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Josema Giménez: Rebelde con causa

El defensor volvió a sumarse al grupo de la Celeste, tras haner sufrido una lesión muscular. EFE

Espíritu rebelde y carácter fuerte, dos sellos de identidad de José María Giménez que si bien le trajeron algún dolor de cabeza dentro del campo le sirvieron para afrontar la situación más complicada de su vida y que casi lo lleva a abandonar la carrera.

A las 17 horas en punto estoy en la puerta de la Ciudad Deportiva del Atlético de Madrid, a la espera de que me autoricen el ingreso. Pocos minutos después, llega el jefe de prensa del club y me lleva a la sala de conferencia. Los jugadores recién terminaron de entrenar, se bañarán y luego saldrán hacia la concentración.

Desde que se inauguró el Wanda Metropolitano, el Atlético cambió el hotel donde el plantel concentra la noche previa al partido. Antes dormían en uno cerca del Vicente Calderón y ahora lo hacen en uno que queda a metros del nuevo estadio. Hacia allí partirán a esperar el derbi del día siguiente frente al Real Madrid. Los jugadores hacen el trayecto de la Ciudad Deportiva hasta el hotel en sus autos particulares, aunque hay un ómnibus a disposición que es el que carga toda la utilería del equipo. Ese mismo ómnibus los traslada al Wanda Metropolitano el día del partido y los devuelve al hotel una vez que finaliza.

Giménez llega a la sala de conferencias sonriente, peinado con gel y el pelo parado, y vestido de forma llamativa. Tiene unos pantalones negros babucha, una remera de un equipo de béisbol estadounidense y una campera aviadora verde en la que destacan apliques de la figura de un león, una calavera, una boca con los labios pintados de rojo y una gran M. --

Josema siempre tuvo carácter fuerte y espíritu rebelde. En la cancha y fuera de ella. Y en el camino a la Primera de Danubio lo demostró. Sin embargo, tuvo la lucidez de modificar a tiempo y de aprender de sus errores para que su esencia lo potenciara en vez de perjudicarlo.

Llegó a los juveniles de Danubio desde Toledo, su ciudad natal. Y su ascenso fue meteórico. Debutó en Primera en noviembre de 2012, a los 17 años. Apenas cinco meses después ya era futbolista del Atlético de Madrid. Firmó contrato y se fue a jugar el Mundial Sub-20 de Turquía, donde Uruguay fue vicecampeón y Giménez brilló. Un mes después, el técnico de la selección mayor, Óscar Tabárez, lo incluyó en la lista para las Eliminatorias y en setiembre de 2013 fue titular en la zaga uruguaya frente a Colombia en el Estadio Centenario.

En menos de un año pasó de las formativas de su club a jugar en el Atlético Madrid y en la selección nacional.

Al repasar su vertiginosa carrera, Giménez no lo duda: “Si alguien me lo contaba no lo creía, sinceramente. Me sonaba imposible. Fue todo muy rápido, muy pero muy rápido. Empiezo a jugar en Danubio, luego me venden aquí. Aparte de que me vendieron aquí, ya estaba yendo a la selección sub-20. Jugué un Mundial juvenil divino en el que se llegó muy lejos. Le competimos a la Francia de Pogba, de todos esos jugadores, increíble. Y estuvimos a punto de ganar, perdimos la final por penales, pero fue una experiencia única. Ese Mundial dejó a muchos a la vista del Maestro y del proceso de la selección. Y creo que a partir del famoso proceso es que se me dio la oportunidad de que, en una lista en que había muchos amonestados para la selección, me citaran y pudiera ir”. Tabárez incluyó a Giménez en la convocatoria para los partidos de las Eliminatorias para Brasil ante Perú y Colombia, ya que Sebastián Coates estaba lesionado y tanto Diego Godín como Diego Lugano estaban amonestados.

Un día, Giménez terminó el entrenamiento con el Atlético y se encontró con una llamada perdida de un número que no tenía agendado. Contestó con un mensaje de texto en el que preguntaba quién era. De inmediato lo volvieron a llamar desde el mismo número. Atendió al instante. Del otro lado de la línea, Mario Rebollo le anunciaba que estaba reservado. El jugador no podía creerlo. Cortó la llamada y lo primero que hizo fue abrazar a su padre, que lo había acompañado al entrenamiento. En ese momento a Josema le vinieron a su cabeza flashes de su vida deportiva, de cuando abusaba de sus condiciones, de cuando creía que solo por ser bueno podía llegar a destacarse, de cuando no tenía incorporada la cultura del sacrificio. “Cuando tenía 14 años y estaba en Danubio, el técnico era Gustavo Machaín, con quien hoy en día tengo una gran relación. En una práctica, al final, nos mandan a dar una vuelta trotando al complejo de Danubio. Era una vuelta muy larga y yo la hice caminando por creerme vivo, porque estaba enojado. Cuando llego caminando, el profe Horacio Brito, no me olvido más, me dice: ‘José, da otra vuelta’. Di la vuelta solo y me fui a bañar. Y cuando me termino de bañar, recaliente, Macha me dijo: ‘Te voy a decir una cosa. Vos sos bueno, pero mirá que hay compañeros tuyos que también son muy buenos’. Me dejó pensando, ¿qué me quiso decir? Muy bueno en la escuela siempre era mejor que bueno, entonces quiso decir que hay mejores que yo. Me fui, recaliente, de vuelta. Me acuerdo de que llamé a mi representante de ese momento, le dije ‘no vengo más’ y corté”. El futbolista estaba convencido de abandonar y, al otro día, a pesar de que su padre le insistió para que fuera, Josema no concurrió a la práctica. Pero esa noche, después de una conversación mano a mano, su padre lo convenció de volver. “Mi padre era la única persona que me hacía entrar en razón. Me dijo que pidiera disculpas, y lo hice”. A la mañana siguiente, haciéndole caso a su padre, Josema fue a la zona de los entrenadores y golpeó la puerta. El DT Machaín no estaba, pero sí Brito, que lo hizo pasar. “Le dije al profe: ‘Vengo a pedirle disculpas porque siento que hice mal las cosas, la verdad, siento que les tomé el pelo’. En eso llega Machaín que siempre acostumbraba tener un chupetín en la boca, y hace un gesto como diciendo ‘mirá quién está acá’. Entonces el profe Horacio le dice: ‘Quiere decirte algo’. ‘¿Qué pasó?’, me dice Macha con el chupetín en la boca. ‘Vengo a pedirle disculpas porque le tomé el pelo’. Él se saca el chupetín de la boca, lo tira contra el piso y me dice: ‘Me tomaste el pelo, sí, pero no me lo tomaste el día de la práctica, me lo tomaste ayer, por no venir’. Y empezó el sermón. Chiquitito me dejó, un pichí me encajó”.

Giménez confiesa que era “era el típico que decía ‘ah, no, no corro’, y no corría. Rebelde way, el nene”. Su adolescencia conflictiva repercutía en el liceo y en Danubio. No le iba bien en ninguno de los dos lugares. Sus ganas de llevarse el mundo por delante le impedían darse cuenta de la oportunidad que tenía delante de sus ojos. Recuerda esos tiempos que se levantaba rebelde y no entraba en razones salvo cuando le hablaba su padre.

Un par de años después de la anécdota con Machaín, Josema fue a decirle a Daniel “Abuelo” Martínez, su técnico en ese momento, que se quería ir de Danubio a un equipo que quedara más cerca de su casa. Su plan era ir a Cerrito. “Me acuerdo que el Abuelo estaba fumando, no me olvido más de ese gesto. Sacó el cigarro de la boca, sin hablarme, lo tiró al piso igual que hizo Machaín dos años antes, lo pisó, me agarró el hombro, me sentó y me dijo: ‘Sentate, José. A ver, amigo —cuando decía amigo ya sabía que estaba caliente—, ¿de qué me estás hablando?’. Y empezó a hablarme”. La charla fue “muy profunda” y duró cerca de media hora. Lo que sucedió fue tan inesperado como conmovedor. Josema admitió que se quería cambiar de club a uno más cercano a Toledo porque el viático no le alcanzaba para cubrir el traslado en transporte público hasta Danubio. “Yo te empiezo a llevar todos los días”, fue la respuesta del técnico. Y lo hizo. Martínez, que vivía por Gral. Flores y Carreras Nacionales, lo llevaba después de cada entrenamiento hasta Belloni y Gral. Flores, para que el juvenil pudiera tomarse un solo ómnibus, el de la empresa Casanova para ir a Toledo.

“Todos los días terminaba la práctica, me duchaba y él me llevaba. A partir de ahí empecé a hacer las cosas bien”.

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Giménez se sienta en una silla plegable a un costado de la sala de prensa. Me acomodo enfrente, enciendo el grabador y lo dejo arriba de una larga mesa cerca de donde estamos.

La idea es mantener una charla más que hacerle una nota, que él se pueda explayar sobre los temas que toquemos. La conversación transcurre fluida, pero sin salirse de los temas de fútbol. Hasta que le comento que, mientras preparaba la entrevista, gente de Danubio me contó que cuando fue a firmar su primer contrato llevó a su hermana embarazada y que en el club quedaron sorprendidos con el orgullo que hablaba de ella y de su sobrino.

El lenguaje corporal de Giménez se modifica por completo. El significado de su postura y de sus gestos permite anticipar que está por contar algo importante. Se desprende la campera, se la saca y la cuelga en el respaldo, se remanga la remera y se adelanta en la silla. Me mira de cerca, con sus ojos clavados en los míos. Y habla.

“En mi vida pasaron muchas cosas, muchas situaciones que me marcaron, pero sin duda la que más me marcó fue el día que me enteré de que mi hermana estaba embarazada. Porque ella tenía 14 años, era algo jodido, y yo sinceramente ganaba un sueldo corto en Danubio, todavía no tenía contrato ahí, me pagaba mi representante, me daba plata para ayudar a mi familia. Fue un día único, inolvidable. Recuerdo ese día entero, desde que me levanté hasta que me acosté a dormir”.

Danubio estaba en pretemporada y la rutina de Josema la marcaba los entrenamientos de su equipo. “Me levanté temprano, fui a entrenar, volví a casa y a media tarde me voy para la plaza de Toledo a tomar mate con los amigos. Estaba ahí, y en eso viene mi hermana con una amiga. Yo no notaba lo que mis amigos me querían decir, y en un momento un amigo, Matías, me dice de frente: ‘Jose, sabés que tu hermana está embarazada, ¿no?’. Y yo no podía creerlo. Me dice: ‘¿No viste la pancita que tiene?’. Y le dije que no podía ser. La miro y ella se va, me esquivaba. Se fue, y desde ahí, sentado en la plaza, llamo a mi mamá y le digo: ‘Mama, decime la verdad, ¿Agustina está embarazada?’, y me dice: ‘¡Ay, no, José, ¿qué decís?, ¿cómo vas a decir eso?!’. Corté, seguí tomando mate tranquilo, pero ya con la duda en la cabeza. Y a los pocos minutos suena el teléfono, llamada de mamá. Ya la veía venir. Me dice: ‘Y si estuviera, ¿qué pasaría?’. Recuerdo que corté, dejé el teléfono arriba del banco en la plaza, todas mis cosas quedaron ahí y arranqué para mi casa”.

Josema llegó a su casa. Su padre le pedía desesperado que se calmara, su madre lloraba, sus amigos lo trataban de agarrar. “Se me nubló la vista, quería empezar a pelearme con todo el mundo. Estaba loco, estaba mal de la cabeza. Soy una persona que evita los problemas, soy incapaz de pelearme con alguien, pero cuando se me nubla la vista no veo nada. Salí corriendo a buscar al padre del hijo de mi hermana, no lo encontré; por cierto. Me acuerdo de darle una patada a una piedra gigante que me dejó los dedos del pie arruinados”.

Josema volvió a su casa y se metió en el cuarto. Trató de calmarse, pero el esfuerzo fue en vano. Salió del cuarto llorando. Sus padres, sentados uno al lado del otro en el living, también lloraban. Su hermana no estaba, esperaba en la casa de una amiga. “Lo miro a los ojos a mi papá y les digo: ‘Papá y mamá, Agustina va a tener este bebé, y el que se va a hacer cargo voy a ser yo’. Y mi padre se levantó llorando, me dio un abrazo. Yo tenía 17 años. ‘De ese gurí me voy a hacer cargo yo’, le repetí”. Él estaba decidido a hacerlo, y no tenía más remedio que salir a buscar trabajo. “En ese momento en Danubio yo no ganaba un sueldo, te voy a decir la verdad, ganaba 6.000 pesos, que era lo que me daban porque estaba en Tercera División, y me daba para los viáticos y un poco más”.

Cuando se pudo tranquilizar mínimamente, a eso de las seis de la tarde, llamó a Martín Papasán, el hermano de su representante. “Le dije ‘Laga’, porque yo le digo Lagarto y ellos me dicen a mí Lagarto o Nervios, ‘voy a dejar el fútbol, a partir de mañana voy a buscar laburo’. Él pensaba que era un chiste, y me dijo ‘¡¿Qué decís?! ¡No!’”. Sus representantes estaban en Salto, pero alquilaron una avioneta y volvieron a Montevideo. Y de ahí directo a Toledo.

“Llegaron y me dijeron: ‘Lagarto, vos quedate tranquilo que nosotros te vamos a apoyar’, y me empezaron a dar lo que era el sueldo mínimo en Danubio. Esos detalles uno los recuerda”.

Al otro día, Agustina volvió a su casa para ver a su hermano. “Nos dimos un abrazo llorando. Y ahí, no me olvido más, mi papá me había regalado un somier de dos plazas para mi cumpleaños y desde ese día mi hermana durmió siempre conmigo, al lado, en mi cama. Y me acuerdo de todos los días hablarle a Franquito en la panza de mi hermana”.

Meses después, Giménez entró en la sede de Danubio junto a su hermana para firmar “un buen contrato” con el equipo.

Aún hoy, padre de Luciano y Lautaro, Josema añora cada día que Franco esté cerca y escuchar el “Iaio” con el que su sobrino lo llama.

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Uruguay le ganó 2 a 1 a Perú por las Eliminatorias para Brasil 2014. El partido jugado en Lima fue áspero y tanto Diego Lugano como Diego Godín fueron amonestados. Como ambos ya arrastraban una amarilla, quedaron suspendidos para el juego frente a Colombia en el Estadio. Tabárez tampoco podía contar con Martín Cáceres, sustituido por lesión a falta de 10 minutos para terminar el partido, ni con Sebastián Coates. La selección retornó a Montevideo y se concentró en el Complejo Uruguay Celeste. Si bien en la lista inicial solo Andrés Scotti y Giménez eran zagueros Tabárez convocó a Gastón Silva y Emiliano Velázquez, ambos compañeros de Josema en la sub-20. Pero en la primera práctica de cara al partido frente a Colombia, Lugano se le acercó a Giménez: “Preparate, preparate bien, mirá a Scotti, mirá cómo apronta el partido”. Josema no entendió, o no quiso entender, por qué el capitán le había dicho eso. “Era un gurí. En mi cabeza yo pensaba que me podía concentrar, pero no que iba a jugar. No sabía qué hacer, estaba perdido”.

Su mamá y su esposa Regina le decían que él iba a jugar. Pero Giménez pensaba que eso no iba a ocurrir.

Faltaban dos días para el partido y en el entrenamiento Tabárez iba a parar el equipo. Terminado el calentamiento, el técnico se le acercó a Giménez, lo apartó unos metros y le dijo: “Mirá, no me gusta poner nervioso a nadie, pero va a ser un lindo partido, vas a jugar. Lo único que te digo es que disfrutes y hagas lo que sabés”.

Ahí fue cuando Giménez supo que iba a debutar con la mayor. En el Centenario, ante Colombia, en un partido decisivo para clasificar al Mundial. Llamó a su mamá y se lo contó. También le pidió que le avisara a su padre, que estaba en España, porque se había olvidado del número.

Desde que Tabárez se lo comunicó hasta que empezó el partido, transcurrieron dos días que para Giménez fueron “los que pasaron más lento” de su vida y en los que tuvo a Lugano pegado como una estampita.

“Fue una situación rara, porque por un lado cada segundo era una hora pero por otro yo no caía. Juro que no me di cuenta de todo lo que estaba en juego en ese partido. Si no, la hubiese pasado mal. Pero en ese momento no me daba cuenta en qué situación y dónde estaba”.

El martes 10 de setiembre de 2013, la selección partió desde la concentración hacia el Estadio tres horas antes del partido. Giménez se acomodó en un asiento, se puso música en los auriculares y tuvo la intención de abstraerse de la gente que saludaba el paso del plantel. Al llegar al Centenario, se bajó del ómnibus y se metió rápido para el camarín.

Cuando la selección salió a reconocer el campo de juego, él caminó hacia la Colombes y recibió una ovación. No podía creerlo. Enseguida se acercó Lugano para decirle que no mirara a las tribunas. El capitán estuvo a su lado todo el día, le habló, lo aconsejó, lo tranquilizó y le dio su camiseta para que debutara con la selección. Giménez creía que iba a jugar con la número 6 pero en el vestuario, cuando se fue a vestir para salir a calentar, se enteró que jugaría con la número 2 por expreso pedido de Lugano.

El pibe que hacía un año ni siquiera había debutado en Primera División saldría con la Celeste número 2 de Lugano a jugar, ante 50.000 uruguayos, un partido decisivo para clasificar al Mundial.

Giménez encabezó la fila por el túnel rumbo al campo. Al llegar a las escaleras se frenó, esperó a sus compañeros y comenzó a estirar. Detrás de él estaba Cavani, quien lo abrazó y le habló al oído. Después se juntaron todos a escuchar la arenga de Scotti: “En este barco estamos hace años. Y para llegar a la meta tenemos que estar todos juntos. Los que estamos adentro y los que hoy están afuera. Así que con todo. Los quiero bien prendiditos. Vamo’ Uruguay carajo”.

Josema entró a la cancha con una ansiedad fuera de lo común, se acomodó como pudo en la fila para cantar el himno y se le puso la piel de gallina mientras el Estadio lo entonaba. Después corrió a su puesto, se abrazó con Scotti y Muslera y empezó a jugar.

Iban dos minutos de juego cuando entró en acción. Radamel Falcao, la estrella colombiana, fue a buscar una pelota larga por la América y el zaguero se tiró a barrer y cortar. No logró sacarla, pero se levantó de inmediato y fue de nuevo por su adversario. Cuando Falcao se desprendió del balón, Giménez lo golpeó con dureza. Como si lo necesitara para su moral, para marcar la cancha. A partir de ese momento se afianzó en el campo y jugó un partido impecable. Lució sólido, concentrado, intenso y se complementó a la perfección con Andrés Scotti, el otro central del equipo. Uruguay ganó 2 a 0 con goles de Edinson Cavani y Gastón Ramírez y encarriló su clasificación al Mundial.

Cuando terminó el partido, el plantel quedó liberado. Josema se fue a su casa a comer un asado en familia y a disfrutar de lo que había vivido. “Recién después de que llegué a mi casa caí en lo que había pasado. En ese entonces no sabía bien qué significaba ese triunfo. Cuando me di cuenta de que era la llave para el Mundial…”.

Al otro día se levantó temprano. Ya sabía lo que haría antes de volver a España. Tomó un taxi y se fue a una galería en 18 de julio, donde el tatuador Nacho Debia le tatuó en su antebrazo derecho: “10 de setiembre 2013”.

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Del libro Nuestra generación dorada, escrito por Diego Muñoz y publicado publicado por Aguilar en mayo de 2018.