"La defensa de Michael está siendo increíblemente permisiva", dijo Tex Winter a Phil Jackson. "Bueno, Tex, necesita al menos un descanso".
Michael Jordan llegó al sexto juego de las Finales de 1998 como la única carta posible para obtener el triunfo. Los Bulls dominaban la eliminatoria 3-2 y una victoria más alcanzaba para conquistar el sexto campeonato de la franquicia. Jordan estaba en los últimos años de su carrera, sus piernas ya no lucían como en el auspicioso año de 1985 y sentía el desgaste de unos playoffs ajetreados, que habían incluido una serie desgastante ante los reñidos Indiana Pacers en las Finales del Este.
Aún así, sólo él parecía ser una amenaza seria ante un equipo de Utah que era, a todas luces, superior a Chicago. El juego del Jazz era bien distribuido y nacía a partir del mejor base de la Liga, John Stockton. Karl Malone era, también, el ala-pivote más dominante de la competencia y juntos formaban un dúo temible, capaz de quebrar a cualquier rival que se ponga enfrente.
Scottie Pippen había llegado al juego 6 lejos de su plenitud física y estaba de milagro dentro de la rotación de los Bulls. Toni Kukoc alternaba noches positivas con problemas recurrentes, Ron Harper se había convertido en un especialista defensivo -Dennis Rodman sólo ejercía con maestría el juego sin balón- y Luc Longley era sólo un parteneire en la zona pintada para un equipo de elite.
En su casa, nada parecía interponerse en el camino del Jazz para forzar un séptimo partido. Como un boxeador que tambalea, el diagnóstico sobre Chicago en las tribunas se sucedía con progresión geométrica: "Es sólo una cuestión de tiempo".
Utah superaba en todo a los Bulls. Profundidad, estatura, juego y también poseía la localía a favor. Sin embargo, Jordan cargaba con la ofensiva de Chicago con una perseverancia jamás vista. Pese a que su entrenador le había pedido que levante el pie del acelerador en defensa -algo inusual para un jugador de esta talla y para una circunstancia tan importante como un sexto juego de unas Finales de NBA-, el cansancio de Jordan era tan preocupante como evidente.
"Fijate Phil, ya no puede tener ningún tipo de elevación. Sus piernas están terminadas", le dijo Winter a Jackson con el marcador igualado en 77, con algo menos de cinco minutos por jugar en Salt Lake City.
Y lo que decía el asistente técnico de Chicago, creador de la ofensiva triangular que años más tarde enriquecería a todos los equipos de Jackson, tenía mucha lógica. El número 23 de los Bulls había sido sometido a doblajes, cambios de defensa sistemáticos y su cuerpo estaba a punto de decir basta. Sin embargo, Utah seguía sin clavar la estocada y eso encendía una chispa de esperanza en el corazón de los fanáticos de los Bulls, que en estos años ya se extendían en los cuatro puntos cardinales del planeta, en el primer esbozo de globalización de la mejor Liga del mundo.
Jackson pidió tiempo fuera con algo más de dos minutos por jugar. El Maestro Zen observó los ojos de Jordan y encontró ese chispazo que tantas veces había visto en el United Center, pero que jamás pudo explicar a través de los años. Sus compañeros estaban devastados, sólo tenían energía para pensar en un séptimo partido. Pese a que el resultado lucía accesible en los papeles, ellos entendían, al igual que los fanáticos desparramados en el estadio, que tarde o temprano el golpe a al mentón iba a llegar.
Sin embargo, Jordan se resistía al orden establecido. Movía su mandíbula sin parar, como si su boca se hubiese transformado en un lavarropas encendido. Su goma de mascar iba de un lado al otro mientras miraba la pizarra de su entrenador. Estaba aturdido, las gotas de transpiración formaban surcos irregulares entre su cabeza y su cuello.
Jackson sabía que su estrategia no dependía de él. Era desesperante saber que todo pasaba por las manos de un jugador, que debía, casi como una obligación irremediable, inyectar confianza en la mente del competidor más grande de todos los tiempos. "Mike, debes terminar con esos lanzamientos lejanos. Se nota tu cansancio", dijo el coach de Chicago. "Lo sé, hay que internarse en la llave, sobre todo ahora que no tienen hombres grandes".
La fórmula Stockton-Malone seguía haciendo de las suyas. Stockton, el mayor asistidor de la historia de la Liga, parecía no sufrir alteraciones de comienzo a final. Sus facciones, en el último cuarto, se mantenían en el mismo lugar que en el primero. Parecía ser inmune al paso del tiempo.
Stockton asistió a Malone y 'El Cartero' transformó la acción en dos puntos, empujando el resultado a favor de Utah 83-79. Luego, Jordan incursionó en la llave, recibió falta de Bryon Russell y anotó los dos tiros libres. En el ataque siguiente el Jazz no pudo anotar y fue MJ, nuevamente, el que igualó las acciones merced a dos unidades más desde la línea de personales -esta vez la falta fue de Stockton- con 59.2 segundos en el reloj.
La ofensiva siguiente se llevó a cabo con suma tranquilidad. Stockton tenía ese plus: podía tener la espada de Damocles en la cabeza, pero jamás perdía la paciencia. El interruptor de los nervios nunca se adaptó a su fisonomía: era capaz, en situaciones límite, de matar una hormiga con un bisturí a tres metros de distancia.
Por eso nadie se sorprendió cuando Malone cambió de rol en el ataque del equipo de Jerry Sloan. Recibió el doblaje de los jugadores de Chicago, revirtió el balón con un pase extraordinario y Stockton, en el otro costado, acribilló a la defensa con un triple en 45 grados.
Con sólo 41.9 segundos por jugarse, Phil Jackson pidió tiempo muerto. Las camisetas rojas de Chicago emulaban el incendio que ocurría dentro de ese círculo de jugadores. La daga de Stockton había calado hondo en el corazón de los Bulls. Fue uno de esos tiros que convencen del desanimo, pese a que aún quedaba mucha esperanza en el horizonte.
Pero claro, Michael Jordan jugaba para Chicago. Y fue en este preciso momento cuando el mundo que todos veían gris, fue para MJ de colores vivaces. Miró hacia abajo y se ató los cordones de las Air Jordan XIV Black/Black-Varsity Red, que había comenzado a usar en los últimos tres meses y que años más tarde quedarían inmortalizadas para siempre.
Jackson lo rodeó con los brazos con la sapiencia que un alumno necesita recibir de un profesor experimentado. Fue casi como un consejo que merecía ser al oído, pero que todos escucharon. "Mike, debes pensar el siguiente tiro. Recuerda que tus piernas están muy cansadas. Esto no es el comienzo, muchacho", dijo Phil. "Coach, estoy sintiendo que rejuvenezco en estos momentos", dijo Jordan, casi como una broma. "Si vas a intentar un tiro en suspensión, deberás atravesar por el problema y hacerlo mejor", contestó Jackson. En ese momento, Winter tomó la palabra. Lo observó y dijo. "No lo estás haciendo en estos momentos, Mike", casi como una palmada para motivarlo.
Winter tomó la pizarra y mandó una ofensiva llamada "Whatthef..." -como recuerda David Halberstam en el New Yorker, se trataba de una vieja ofensiva de los Knicks, de los tiempos de Phil Jackson, cuya función era hacer un aclarado para el portabalón-. La idea era permitirle a Jordan jugar uno contra uno con Bryon Russell, dejando en libertad a Steve Kerr en un costado como anzuelo para evitar doblajes.
Jordan tomó el balón y se movió hacia el margen derecho. Luego, como una llamarada, se metió entre la defensa y anotó un tiro complicado con ayuda del tablero. Los Bulls quedaban a un punto de distancia (86-85) con sólo 37 segundos en el reloj.
Lo maravilloso ocurrió a partir de ese momento. El Jazz trató de repetir la fórmula de la ofensiva ralentizada, utilizando a Malone como punta de lanza en el poste bajo para accionar cuando reciba el doblaje. Stockton consumió once segundos de la posesión antes de entregarle el balón al Cartero.
Jordan utilizó el corte de Jeff Hornacek por línea final como engaño para demostrar su perfección en los dos costados de la cancha. Fue jugar a la escondida entre gigantes, utilizando a Rodman, defensor de Malone, de pantalla entre el atacante y el doblaje. De inmediato, Hornacek fue hacia afuera y Jordan volvió sobre los pasos para golpear el balón a Malone y quedarse con la última posesión del juego, en uno de los mejores movimientos defensivos individuales de la historia del básquetbol.
Fue una suerte de intuición mezclada con inteligencia y técnica para golpear en el momento justo. Fue como un gato esperando que el ratón haga exactamente lo que el ratón hace: ser, de alguna manera, previsible en su talento. Ese es el momento en el que la naturaleza muestra su lado inevitable. Las especies superiores, entonces, devoran a las inferiores.
"Karl nunca me vio venir", recordaría Jordan a The New Yorker luego del juego.
Con sólo 18.9 segundos por jugar, Jordan cruzó hacia el otro costado con el balón en su poder. Todos los ojos del mundo apuntaron hacia la esfera anaranjada, transformada ahora en un círculo de fuego. Era el anillo de Frodo, el objeto más codiciado de la tierra por un tiempo tan escaso como relevante.
El silencio en el Delta Center era tan estremecedor que podía oírse. Mucho ruido es tan espeluznante como muy poco. Las pupilas de Jordan estaban dilatadas. Los hombros lucían un poco más altos que de costumbre y las piernas parecían estar viviendo una segunda primavera en Salt Lake City. Jerry Sloan sabía que, con Kerr apostado de manera horizontal sobre MJ, lanzar un doblaje sobre el número 23 era un suicidio colectivo en su propia casa. El coach de Utah mantenía sus brazos en la cintura y sus labios seguían entreabiertos luego del robo de balón del escolta de Chicago.
Jordan, en esa jugada, se había disfrazado de maestro de ceremonias. Había llegado su momento, el instante en el que todas sus versiones anteriores se abrazaban para mutar en la más absoluta perfección. Era la concentración absoluta, el mensaje que el Maestro Zen había encendido en su cabeza por años. Mientras avanzaba, con la elegancia de una gacela, Russell retrocedía sin saber, a ciencia cierta, si debía intentar controlar a su rival o abrazarlo. Su cara lucía una mezcla de espanto con atracción indefinida: el semidios estaba enfrente y la vida de Utah se estaba jugando a cara o cruz.
Jordan sabía que la defensa esperaría un tiro cercano al aro, porque era lo que venía haciendo a lo largo del último cuarto. Había anotado, para ese entonces, 14 puntos en el período definitorio, ante la incredulidad de rivales y compañeros.
En una jugada paradójica que combinó velocidad con cámara lenta, hizo un movimiento incisivo en busca de la zona pintada, pero sólo fue disfrazarse de rayo para anticipar el trueno: regresó con un dribbling y con un movimiento sobrenatural de caderas envió a Russell a la lona sin siquiera tocarlo. En soledad, tomó el tiro y el mundo se detuvo por un instante.
El balón besó el cielo mientras Jordan mantenía, casi como una crueldad, el brazo derecho extendido en la persecución del lanzamiento. Era como si aún pudiese redirigir un potencial movimiento equivocado con la mente. De todos modos, nada de eso sucedió. El arco fue tan perfecto que la resolución estuvo condenada al éxito desde el vamos: la red atragantó la pelota y la masticó durante uno o dos segundos, antes de escupirla contra el parquet.
MJ lo había hecho de nuevo. Uno contra todos, todos contra uno. El Jazz tuvo tiempo para una posesión más, pero la noche ya era del escolta de Chicago. Lo evitable se había transformado en inevitable: el ajedrecista había hecho el toque y el jaque mate estaba sobre la mesa. Stockton, en un estado de desesperación inusual, lanzó un triple con marca encima y su intento quedó corto.
Jordan levantó los brazos y enseguida una marea roja se abalanzó sobre su humanidad. El genio con el número 23 grabado en la espalda le había entregado a los Bulls el sexto trofeo de campeonato para sus vitrinas. El Delta Center combinaba frustración con emoción extrema en cantidades iguales. El hasta entonces enemigo había seducido y concretado su propósito. Para el fanático del Jazz era inevitable esbozar, en la bronca, una sonrisa.
"Nunca dudé de mí", dijo Jordan momentos después. "Nunca dudé de mí en ningún pasaje del juego", agregó, con el trofeo en su poder y el rostro lleno de lágrimas. "Sencillamente es el mejor jugador de toda la historia", sentenció Sloan, resignado pero con una profunda admiración por su rival.
En aquel entonces, este lanzamiento se conoció como "el último tiro" de Jordan. Luego llegarían los Washington Wizards y otras grandes historias acerca de su majestad, pero esta fue, quizás, la definición más maravillosa de toda la historia por una razón crucial: fue un combo de emoción extrema en medio minuto sin interrupciones de tiempos fuera, algo imposible de repetir en la actualidad. Robo de balón y anotación en el otro costado con diferencia de 15 segundos.
La historia la escriben los vencedores. En ese marco, nadie en la modernidad pudo superar las líneas que escribió este hombre.
El cuadro, entonces, tiene nombre y apellido.
La eternidad es el pedestal de los elegidos.
FUENTES:
http://chicagoist.com/2012/06/14/the_chicagoist_flashback_michael_jo.php
http://www.newyorker.com/archive/1998/12/21/1998_12_21_048_TNY_LIBRY_000017085?currentPage=all
http://www.nicekicks.com/2011/06/this-day-in-sneaker-history-mj-last-shot/
http://solecollector.com/Sneakers/News/This-Day-In-History--Michael-Jordan-Hits-the--Last-Shot--in-1998/#axzz2KswIVljK