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The Last Dance: el fin del dios llamado Michael Jordan

Nathaniel S. Butler/NBAE via Getty Images

Michael Jordan es un ser humano. Un ser humano con una habilidad única para jugar al básquetbol, pero un ser humano al fin. Esa es la primera gran conclusión que podemos sacar de los diez capítulos en continuado de The Last Dance.

Crecimos con Jordan como ícono sin fisuras del deporte mundial. Allá por los años '90, en los albores de la globalización, la narrativa de los superhéroes invadían la pantalla. Todo lo que se consumía procedente de Estados Unidos tenía la misma lógica lineal: Jordan era, en cada partido NBA, lo que era Superman para la industria del cine. No sabíamos cuándo, como, ni contra quien, pero lo que sí sabíamos era que Jordan se saldría con la suya.

Y así fue en cada presentación. ¿Se retiró Jordan por primera vez para despejar su mente con el béisbol? Ganaron otros. ¿Volvió Jordan al juego? Ganó él.

Con este repiqueteo de historias e imágenes -la mayoría, por cierto, con la impronta del propio Jordan como palabra decisiva- hemos visto la muerte pública de la deidad y el nacimiento del hombre. En esa suma de imperfecciones, todas ocultas al aficionado promedio gracias a los triunfos recurrentes, sus conquistas y logros cobran mucho más valor que en su versión impoluta. Nos puede gustar o no, pero las cosas se hicieron siempre a su manera. En sus caminos plagados de obstáculos encontró, sin excepciones, la llave para abrir la bóveda en la que descansaron todos los tesoros habidos y por haber.

Jordan tenía una compulsión por el triunfo. En sus palabras: "Nunca le pediré algo a un compañero que yo no haya hecho antes". Esto suena noble como contenido, pero en la forma radica la gran diferencia con otros líderes ganadores. Su estilo de conducción, rozando la tiranía, es por demás chocante. Quitemos las imágenes producidas al extremo, las entrevistas formales, y esta lógica aparece en gran parte de las intervenciones en la que existe algo de privacidad. En los vestuarios, en los entrenamientos, en el pre y post-partido. Es tan, pero tan buena la selección de cuadros, que uno siente la incomodidad de sus compañeros en cada uno de sus embates. El dolor de Jerry Krause, gran perdedor de este documental, al referirse MJ a su condición física. La vergüenza ajena al ver el trato de bolsa de boxeo al que es sometido Scott Burrell.

Son sus palabras, pero también sus gestos. Viniendo de alguien tan importante, no pasan desapercibidos ni dan lo mismo. Pulgar arriba o pulgar abajo de Jordan, y eres historia. No se si ni siquiera hacían falta las fuertes declaraciones de Will Perdue o Jud Buechler para comprender el fenómeno; justo o no, Jordan era lapidario con su entorno cercano. Sabía que su posición era inmaculada, que nadie podía retrucarle y aún así avanzaba en esa línea de ataque sistemático. Empujaba al compañero a límites insospechados, lo desgastaba. Inflexible con todo lo que se ponía enfrente, así construyó su fortaleza mental envidiable. Nunca antes un documental lo dejó tan en evidencia: Jordan era un agujero negro que chupaba la energía del otro para hacerse más poderoso.

Hay dos intervenciones que refuerzan este concepto. La de Steve Kerr como compañero enfrentándolo a golpes de puño ("Así es como me gané su respeto"), y la de Reggie Miller como rival ("Era intimidante, pero yo decidí enfrentarlo de igual a igual pese a todo").

Formo parte del grupo que piensa que Michael Jordan es el mejor jugador de todos los tiempos. Pese a estar sus primeros siete años sin ganar, cuando hizo el click fue una trituradora de rivales. Y hay un punto que no puede pasar desapercibido: la presión psicológica que Jordan ejercía sobre su entorno y compañeros, también la ejercía sobre sus rivales. Cuando él los enfrentaba, era héroe contra villanos. Transformaba, a decir verdad, rivales en enemigos. Dice varias veces en The Last Dance: "Hice ese enfrentamiento personal". Y así ganaba, ganaba y volvía a ganar. Seis trofeos de campeonato. "Necesitaba sólo una pequeña chispa para que se encienda la fogata". Sin él, algunos de los que compartieron vestuario con The Goat no podrían haber ni siquiera soñado en conseguir un anillo. Esto lo coloca en una situación sin comparación con cualquier otra estrella.

En todo este recorrido de una dinastía inolvidable, hay un inmenso ganador que tiene nombre y apellido: Phil Jackson. El Maestro Zen hizo y dejó hacer, y en ese trabajo de alquimista de emociones en el laboratorio, permitió que se gane todo lo que ganó. Las salidas repentinas de Jordan, su primer retiro, los desaciertos sociales de Dennis Rodman, las deserciones y equivocaciones de Pippen. Sus diferencias con Krause. Jackson estuvo encima de todo, aceptó, permitió, y empujó. Siempre reconoció el trabajo de Tex Winter con su ofensiva triangular y llevó, con una impronta de libertad única, a conseguir sueños imposibles. No es casualidad que haya repetido luego sus logros más adelante con Los Angeles Lakers. En el comando de egos y personalidades difíciles, nadie hizo tanto como Jackson en el juego.

"Michael vivió una vida diferente a todos nosotros", dice Kerr tras recordar el doloroso asesinato de su padre en Beirut, un punto común con Jordan en su vida. "Era difícil alcanzarlo emocionalmente".

En definitiva, Jordan tuvo siempre la soledad de quienes están en la cima. Y no es ni el primero ni el último que mantiene un comportamiento feroz con sus compañeros. Recuerda Jackie MacMullan: "Magic Johnson lanzó la pelota a propósito a la cabeza del veterano Jamaal Wilkes para que se acostumbrara a los pases sin mirar. Larry Bird proclamó a sus compañeros "mariquitas" después de ser derrotado por los Lakers en el Juego 3 de las Finales de la NBA de 1984. Kobe Bryant avergonzó despiadadamente, en público y privado, a Dwight Howard durante su breve permanencia juntos en Los Ángeles".

Queda claro que los genios siempre tuvieron que lidiar con sus propios fantasmas. El camino del éxito tiene su precio. Equivocado o no, nadie le podrá quitar a Jordan el valor inmenso de lo conseguido y todos, absolutamente todos, continuarán al acecho de su sombra.

En The Last Dance, murió el dios y nació el hombre.

Para bien, o para mal, su exitosa vida deportiva es y será un aprendizaje para quienes hoy ya lo suceden.