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Tom Brady, sus inicios y su ascenso a la inmortalidad de la NFL

Se dice fácil después de verlo jugar en su noveno Super Bowl, levantar su sexto Vince Lombardi, alcanzar la gloria de la NFL una vez más. Pero no siempre fue así para el mariscal de campo de los New England Patriots. Hoy lo reconocemos como la imagen de la liga deportiva más importante de los Estados Unidos y parece que mientras más se repite la frase de “el mejor de todos los tiempos” nos olvidamos cada vez un poco más de su nada brillante origen. Por eso, es fundamental hacer la pregunta: ¿Quién es Tom Brady?

Thomas Edward Patrick Brady Jr. nació un 3 de agosto de 1977 en San Mateo, California. El hijo más joven de cuatro y el único varón. Tres hermanas mayores le precedieron en su hogar y desde aquellos años su confianza destacaba del resto. Según la nota “Historia de un niño llamado Tom Brady” del New York Daily News, mientras cursaba el noveno grado, cansado de que sus hermanas siempre fueran las protagonistas por ser mayores (y mejores en los deportes que él), Tom escribió una nota para su madre: “Ya no seré ‘el hermano pequeño de mi hermana Maureen’. Algún día mi nombre será muy conocido”. Se podría decir que fue ahí cuando inició el camino del que hoy es el jugador más ganador en la historia moderna del futbol americano, pero hay una anécdota quizá más importante de sus primeros años de vida.

Como todo buen chico americano, los emparrillados formaron parte de su infancia. Su padre, Tom Brady Sr., le inculcó el amor por este deporte desde que comenzó a dar sus primeros pasos y él, siendo un niño tímido californiano, no tenía dudas sobre la figura que sería la base de su idolatría: Joe Montana. El pequeño Tom, con tan sólo tres años de edad estaba sentado junto a toda su familia en una de las cabeceras del Candlestick Park durante el Juego de Campeonato de la Conferencia Nacional de 1981. Un partido icónico entre sus amados San Francisco 49ers y los Dallas Cowboys. El juego tomó tintes históricos cuando faltando 58 segundos para su final, en una tercera oportunidad y tres yardas por avanzar, Montana logró escaparse de la presión y encontrar a su ala cerrada, Dwight Clark, justo en la zona de anotación frente a la que Tom presenciaba acompañado de sus padres.

Esa atrapada, conocida por siempre como ‘The Catch’, valió un boleto para el primer Super Bowl de la franquicia, disparó la dinastía de los 49ers en los 80’s y convirtió en leyenda a Joe. Pero quizá su efecto más significativo fue el que causó en ese chico de tres años. Esa noche, como si fuera una cita con el destino, el amor por la NFL lo encontró de manera tan efectiva como Montana a Clark. Esa noche algo cambió en él. Esa noche sí podemos decir, fue cuando comenzó su camino.

Sin embargo, la única arma que tenía a su disposición era la fe permanente en sí mismo. Nunca fue el más rápido, el más fuerte, el más alto, nunca fue el mejor. Nunca, nunca, nunca. Por mucha pasión que profesara por el juego, era imposible ocultar las limitaciones que toda su vida le impidieron ser tomado verdaderamente en cuenta para ser el líder de un equipo. Durante su estancia en la preparatoria de Junior Sierra, en su natal California, estuvo relegado a ser el quarterback suplente. Su oportunidad llegó simplemente porque el titular perdió el interés por el deporte y dejó de practicarlo. Tom consiguió dos años con el primer equipo con números sólidos, pero no espectaculares, aunque lo suficientes para llamar la atención de apenas un puñado de reclutadores de universidades. A la par de su naciente carrera en el futbol americano, Brady llamó la atención por sus buenas condiciones como ‘catcher’ en el equipo de beisbol de su escuela. Todos lo alentaron a seguir el camino de la pelota caliente, lo veían como un iniciador exitoso en la Ligas Mayores, pero él tenía otros planes. Decidió seguir el camino de las tacleadas; una elección acertada, aunque parecería errónea durante su etapa universitaria.

Dentro de las universidades que preguntaron por Tom, el joven mariscal escogió representar a los Michigan Wolverines. Sobre todo, porque, en palabras de su padre, “si su carrera como atleta no funcionaba, todos querían que al menos consiguiera un buen título de una universidad prestigiosa para asegurar su futuro”. Sus primeros tres años de elegibilidad los pasó a la sombra del titular Brian Griese, hijo del mítico QB Bob Griese, aquél que fue bicampeón con los Miami Dolphins en 1971 y 1972, el líder ofensivo del único equipo que ha sido campeón invicto en la era del Super Bowl. Era una obviedad que el lugar de Brady estaba en la banca, esperando por una ligera chance.

Su cuarto año comenzó. Brian Griese se marchó a la NFL y Tom pensó que el puesto titular quedaba libre para que él lo tomara. No fue así. Los scouts de Michigan llevaron al equipo a un prospecto que atrajo los reflectores por todo el país. Un joven llamado Drew Henson. Llegó como “el atleta más dotado que ha pisado la institución”, según lo describía su entrenador en jefe Lloyd Carr. Un talento de dos deportes. Brillante para el béisbol y el americano por igual. Otra vez le arrebataban a Brady su oportunidad, pero Tom no se rindió. Le hizo saber a su entrenador sobre la incomodidad que sentía por la decisión y fue entonces cuando Carr decidió que Henson comenzaría los partidos y Brady tomaría los controles para el tercer cuarto. De esa manera, rotó a sus mariscales los primeros partidos de la temporada 1998, hasta que el hoy QB de los Patriots lo convenció de nombrarlo a él como titular indiscutible.

La campaña 1999 fue la última como jugador universitario para Tom Brady. Un año que terminó con la victoria de sus Wolverines en el Orange Bowl ante el Alabama Crimson Tide. Fue nombrado MVP de la temporada, era capitán del equipo, se despedía como campeón. Creyó entonces que por fin era reconocido por todo el trabajo hecho, que su lugar en la NFL estaba asegurado. Con esa confianza entró en el Draft del año 2000, pensando que tenía el talento para ser seleccionado en la segunda o tercera ronda, quizá por sus amados 49ers (quienes buscaban un mariscal de campo en ese Draft). Su fe no fue recompensada.

Todos conocen lo que pasó entonces. Fue hasta la sexta ronda cuando lo seleccionaron. 198 jugadores obtuvieron equipo antes que él, entre ellos seis mariscales de campo: Chad Pennington, Giovanni Carmazzi (seleccionado por 49ers. Nunca jugó en temporada regular), Chris Redman, Tee Martin, Marc Bulger y Spergon Wynn. Los nombres que lo seguirán durante toda su carrera. El estigma de haber sido despreciado por tanto tiempo durante este Draft nunca lo ha abandonado y hasta el día de hoy, él lo describe como uno de los días más tristes de su vida.

Llegó entonces a los Patriots, un equipo en reestructura, con un nuevo entrenador (Bill Belichick), pero lo más importante: Una franquicia que ya contaba con tres QBs en su roster, que acababa de firmar a su titular, Drew Bledsoe, con el que fue en su momento el contrato más jugoso de la historia de la NFL (10 años y más de 100 millones de dólares). Pese a todo esto, su confianza nunca se vio mermada. El día que conoció a Robert Kraft, dueño de los Patriots, Tom le preguntó si lo reconocía, a lo que Kraft le contestó que sí, que era Kyle Brady (un ala cerrada que en ese entonces jugaba en los Jacksonville Jaguars). De manera educada, Tom lo corrigió, se presentó como el nuevo mariscal de campo de su equipo, una selección de sexta ronda de Draft y “la mejor decisión que los Patriots hicieron en su historia”. En aquél momento, el dueño probablemente pensó que era solamente otro jugador engreído, con exceso de confianza, que seguramente no terminaría por quedarse en el roster definitivo, pero esas palabras se convertirían en una obsesión para Brady.

Su temporada de novato la pasó en la banca. Aprendiendo lo más que pudo de Blesoe. Entendiendo que su puesto era ser el tercer QB del equipo. Su vida cambiaría para siempre en su segundo año con New England. Luego de no clasificar a playoffs en el 2000, la campaña de 2001 comenzó peor. Derrota en la semana uno ante Cincinnati Bengals, Semana 2 suspendida por los atentados del 11 de septiembre; la Semana 3 le tenía deparado algo especial.

Partido en casa contra sus rivales divisionales, los New York Jets, Bledsoe salió lesionado por un fuerte golpe del apoyador Mo Lewis. La oportunidad por la que Brady trabajó toda su vida se le presentó en ese momento. Él sabía que la ventana era pequeña que, si la desaprovechaba, nunca se abriría otra. Tomó su chance y nunca la volvió a soltar. Aquella temporada, lideró a los Patriots a su primera victoria de Super Bowl. Contra los St. Louis Rams, contra el gran favorito, contra toda la historia de su vida. El resto es historia. Seis anillos de Super Bowl, récords acumulados, el más ganador de la historia, el mejor de todos los tiempos.

Ser un Tom Brady no significa necesariamente triunfar en el deporte. Significa ser más que tus limitaciones, significa pelear por tus objetivos, aunque todos te digan que no se puede, significa no rendirte nunca, aunque nadie crea en ti, significa eso y mucho más.

En esta era de las glorias deportivas, de cuerpos diseñados para la grandeza como el de Michael Phelps, de atletas superdotados como Usain Bolt, de portentos físicos como LeBron James, de jugadores tocados por la magia como Lionel Messi, Tom Brady se destacó de entre todos ellos. Y lo hizo sin ser el más rápido, el más fuerte, sin ser el mejor. Nunca, nunca, nunca. Porque el hambre pudo más, porque el deseo le ganó a las críticas, porque el sí le ganó al no, porque luchó, trabajó y venció a figuras más capaces que él. Por eso, todos podemos ser Tom Brady.