codazos y golpes bajos.

-¡Chicken, Chicken!- gritaba Galindez, imitando a su ídolo Ringo Bonavena cuando le decía lo mismo a Alí.

Si los Galíndez eran varios, Rossman tenía lo suyo.

“El Bombardero Judío”, como le decían, se llamaba en realidad Michael Albert De Piano. Su madre sí era judía, y para el padre, de origen italiano, la Estrella de David en el pantalón podía ser una buena manera de atraer fanáticos.

Con su padre, Jimmy, como manager, su hermano Andy en la esquina y Slim Robinson como técnico principal, además del cura heridas Eddie Aliano, también había otros miembros de la familia.

Pocos sabíamos entonces que, cuando Mike era chico, su padre tuvo relación profesional con Oscar Bonavena y que el niño jugaba en las rodillas de Ringo.

Eso era ya pasado: Bonavena había muerto asesinado en 1976, el mismo día en que Galindez logró una victoria inolvidable ante Richie Kates en Sudáfrica.

Ahora estábamos en 1979, con los ánimos caldeados, con las dos familias mirándose de reojo, y con un Galíndez más motivado que nunca. Si la derrota le había traído crueles críticas por su falta de rigor profesional, ahora sí iba a cobrarse todo eso junto.

La pelea tuvo un gran ritmo desde el comienzo, porque Galíndez salió a tirar golpes desde el comienzo. A los 30, sumaba 54 ganadas con 33 nocauts, 7 derrotas y 4 empates. Rossman, siete años más joven, tenía 36 victorias con 23 nocauts, cuatro contrastes y 3 empates.

Era menos vigoroso que Galíndez, pero trabajaba con golpes cortos y precisos. Inspirado por su deseo de desquite y confiado en su buen entrenamiento, el argentino metió una gran presión y cuando ponía a Rossman contra las sogas conectaba golpes muy duros al cuerpo.

El clima caliente de la pelea estalló con toda su furia cuando finalizó el cuarto round. En el calor de la lucha, Galíndez no escuchó la campana y siguió pegando. Cuando llegaron a las esquinas Andy, el hermano de Rossman, cruzó el ring y cargó contra Galíndez. Se fueron todos contra todos. El propio boxeador trató de pegarle a Andy, mientras que Roberto y Jorge aprovecharon para meterse rápido en el ring. Fue un breve escándalo entre los abucheos del público, a favor de Rossman. Pero la pelea ya tenía destino.

Según Rossman, fue a partir del quinto round que se rompió la mano derecha: con el jab únicamente no podía frenar a un Galíndez inspirado y veloz, que metía con facilidad los uppercuts. Cuando terminó el noveno asalto, Rossman llegó al rincón quejándose de dolor. “Así no puedo”, decía. Slim Robinson lo consultó al padre del boxeador. “Si no puede, que no siga, así no puede hacer nada”.

Así que en medio de un caos, Rossman se quedó sentado en su esquina. Galíndez -en otro gesto poco habitual en él- cruzó el ring, gritando y vociferando contra Rossman y otra vez el ring fue un auténtico pandemonio.

El fallo oficial fue abandono a los 3 minutos del noveno.

El referí fue el sudafricano Stanley Christoudolou, el mismo de Galíndez-Kates y que, con los años, sería el tercer hombre en otra pelea de alto nivel emotivo para el boxeo argentino. La noche de Monterrey en la que Jorge Castro, con el rostro desfigurado y lleno de sangre, noqueó a John David Jackson.

Esa misma noche, tomamos un vuelo con Oliva rumbo a Nueva York. En mi caso, tenía que despachar el comentario, a través del télex de The Associated Press, con oficinas en el Rockefeller Center, sobre la Quinta Avenida.

Antes de salir del hotel pasé por la habitación de los Rossman, porque muchos no creíamos en la lesión. Me atendió el hermano y me permitió pasar. Rossman, abatido, me mostró la mano vendada y su padre me tendió un frasco con pastillas, para que anotara el nombre de la farmacia donde las habían comprado, con un gesto de bronca. “Me costó 75 dólares”, murmuró.

Cuando salí, saludé a Andy.

-Discúlpenos a todos. Estábamos nerviosos y encima perdimos el campeonato mundial- dijo.

Los vuelos no esperan. Llegamos a tiempo al aeropuerto y cuando el avión empezó a carretear, todavía excitados con todo el trajín, con la victoria, con las notas a escribir, nos miramos con Oliva y sonriendo coincidimos en algo, una vez más.

-Cuando pasen los años, podremos decir “Yo estuve allí”.