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Alexis, 'Chicote' y tantos otros, no los culpéis, perdonadlos... ¡son futbolistas!

No los culpe, perdónelos, son futbolistas, un animal diferente. Algunos de ellos comprometidos para hacer historia. Otros, compungidos, resignados sólo para ser historia. Algunos sobreviven al frenesí y el caos jubiloso que provocan, otros lo llevan como responsorio fúnebre y como epitafio de su efímera carrera.


LOS ÁNGELES -- Dicho está: el futbolista es un animal diferente. Algo debió ocurrir en el cruce de especies animales en el Arca de Noé. O algún cromosoma se escapó en los escarceos de fecundidad entre Adán, Eva y la serpiente, a la sombra del Árbol de la Vida en el Edén.

Porque sí, porque el futbolista es un ente bendecido y condenado… a la misma vez. Destinado, paradójicamente, a la sublimación atlética y lúdica del ser humano, puede ser, también, inquilino roñoso de todos los pecados. Con la misma boca que besa el Cielo, es capaz de besar las suelas y los suelos del infierno.

El futbolista es un animal distinto. En general. Es el hijo prodigio y el hijo pródigo de su propia parábola. Entre la posibilidad de tanta fama y tanto castigo, sólo tiene un arma, el discernimiento. Y como ser humano, al final, elige el placer inmediato antes que la burocracia mojigata del razonamiento y la abstinencia. Los excesos hoy, la frugalidad, mañana.

La copa, la tentación en falda corta y escote largo, la música, la noche, todo eso es hoy, es el ahora. Lo demás, la fascinación de los 90 minutos, la cancha, los títulos, los contratos, los mundiales, son lujos que se conjugan bajo la audacia perezosa del verbo posponer. El hedonista, el sibarita es el día a día. El héroe, el paladín de ansiedades ajenas, ése, ése puede esperar. Procrastina hoy, aunque te castren mañana.

Ningún ser humano está preparado para ser un futbolista. A veces, incluso, ni aquel que además goza de la exquisitez con el balón, o del que, por accidente, por gracia natural o porque en su vida anterior era un potencial asesino en serie, y cambió las vidas humanas por la caricia a la red.

¿Qué ser humano puede absorber, asimilar, procesar, catalizar el poderosísimo orfeón, decibélica y diabólicamente trepidante de un estadio con 100 mil volcanes crepitando lava de ofrenda y admiración desde la tribuna?

Ningún ser humano merece tanto fervor ni tanto castigo. Ningún ser humano merece tanto bálsamo ni tanta brevedad del mismo. Y ocurre en cualquier dimensión que sea, en la dimensión desconocida de una barriada o en los más ostentosos estadios de futbol. La vida tiene altares en cada esquina.

Reitero: si Cristo no pudo renunciar a ser Dios, ¿qué se puede esperar de los hombres?

Imagínese. Cierre los ojos. 124 mil almas entonces en el Estadio Azteca. Bufidos, alaridos, y rostros contorsionados, distorsionados, entre la carcajada eterna y el llanto. El ombligo de la gloria, y ahí, Pelé dando la vuelta olímpica con un sombrero charro. O el Diego, con los despojos alemanes a sus pies, y otros 124 mil, 16 años después, en la misma escenografía, en la misma parafernalia instantánea a instintiva.

¿Cómo vivir después de ello, vivir con ello, y a pesar de ello? ¿Quién enseña a esos once ungidos divinamente a sobrevivir después de recorrer por unos segundos la pasarela, a veces fortaleza y a veces inhóspita, por donde sólo danzan los semidioses?

¿Cómo explicarles a todos ellos que el escritor colombiano Fernando Vallejo tiene razón: “La gloria es una estatua en la que se cagan las palomas”?

¿Son, muchos, seres desprotegidos? Garrincha, “la alegría del pueblo”, le dio a Brasil dos Copas del Mundo y terminó muerto en la calle, en el anonimato, asfixiado por su propio vómito, y la saña del alcoholismo. Él, del que muchos afirman que era superior a Pelé.

¿De qué sustancia está hecho Lionel Messi? ¿Y Cristiano Ronaldo? Tipos que hoy, en la universalidad de la televisión y el “streaming”, no exaltaron o exaltan sólo a la congregación delirante de un estadio, sino a seres humanos apoltronados ante una gigantesca pantalla o una tembleque televisión sostenida sobre una piedra y con una antena retorcida de gancho para la ropa, desde una tribu del Amazonas, o desde la selva chiapaneca o desde “las más altas cumbres del majestuoso Aconcagua”, narraría Alberto Cortez en Liturgia Huarpe.

Ambos, Leo y Cristiano, han convertido el universo en un campo de batalla, de batalla personal, y hacia el resto de sus entornos. El primero, con sus facultades innatas, cuando finiquita su obra, silencia el estadio y abraza a la familia, y seguramente, volverá a leerles a sus hijos el único libro que él confiesa ha leído en su vida: Totorito. El segundo hace lo mismo: familia y además, la veneración de su propio adonis, de su propio narciso, para perfeccionar lo que físicamente ya parece perfecto para jugar al futbol.

No debe ser fácil vivir en ese indecoroso mundo, decorado de fantasías inimaginables. Y a ellos no escaparon ni Pelé ni el Diego. Ya se le narró aquí, cómo un día antes de enfrentar a Inglaterra en el Mundial de 1970, tras una prolongada fuga amorosa, Edson Arantes do Nascimento estampó un Ford Falcon contra un muro del hotel Suites Caribe en Guadalajara. Y las andanzas de Maradona están más que documentadas.

Ronaldinho no llegó a entrar a esa élite porque, en desenfreno absoluto, lasciva y sediciosamente, se ordenó como obispo de los Siete Pecados Capitales. Y como él, un escaño debajo, hubo tantos: George Best, Edmundo, Mágico González, Éric Cantoná o un fuera de serie como Andy van der Meyde.

¿Cómo vivir así, disponiendo de todo, de manera inmediata, derrochando, día a día, el placer en la breve caducidad de una hoja de calendario? Peca hoy y arrepiéntete en el sagrado tabernáculo del estadio.

Insisto: cierre los ojos, imagínese Usted, simple mortal, con el estruendo de 100 mil almas, repiqueteando, reverberando, in crescendo, repitiendo su nombre. ¿Cómo sobrevivir a ello? Porque, si Cristo no pudo renunciar a ser Dios…

Vayamos a la romería del futbol mexicano. Sobran militantes de la concupiscencia, émulos fallidos de todos los citados anteriormente. Sólo ha habido un tipo que llegaba de los burdeles a la cancha de entrenamiento. Alcoholizado a veces y con olor a Evas de alquiler, pero nadie, absolutamente nadie, podrá recriminar a Cuauhtémoc que no aceptara que le quemaran los pies de compromiso en la cancha. En giras por Estados Unidos, con América o el Tri, El Temo Blanco tenía siempre una camioneta que se convertía en el tálamo rodante de todas sus urgencias. Y al día siguiente, salía a ser el mejor en la cancha.

Pero, también están los otros, los parias, los desarraigados, los que tienen una jornada épica y no sobreviven. O se convierten en parásitos de su propia accidentalidad. Tres golazos de Cristian Calderón a Guillermo Ochoa, y el Chicote se convirtió en la rémora de sus tres accidentes. Alexis Vega, se regodea de unos goles al Atlas y de festejar con el trasero expuesto.

La cavilación de John F. Kennedy es inapelable: “Los grandes hombres sobreviven a una gran derrota, los hombres pequeños no sobreviven a una gran victoria”.

Por eso, insisto, no los culpe, perdónelos, son futbolistas, un animal diferente. Algunos de ellos comprometidos para hacer historia. Otros, compungidos, resignados sólo para ser historia. Algunos sobreviven al frenesí y el caos jubiloso que provocan, otros lo llevan como responsorio fúnebre y como epitafio de su efímera carrera.