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¿La emancipación o la esclavitud eterna de Lionel Messi?

DOHA -- La emancipación de Lionel Messi. La liberación de Lionel Messi. O la esclavitud eterna de Lionel Messi.

Este domingo, ante Francia, Leo determinará su propio destino. La brújula, la Rosa de los Vientos, está en sus manos. ¿Será ese domicilio el paraninfo al lado de Pelé y de Maradona? ¿O será recluirse ahí, en ese sombrío y a la vez luminoso nicho de ser el máximo virtuoso con el balón en los tiempos modernos, pero con las manos vacías de la gloria mundialista?

Ocurra lo que ocurra en el Juicio Final de Qatar 2022, Messi encontrará, finalmente, la emancipación absoluta y generosa de ponerse a salvo de las comparaciones. Esos odiosos y bipolares y perversos capataces que a veces enaltecen y a veces someten.

Sea que irrumpa en ese anfiteatro restringido exclusivamente para Edson y el Diego, o sea que inaugure ese andamio, esa plataforma intermedia entre las leyendas inmortales, y los mortales de faenas gloriosas, él, Leo, disfrutará de la quietud absoluta y de las memorias estridentes a la vez, de sus propias jornadas irrepetibles.

Cierto, Messi ha montado un paraíso en su vida. Vive aislado, como un ermitaño mediático, lo cual es un privilegio en estos tiempos, cuando cualquier ser humano activa las redes sociales antes que asomarse al cuarto de los hijos, para saber que están bien, o antes de encender la cafetera, para bendecir con su aroma el nuevo día.

Messi, lo ha confesado, tiene dos universos perfectos de la felicidad: la cancha de futbol y Disneylandia, y más el segundo porque lo vive a plenitud en la alegría, tan ajena y tan suya, de sus propios hijos. ¿El resto? Actividades banales, necesarias, primarias, casi primitivas.

Huye de confusiones y de personas confusas. El drama del burofax y de la evasión de impuestos, y tantos otros bichos, sólo le provocaron contradicción, por errores puntuales de su familia, que maneja los negocios.

Queda claro que no se sumerge en diarios y revistas, ni en dimes y diretes, ni sabe de hashtags o de tendencias. El mismo Leo confiesa que sólo ha leído dos libros, uno sobre la vida de Maradona, y otro, las aventuras de Topito, el libro infantil favorito de su prole.

Cuando este domingo, todos los signos y simpatías del universo se confabulen para que Argentina sea campeón del Mundial de Qatar, vendrá sin duda esa emancipación, esa liberación de Messi. Lo más maravilloso de ello es que está mejor preparado que nunca para vivirlo, para disfrutarlo, para estremecerse con ello.

Esté pendiente porque este domingo, si Argentina es campeón, será un momento histórico, irrepetible, inédito, brutal.

¿Por qué? Porque en la cancha, porque en un escenario de futbol dentro o fuera de la cancha, ¿ha visto usted llorar a Lionel Messi, pero, llorar de felicidad, llorar pleno, llorar con el alma atiborrada de sensaciones y sentimientos, llorar de desahogo, llorar de ese júbilo del triunfador, del que ve su misión cumplida, del que se convierte, finalmente, en el profeta brutal de un pueblo, en la catarsis urgida y urgente de una nación que ve sanar su espíritu, aunque le convulsione el cuerpo?

Tal vez sea la primera y la única vez que esto ocurra, que Messi llore públicamente de felicidad, en el epicentro majestuoso, esa casa gigantesca de cristal que es una Final de una Copa del Mundo. Porque este mismo tipo, este mismo ser humano, no es capaz de concebir plenamente esa capacidad maravillosa que tiene de fusionar geografías, etnias, credos, naciones, colores, lenguas, con la simple pureza de un balón.

Este domingo puede ocurrir que la colosal Torre de Babel que es el futbol, que es un mundial, ofrende a la humanidad la primera palabra mágica del esperanto, de ese esperanto omnipresente, de esa lengua universal: “Messi”.

Porque a Lionel se le ha visto compungido, roto, lloroso, doliente, mustio de dolor y frustración. Se le vio así cuando se despidió del Barcelona o al perder finales de Copa América y Copa del Mundo.

Sí, este domingo con Francia como la cofradía involuntaria de su sanación, Messi puede encontrar la emancipación absoluta. Tras el ósculo a la Copa FIFA, y los besos imponentes a su esposa y a sus hijos, Lionel se habrá emancipado, se habrá liberado. Este moderno Prometeo, creador de un fuego nuevo, reventará las cadenas tras desafiar a los dioses ocultos y a los demonios expuestos en el futbol.

Porque está listo para ese momento. Ya no se esconde. Ni baja la mirada. Ni se recluye en el santuario de sus dudas y divagaciones. Hoy encara, confronta, reta, y hasta inmortaliza una frase inconexa, inconsecuente: “¿Qué mirás bobo? ¡Anda pa’llá!”. Nunca una declaración de guerra había sido tan carente de malicia, de encono, de furia. Engendra más ternura que violencia. Es una frase hurtada a Disney más que a Game of Thrones. Pero es él, un tipo que puede decir sandeces y se convierten y sobreviven como un clásico.

Tendrá, finalmente, ese pasaporte deificado, divino, inmortal, ése, el de levantar una Copa del Mundo, que no debería ser un requisito para considerarlo el mejor del mundo, pero que parece, en ese avieso y perverso cosmos de las comparaciones, imprescindible, para que, finalmente Edson y Diego, Pelé y Maradona, desempolven el último sitio vacío en la Capilla Sixtina de la Santísima Trinidad del Futbol.