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Pelé sacó el '10' del anonimato

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Pelé, pura emoción con un premio que no tenía (2:01)

ESPN Brasil homenajeó a O Rei con un Balón de Oro en 2016. "No lo tenía", contó, entre lágrimas, el crack brasileño. (2:01)

LOS ÁNGELES — Pelé ha muerto. Y no, el futbol no está de luto, acaso el universo humano, humanoide y humanizado sí lo estará. Porque hay quien entiende la eternidad como un infinito, y hay quien entiende la eternidad como un sombrío fin de quincena. Vivir y sobrevivir no es lo mismo.

Pero, el futbol no estará de liuto porque mientras el futbol exista, mientras una pelota rebote en algún callejón, un estadio encienda sus lámparas, un mocoso apague las luces de su cuarto y encienda las candilejas de su imaginación, soñándose en Maracaná, Wembley, el Azteca o Lusail, mientras eso ocurra, el futbol y Pelé seguirán con vida.

Pelé inventó el “10”. Antes de él, el 10 era un número más. Pelé sacó el “10” del anonimato. Lo convirtió de un trámite en una condecoración, en un privilegio, en un honor, en una insignia, en un emblema, en el rango supremo en una cancha de futbol. General de generales. El 10, antes de Pelé, era un acrónimo de lo infinitesimal, y él lo convirtió en un acrónimo del infinito, como calidad de futbolista. Con Pelé, el 10 se convirtió en la excelencia en el diccionario irrefutable del futbol. Después de su “10”, no cualquiera puede vestir el 10.

Pelé ha muerto. Tres palabras, tres Jules Rimet, Tres Corazones, su cuna, que hoy tiene menos habitantes que los que tuvo el Estadio Azteca aquel sublime 21 de junio de 1970, cuando asumió el trono absoluto de O‘Rei.

Pelé ha muerto. Pero, ya se sabe, muere el que desaparece, el que se olvida, el que no deja legado ni huella ni memorias, ni lecciones ni potestades. Muere el que se va con las manos vacías y el ataúd lleno, y Pelé se ha ido con las manos llenas y el ataúd vacío; muere el que sólo merece una lápida y un epitafio de catálogo, pero sobrevive, revive, el que hace de su historia una leyenda sin punto final, sino con puntos suspensivos. La inmortalidad no cabe en una biblioteca, porque es un archivo abierto con páginas en blanco ansiosas de relatos.

Pelé ha muerto. Con toda la humildad de los seres humanos, cuando, el alguna vez poderoso organismo, simplemente se colapsa, caduca, claudica. Fue perfecto ese cuerpo atlético en su momento: letal con ambas piernas, invencible por arriba, hombre de área y también francotirador infalible. Como buen brasileño era un tahúr con el balón: caños, rabonas, amagues, recortes, taconazos. De cada artificio hizo un suplicio: chilenas, tijeras, raspaditas, y sólo dejó de ejecutar la “Folha Seca”, porque su creador, Didí, se los prohibió a él y a Garrincha, al menos con la selección brasileña.

Pelé ha muerto. Y a Pelé no se le compara, no se le somete a raseros, ni se pone a contraluz con paralelismos de otros genios. Porque O’Rei –diría Perogrullo--, es O’Rei. ¿Fue mejor él o Garrincha? ¿Y Maradona? ¿Y Messi? ¿Y Cruyff? La realidad es que tenía lo mejor de todos ellos. Universos distintos, desafíos distintos, antagonismos distintos. Cierto, aquel espécimen, aquel organismo que obedecía a la perfección muscular de una pantera negra, hoy, con alimentación, tecnología, entrenamientos, y equipamiento de última codificación, sería un prodigio universal verlo jugar. Pero aquel fue su tiempo.

Pelé ha muerto. Y después de sobrevivir a tantos atentados en la cancha. En los Mundiales de Chile e Inglaterra, lo echaron los carniceros con mentalidad de petimetres. Edson había aprendido a ser juez y verdugo de sus agresores. Dejó varias fracturas de tibia y peroné en su recorrido. No tenía más remedio. Era la Ley de la Selva, porque los árbitros complacían y prohijaban la cacería contra él. Entonces, Pelé, ante la primera agresión de mala fe, amonestaba; a la segunda, amenazaba, y sus compañeros advertían al torvo tipo cebado de su sangre; a la tercera, tiraba el anzuelo, dejaba correr la pelota y clavaba la guillotina en la pierna que buscaba nuevamente su propia tibia y peroné. El crujido era dantesco. En canchas sin ley, él impartía la legítima ley de la defensa propia.

Pelé ha muerto. Y no hay epitafio posible. Su legado urge un mausoleo, y entre Eurípides, Dante, Disney, Rulfo y Borges que escriban su obituario, porque detrás de la tragedia, hay un universo feliz que prevalece en las memorias, y necesita de la narrativa entre la gloria, el misterio, los renglones torcidos y la poesía, para defender con el ábaco generoso si fueron más de mil goles o si sólo fueron 775 los que marcó en su carrera; y para contextualizar la relevancia de haber ganado tres copas del mundo, cierto, una de ellas, la de Chile’82, toda cortesía de otro monstruo, Garrincha. El único futbolista que lo consiguió, y el primero de dos brasileños de conseguirlo: el otro es Mario Lobo Zagallo, sumando sus gestas como futbolista y técnico. “Mientras estuvimos juntos, Brasil ganó todo”, le dijo una vez Pelé a Zagallo.

Pelé ha muerto. Y hay una viuda inconsolable, que nunca pudo desposarlo ni poseerlo: Europa. Desde Suecia 1958, los clubes del continente trataron de firmarlo. El gobierno de Brasil lo declaró patrimonio de la Nación, y para ello fortaleció financieramente al club Santos y al jugador, de manera que su salida quedara bloqueada. “Varias veces pude ir a jugar al Real Madrid o al Milan”, reveló Edson. Ciertamente Europa sufrió y disfrutó de él. Cuando encararon a sus mejores clubes, Santos y Pelé casi siempre salieron vencedores, como aquella final de la Copa Intercontinental ante el Milan de Italia en 1963.

Pelé ha muerto. Gracias por todo O’Rei. Gracias, por tanto. Gracias por más de ese millar de goles, que organismos apócrifos de la apócrifa FIFA, han considerado apócrifos.

Y gracias por el “10”. Gracias, porque sólo así Diego Armando Maradona, el D10s de los argentinos, y L10nel Messi, pudieron agregarse a la pléyade exquisita y exclusiva de tu grandeza.