La NFL empezó su año con una tragedia y lo terminó con lo que parecía ser la caída de micrófono más enfática
EN LOS ANALES de la interpretación, la National Football League suele recibir los beneficios de la duda más favorables. Es el marco incomparable del ritual y el evento, el único evento hecho para televisión que sirve de vestigio a la época en la cual el televisor era epicentro físico de todas las salas de estar. Por largo tiempo, ha dominado el arte de la visualización secundaria: ver un partido sin que importe mucho qué equipo ganó. Los ingresos monetarios, índices de audiencia y las sorprendentes proyecciones futuras refuerzan la idea de que la NFL es tan indispensable que su unción parece inamovible... y permanente. Es un coloso.
El dominio incuestionable de la NFL es tratado como el resultado de un diseño perfecto, pero mientras repasamos la recientemente concluida temporada número 104 de la liga, con los Kansas City Chiefs alzándose (nuevamente) como campeones, el Super Bowl se reveló como beneficiario de un país dividido... y arquitecto entusiasta de dichas divisiones. Para un deporte que cautiva a la audiencia estadounidense, la NFL no hace nada para distanciarse de las iras y agravio que se han convertido en parte de nuestra identidad.
Quizás no sea la estadística apropiada para hacer una evaluación, pero suele considerarse que el incremento de la popularidad del fútbol americano, a pesar de su violencia, es una evidencia adicional de la imbatibilidad de la NFL. Evidentemente, esa era la percepción generalizada en febrero de 2023 cuando la incertidumbre sobre la salud de Damar Hamlin se cernía durante la totalidad de la fiesta de fin de año.
Un mes antes, el corazón de Hamlin se detuvo cuando sus Buffalo Bills se enfrentaban a los Bengals en Cincinnati. Fueron escenas inolvidables: la ambulancia llegó al terreno. El cuerpo de Hamlin fue amparado para evitar las cámaras de televisión, rodeado de sus compañeros en oración. No estaba claro si Hamlin había perdido la vida, un resultado escalofriante que se consideraba inevitable por varios años. Ya había ocurrido una vez: en 1971, el receptor de los Detroit Lions Chick Hughes colapsó sobre la cancha del Tiger Stadium cuando jugaba contra los Chicago Bears. Los equipos terminaron el partido y Hughes falleció esa misma noche.
Los Chiefs se impusieron a los Philadelphia Eagles en el Super Bowl con mayor audiencia de la historia, mientras que Hamlin logró una recuperación notable. Concedió su primera entrevista desde su paro cardiaco poco antes del partido. Durante el encuentro se sentó al lado del comisionado Roger Goodell. Incluso, casi de inmediato, dio indicios de sus deseos de reanudar su carrera en la NFL.
Todo parecía surrealista: un hombre estuvo a punto de morir en un partido transmitido por televisión a nivel nacional y, al menos según el discurso común, la NFL parecía ser más y más grande, más indetenible que nunca, capaz de reconfigurar su momento existencial para convertirlo en la celebración más conmovedora e inspiradora del año. Como impulso, el mundo deportivo apropiadamente eligió la humanidad por encima de la sobriedad de reconciliarse con la razón del por qué disfrutamos de un deporte mortal.
El tren de la NFL siguió su curso hasta donde nos encontramos ahora; no solo imperturbables por la cantidad de hombres fracturados que se tambalean en rumbo a la carpa azul todos los domingos, sino también gracias a la buena suerte de haber hallado la mina de oro del cruce con el mundo pop: el romance de celebridades entre Travis Kelce y Taylor Swift. Ahora, una oleada de Swifties ven fútbol americano. La actuación musical más importante del mundo, unida al deporte más popular del país. La NFL empezó su año con una tragedia y lo terminó con lo que parecía ser la caída de micrófono más enfática.
¿Y Damar Hamlin? Volvió a los emparrillados, y hasta fue incluido como finalista al Regreso del Año de la NFL. En poco más de un año, la NFL fue restaurada. Esa noche sombría en Cincinnati era una imagen borrosa, convertida en una anomalía, un accidente extraño. Las serpentinas y el confeti no tienen memoria. Los Chiefs eran campeones una vez más, el pase de anotación de Patrick Mahomes para ganar el partido tenía menos de 15 minutos antes de que empezara a hablar sobre el camino hacia un triplete sin precedentes. El último Super Bowl superó el récord del año pasado: un promedio de 123,7 millones de televidentes, el programa de televisión más visto de la historia de Estados Unidos. Todo está perdonado. Y olvidado.
¿O NO? Es conveniente fetichizar el poder de la NFL como el monumento más reciente a la imbatibilidad empresarial, por glorificar el capitalismo desatado como pasatiempo estadounidense. Este año, un comercial de 30 segundos en el Super Bowl costó un récord de $7 millones de dólares, un incremento de aproximadamente 55% con respecto a 2019. El béisbol de Grandes Ligas evitaba programar partidos de Serie Mundial los domingos, porque los índices de audiencia confesaban una verdad dolorosa: los estadounidenses preferían ver un fin de semana anónimo de temporada regular de fútbol americano en vez del campeonato del béisbol mayor. La ostentación del músculo de la NFL es omnipresente. En un mundo con cientos de canales e intereses públicos aislados, el Super Bowl es ostensiblemente el último acontecimiento galvanizador en Estados Unidos, en el cual todos ven lo mismo.
Como “ir a la guerra con una corporación que tiene a 20 millones de personas que ansían probar su producto todas las semanas”. Ese fue el famoso diálogo del actor Albert Brooks sobre la todopoderosa NFL en la cinta “Concussion” (“La verdad oculta”), estrenada en 2015. “La NFL es dueña de un día de la semana”.
La NFL lo tiene todo (y ciertamente, no tiene parangón en lo cultural ni lo económico). Sin embargo, en vez de galvanizar al público, la liga permitió convertirse en el escenario de las peores características del país cuya cultura popular domina. Puede que el público no se esconda de los riesgos asociados con el colapso en la cancha de Hamlin, pero sí se acerca a la lamentable misoginia dirigida a Taylor Swift, la omnipresente guerra retórica y metafórica, y el persistente e incómodo nacionalismo presente en la venta del deporte, tan constante como la genialidad de Patrick Mahomes.
Si la NFL va a asumir su sitial como líder cultural del entretenimiento estadounidense (lo que hace constantemente al referirse a las audiencias televisivas que ésta atrae), puede entonces guiar a Estados Unidos para alejarlo de sus impulsos más oscuros y divisivos. Por el contrario, se maneja entre ellos.
La llegada de Swift fue el golpe de relaciones públicas más afortunado. Estados Unidos se regodea en el dinero y el poder, en ser “hecha a sí misma”, y devora a sus celebridades con todo gusto. La relación Swift-Kelce mostró que la NFL había vuelto a encontrar petróleo. Así lo demostraron las cifras, al igual que la conversación. Los Swifties (muchos recién llegados a la NFL) alentaban a los Chiefs y se preguntaban que podía significar “receptor inelegible” cuando todas las jugadas arrancan con 22 tipos chocando entre ellos.
¿Y qué hizo la NFL con este momento? Quedarse quieta. Una inactividad que le añadió gasolina a una guerra cultural que no hará más que intensificarse durante un año electoral. Los políticos conservadores se desataron contra Swift, posiblemente por su potencial para llegar a los votantes; y contra Kelce, por su apoyo a la vacunación contra el COVID. Sin importar que los ataques fueran de partes externas o socios tangenciales o formales, la NFL no hizo mucho para desvincularse de esos temas feos. Una nueva demográfica de jóvenes aficionados ahora le prestaba atención al fútbol americano... y cierto segmento del deporte no quería la presencia de mujeres. Una victoria fácil, debilitada y estropeada por la misoginia.
La NFL ha necesitado a las mujeres. Necesitó a las mujeres después de que sus hombres se quitaron sus propias vidas y la visibilidad cada vez mayor de las lesiones cerebrales traumáticas hizo que las madres se pensaran si permitían que sus bebés podían jugar fútbol americano. Después de pasar varios años negando que tenía una crisis de traumas cerebrales, la maquinaria de relaciones públicas de la liga actuó de forma distinta, apelando a las madres de todo el mundo para decirles que el fútbol americano también les pertenecía. La liga llegó a gastar millones de dólares para financiar investigaciones sobre las consecuencias de las contusiones en el cerebro humano. Sin embargo, a medida que empezaba a disminuir la publicidad alrededor de la crisis, ¿qué hizo la NFL? Buscó agresivamente un acuerdo extrajudicial sobre contusiones y lesiones cerebrales traumáticas para sus exjugadores que, si bien les pagaba miles de millones de dólares, también conllevaba una fea realidad: que no todos están asegurados ni cuidados. El diario The Washington Post informó en enero pasado que la NFL “rutinariamente no entrega dinero ni atención médica a exjugadores que sufren de demencia y encefalopatía traumática crónica”, ahorrando a la liga “miles de millones de dólares, si no más”.
Al fútbol americano le importaba la seguridad de los niños, y también le importaba la salud de sus damas. Al inicio, la liga se asoció con el gigante de la lucha contra el cáncer mamario Susan G. Komen Foundation, y poco después empezó a vender mercancía rosa. Sus jugadores vistieron guayos de color rosa, en homenaje a las madres, hermanas y novias de todos. El fútbol americano ha hecho alardes para cultivar su audiencia femenina... hasta la llegada de Swift, y más mujeres y niñas tenían razones para acercarse al fútbol americano en sus propios términos, por sus propias razones, con sus motivos de atracción.
Durante la rueda de prensa anual del Super Bowl, Goodell elogió las habilidades de Swift para el entretenimiento y organizar un megaespectáculo. Reconoció su influencia para atraer nuevas audiencias a este deporte, pero no se refirió al elefante en la habitación: la misoginia que ha acompañado su llegada al escenario de la NFL. Quizás Goodell cree que no hay nada que pueda hacer sobre las cadenas de televisión, socios de transmisiones televisivas, medios y aficionados que han tomado lo que debería ser un momento de triunfo para reducirlo a la Batalla de los Sexos (o algo peor). Pero él sabe que no es así.
Las quejas son muy vacías. Después del Super Bowl X, cuando el choque entre Steelers y Cowboys catapultó al fútbol americano hasta convertirlo en parte del folklore de Estados Unidos, el Super Bowl solo ha sido parcialmente cuestión de fútbol americano, un deporte que comparte el escenario con los comerciales, fiestas, familiares y amigos. Los “aficionados de verdad” siempre han tenido presente que el Super Bowl casi les pertenece. Puede que la diversión esté en las apuestas, el fútbol de fantasía o el show de medio tiempo, pero ningún otro deporte ha dominado mejor que el fútbol americano venderse sin importar el juego en sí. Por si fuera poco, durante la segunda mitad del partido Chiefs-49ers, la cadena CBS hizo un barrido de cámaras con todas las celebridades asistentes, desde Jeff Goldblum hasta Jay-Z y Beyoncé, y el mundo no hizo implosión.
TÉCNICAMENTE HABLANDO, Estados Unidos ya no está en guerra contra nadie, excepto consigo misma. Han pasado casi 25 años del 11 de septiembre. Osama bin Laden está muerto desde 2011. Se acabó la guerra de Irak. Se acabó la guerra en Afganistán. Sin embargo, todos los domingos la NFL sigue imponiendo el militarismo a sus televidentes y jugadores. Antes del Super Bowl, CBS mostró la obligatoria base militar en suelo extranjero (Corea del Sur) y la banda de la Armada del “distrito militar de Washington, D.C.” Veintidós años y medio después del 11-S, otros deportes se han alejado discretamente de las temáticas nacionalistas... excepto el fútbol americano, donde la guerra es para siempre. Los estudiantes universitarios que se graduarán esta primavera no habían nacido cuando cayeron las Torres Gemelas; sin embargo, la NFL sigue navegando en el mar de “nosotros contra ellos”.
Por supuesto que, “nosotros contra ellos” también ha significado “Negro contra blanco” durante los últimos doce años, a pesar de que más del 43% de los miembros activos del servicio militar estadounidense son personas de color, y el 71% de los jugadores de la NFL son de raza negra. Hace mucho tiempo que se dejaron de arrodillar. Colin Kaepernick no ha jugado una sola oportunidad en siete años (ha pasado más tiempo fuera de la NFL que como jugador activo); sin embargo, la liga sigue mercadeando su deporte entre banderas y sobrevuelos aéreos, no solo para rendir tributo al personal militar que sirve en el extranjero, sino también para mantener un prolongado y ruidoso halago a los ciudadanos de raza blanca ofendidos por Trayvon Martin, Ferguson, Kaepernick y el empoderamiemto Negro, como señal de reconocimiento de quiénes son estadounidenses de verdad y quiénes no... y quiere consolarlos, especialmente en un año electoral.
La NFL, el comisionado y los 32 dueños de equipo llevan años alentando la división: acabando y acosando las carreras de muchos jugadores Negros que protestaron en contra de la violencia policial contra ciudadanos estadounidenses. Hasta los eslóganes inspiradores pintados en las zonas de anotación de la NFL (It takes all of us y End Racism) es una respuesta a su culpabilidad, por no reconocerlo hasta que Estados Unidos vio cómo un oficial de policía de Minneapolis asesinaba a un hombre Negro en cámara lenta. Esto también llevó a la liga a donar más de $250 millones a grupos dedicados a la justicia social, pero cuando los jugadores Negros se atrevieron a hablar, el mensaje de la NFL era que no quería inmiscuir la política en su producto... Sin embargo, es un deporte fuertemente afectado por la política. Al menos los Negros se han callado.
LA IMBATIBILIDAD TIENE otro nombre: fatiga. La NFL se beneficia de un periodo de letargo, un ritual fácil en un país cansado de sí mismo, sin ideas, ni herramientas ni disposición para emprender la dura tarea de la reinvención. Hasta el segundo intento de un partido de tochito en el fin de semana del Pro Bowl como una alternativa más segura y peculiar al antiguo Pro Bowl (como reconocimiento de que quizás hay que darle un cambio a este espectáculo rompe huesos) empezó con las mismas reliquias gastadas de la década de 1960: una bandera de Estados Unidos extendida a tres cuartas partes de la cancha, militares en el escenario para el himno nacional y, como toque final, el sobrevuelo de helicópteros de transporte.
Helicópteros de transporte. Para una partida de tochito.
Si ésta es la imbatibilidad (no estar a la altura de las obligaciones económicas y morales que se deben a los jugadores que enriquecen a todo el mundo a expensas de sus cuerpos y futuro sustento, y permitir que tu deporte sea el escenario de una guerra cultural eterna), quizás todos nos beneficiaríamos de cierta vulnerabilidad. Con un poco de valor, la NFL podría mirar hacia el futuro, liderar realmente a la cultura popular que tanto se enorgullece de dominar, y darse cuenta de lo que debería ser obvio: No temer a un nuevo libro de jugadas. El dinero seguirá presente.