Tú elegirás cuál es la mejor selección de la historia, pero antes tenemos que definir cuál avanza en la segunda llave. En la primera semifinal se enfrentaron España 2010 y Holanda 1974. Y en la segunda semifinal la Brasil de Pelé de 1970 disputa ante la Argentina de Maradona de 1986 un lugar en la final. A continuación Rafa Ramos a la Albiceleste, campeona del mundo en México '86.
LOS ÁNGELES -- “Hambre, hambre de ganar todo”. Era Diego Armando Maradona, debajo de esa cabellera rizada, mientras unos 50 medios lo escoltábamos de la Casa Club del América a la cancha de entrenamiento, entre empujones de reporteros, fotógrafos y camarógrafos.
Sin saberlo, El Pelusa definiría a esa Argentina hecha a su medida, y que llevaría a la Albiceleste --por segunda vez--, a ese santuario glorioso de los campeones del mundo.
Era ese el primer entrenamiento de Argentina en Coapa. La filosofía perfumada era de Jorge Valdano. La declaratoria de guerra era de Diego, en tiempos en los que los jugadores hablaban de todo con todos.
Estructurada, texturizada, concebida bajo un perfil muy distinto a la de su antecesora campeona, la de 1978, ahora con el sello de Carlos Salvador Bilardo, y los estigmas que eso implicaba, ha sido una de las dos mejores selecciones mundialistas campeonas de la historia.
Un equipo todo músculo y con un robusto chaparrón que engendraba genialidades a cada minuto en cada partido. Embelesaba tanto Diego el futbol que hasta embellecía las habilidades rudimentarias de sus escuderos. Con rústicos orfebres construía su Capilla Sixtina, ese, al que paganamente, ya deificaban como D10S del futbol.
Y Argentina agradaba, seducía. Era un equipo guapo para meterse a los trompones y trompicones con los italianos y los uruguayos, para poner de rodillas a Inglaterra y a una sorpresiva Bélgica, con la dosis de la personificación del nuevo futbolista perfecto, con la 10 albiceleste.
Argentina había llegado al Mundial de México sin generar más ilusiones que la presencia de Maradona. Había jugado ante Perú el decisivo de la eliminatoria, precisamente tras perder ante los incas por 1-0. Necesitaba un empate en Buenos Aires.
A nueve minutos del final, sufriendo, Passarella baja con el pecho, dispara, rebota en el poste y Gareca empuja. 2-2. La Albiceleste clasificaba con taquicardias y Perú al repechaje.
Irónico, ni Passarella ni Gareca aparecerían en el Mundial de 1986. El primero acudió, pero no jugó. Los héroes de la clasificación a marginados del torneo.
Con broncas con Bilardo, Passarella arguye que se intoxicó en México, pero tirando puyas contra el médico Raúl Madero. El Káiser aseguraría después que estuvo tan enfermo que perdió ocho kilos.
Gareca, harto de presiones en Argentina, y cierto desdén de Bilardo, emigró por una fortuna a Colombia, y cedió en la pelea en beneficio de Pasculli, Borghi y Almirón.
Aún así, la Albiceleste seguía teniendo al Diego. No sólo el mejor jugador del mundo en ese momento, sino un caudillo genuino. Voz de mando absoluta.
Pero había un tribunal supremo: la cancha. Ciudad Universitaria. Abarrotado. Y Diego se apodera la escena. Corea del Sur es una jauría, rabiosa, despiadada. Una veintena de faltas sobre el mismo hombre. El árbitro español Sánchez Arminio parecía solazarse: sólo dos amarillas a los asiáticos.
El concierto de Maradona lo coronan Valdano, con dos anotaciones, y Ruggeri, quien al lado de Brown hacía olvidar a Passarella.
En puerta, una revancha que terminaría inconclusa: Italia. De la Ciudad de México a Puebla. Fresca estaba la cacería sobre Diego en el Mundial de 1982, martirizado las poco gentiles caricias de Gentile.
Italia puso doble candado y doble asedio sobre Maradona, quien empata en el 1-1 final. Y sin mucha congoja, después, 2-0 sobre Bulgaria. Lo mejor de Argentina se asomaba.
Primero, Uruguay. Ahí estaba Enzo Francéscoli, un crack, elegante, pieza de artillería mortal, pero dentro de una generación empobrecida. Fue una batalla de UFC, legitimada por el silbante italiano Agnolin. Pasculli respondía a la fe de Bilardo con el 1-0 de la diferencia.
Y después la jornada de encumbramiento de Diego: Inglaterra. 22 de junio. Estadio Azteca. “Sólo podemos ganar”, había dicho Maradona antes del juego con sangre en la mirada. Las Malvinas era un tema del que no se hablaba, pero se apersonaba.
El día del Diego ladino, de arrabal, de potrero, de trampa, de astucia. Salta y con el puño gana el balón a Shilton. 1-0. El árbitro tunecino viviría con pesadillas desde ese día. “La Mano de Dios”, diría el bribón de Villa Fiorito.
Pero estaba dispuesto a indemnizar al futbol, a limpiarle el rostro al juego. Y le ofrendó el gol más espectacular en la historia de los mundiales.
Toma en su propia cancha el balón, como desahogo de El Negro Enrique (“Viste el pase que te di, Nene”, diría después el volante de River a Diego). Y embiste. Los soldados de la Reina caían postrándose a sus pies. Una carrera frenética, con el balón enamorado aferrándose a su pie izquierdo.
La escolta de la Reina estaba vencida, entre amagues y recortes, Maradona dejaba sembrados a Hoddle, Reid, Sansom, Butcher y Fenwick, hasta llegar ante Peter Shilton, agigantado en el arco, y rabioso por la burla del 1-0.
Diego le tira un truco. Hamaca el cuerpo hacia la izquierda y serpentea sobre la derecha. Shilton sufre el segundo engaño de ese mediodía. La tribuna es un frenetismo absoluto. Todos de pie, azorados, asombrados, plenos, hasta que Maradona trompicándose empuja el balón. 2-0. Lineker haría el 2-1, sólo para firmar de presente ante la apoteosis maradoniana.
¿Y porqué candidatear a este equipo de sólo un hombre a la mejor selección mundialista? Porque era Maradona, pero también los genios y obreros que le acompañaban: Valdano, Burruchaga, Enrique, Borghi, y todavía en la banca un emblema de Independiente, un genio absoluto, Ricardo Bochini, imposibilitado para jugar por la presencia de Diego.
Ante Bélgica, Argentina era ya plenitud de futbol, y Diego el verdugo. Dos golazos. El primero con el balón a su perfil derecho tuerce inimaginablemente el empeine izquierdo para cruzar el disparo. En el segundo, con vértigo y frenesí, enloquece a los belgas. Penetra al área y arrumba a cuatro maniquís escarlatas, para enseguida vencer a uno de los mejores arqueros de la historia, Jean Marie Pfaff.
La Final era la cita con la glorificación. Para todos. Porque estaba Alemania, esa, la de Matthaeus, Rummenigge, Briegel, Voeller, Schumacher, Allofs. En la banca, el símbolo Franz Beckenbauer. Y un árbitro brasileño de mala fama con Argentina: Arppi Filho.
La Albiceleste golpeó seco y rápido. El Tata Brown primero y Valdano después, tenían a Argentina 2-0, con un Maradona agobiado por una encarnizada y descarnada persecución alemana.
Belicosos, combatientes, marciales, los teutones sacaron el ADN guerrero. Rummenigge y Voeller, en siete minutos trastocaron la historia, con el Diego maniatado, perseguido, encarcelado.
La tribuna del Estadio Azteca había cambiado de camiseta. El fervor iba hacia los alemanes. Un sentimiento cómplice de hazaña. Pero…
Minuto 84. Finalmente, la eternidad de un segundo. La distancia suicida de un metro. Maradona tiene el balón. Ordena con la mirada a Burruchaga. En ese brevísimo descuido suicida de Alemania, mete el balón entre la cortina teutona, y Burru enfila y define. 3-2.
Premiación, vuelta olímpica y el viaje a Buenos Aires. El doctor Jorge Pérez Teuffer, jefe del control antidopaje del Mundial, revelaría después a este reportero que ningún jugador argentino se presentó al examen obligatorio.
Y si llegó hasta aquí, como bono una anécdota.
El brasileño Zico llegó al Mundial lesionado. Avecindado en Guadalajara, su sede mundialista, el brasileño recibe un mensaje inesperado. Un reportero brasileño le entrega un mensaje. Era Maradona deseándole que se recuperara y que lo desafiaba para jugar la Final del Mundial de México.
Diego recibió una cálida respuesta de Zico, a través del mismo reportero, Oldemario Touguinho. “Todos los futbolistas somos hermanos y este Mundial será mejor con Zico”, explicaría Maradona a este reportero, en la Casa Club del América en Coapa.