BUENOS AIRES -- La inactividad, producto de tres intervenciones quirúrgicas y un talón maltrecho que no encontraba el camino de la rehabilitación, habían generado la duda sobre si ese cuerpo diminuto, esmirriado, que casi no ha sufrido una transformación con el correr de los años, se encontraba apto para salir a un campo de juego. Esos interrogantes se generaban desde afuera, pero también pasaban por la cabeza del propio protagonista.
Avances que al poco tiempo se veían frustrados por el dolor, no hacían otra cosa que generar pesimismo y dudas. En su interior, Pablo Aimar se había juramentado que alguna vez su hijo, ese que no podía creer que su viejo era uno de los emblemas de River y que había hecho vibrar de emoción al estadio Monumental, al cual el niño miraba maravillado cada vez que pasaba por su puerta, iba a tener la posibilidad de verlo salir a la cancha con el equipo y jugar en el verde césped (como decía el gran Ángel Labruna).
Quizás cumplir con ese sueño de padre fue lo que le dio fuerzas para seguir adelante en los malos momentos. Pero existía un condicionante además del tema físico: su autoexigencia. No por ese anhelo iba a permitirse que el hincha lo viese en un estado que pudiese derrumbar su imagen del pasado. En este combo de deseos y convicciones, Aimar fue sintiendo que aquellas durísimas y extenuantes sesiones de kinesiología con Jorge Bombicino estaban reportándole los resultados que tanto había imaginado en sus sueños. La vuelta se avizoraba en el horizonte cercano.
Con el correr de las semanas su talón comenzó a responder. Y esa mejoría se vio potenciada, como es obvio, por ese deseo que fue acumulando desde hacía tanto tiempo. Así fue como empezó a participar en las prácticas de fútbol, luego se animó a jugar un partido con la reserva (en el cual, como un mimo agregado, anotó un gol), hasta que llegó el gran día. Marcelo Gallardo lo incluyó en la lista de concentrados para el partido con Rosario Central. Ahí Aimar, el de la carrera extensa y exitosa, el que se encuentra en el tramo final de su camino futbolístico, volvió a sentirse como el Payasito, como el pibe que llegó desde Río Cuarto lleno de ilusiones. Un pertinaz cosquilleo en el estómago, similar al de la noche previa al 11 de agosto de 1996 cuando iba a debutar en primera división, lo hizo darse cuenta de que ni la experiencia ni la fama pueden manejar la adrenalina que desata el deseo.
El domingo, con toda su familia y amigos ubicados en la platea Belgrano baja, jugó esos veinte minutos que tantas veces había imaginado en su cabeza. En medio de una ovación volvió a ponerse la camiseta de River. Un caño para comenzar la faena, algunas paredes exquisitas y una sonrisa dibujada en su rostro que delataba su felicidad. El primer paso estaba dado. Ahora va por más, por ampliar su gloria, por seguir demostrando que puede pasar el tiempo pero el talento y la magia no se pierden...