Nota del editor: Alex Rodríguez tiene una relación particular con los cuatro peloteros elegidos para su exaltación al Salón de la Fama en 2019. Fue compañero de equipo de tres de ellos (Mariano Rivera, Edgar Martínez y Mike Mussina) y jugó contra Roy Halladay durante el transcurso de sus respectivas carreras. En los días previos a su reconocimiento en Cooperstown, A-Rod comparte las historias de esas estrellas (como compañeros, competidores y amigos) en sus propias palabras.
Mariano Rivera será exaltado al Salón de la Fama este domingo, siendo el pitcher relevista más grande de todos los tiempos, la primera selección unánime. Lo que los fanáticos siempre recordarán sobre él fue el comportamiento imperturbable que mantenía en la loma, lo estoico que se mantenía tanto en la victoria como en esos raros momentos en los que cargó con la derrota.
Sin embargo, el Mo que conozco es totalmente capaz de machacar a alguien que lo necesitaba. Como me pasó a mí.
Uno de los peores lugares para estar en el planeta Tierra era el clubhouse de los New York Yankees entre los innings uno y cinco, si estábamos perdiendo o jugando pobremente, porque es allí donde estaría Mariano, pendiente de todo. Como parte de su rutina, él permanecería dentro del clubhouse en los primeros tramos del partido, preparándose para lanzar las entradas finales y si caíamos en desventaja y yo me dirigía hacia mi vestidor durante nuestra oportunidad al bat, él estaría encima de mí. “¿Qué estabas pensando, haciendo swing a ese pitcheo que pasó sobre tu cabeza?”, me exigía. O diría: “¿Qué clase de jugada fue esa? Regresa ahí, idiota”.
Mariano solía citar mucho a George Steinbrenner y en nuestro clubhouse, él parecía ser la personificación de todo lo que Steinbrenner exigía a los Yankees, en comportamiento y estilo. Él solía recordar todo lo que aprendió de George y Don Mattingly y tenía mucho orgullo por formar parte de los Yankees. Siempre estaba perfectamente afeitado (no recuerdo haberle visto alguna vez con una ligera barba, jamás) y en cada gira, su corbata estaba bien anudada, perfecta, como si fuera un sargento de rutinas.
Cuando yo jugaba con los Seattle Mariners y no le conocía realmente, Édgar Martínez y yo lo veíamos con gran respeto por la forma como solía conducirse, lo elegante que era en la lomita y la clase que tenía. Jamás intentaba avergonzarte como bateador o hacerte sentir inferior. Al verlo del otro lado del terreno, siempre inspiraba cierta sensación de misterio y casi se pensaba que era tímido y callado por la falta de emoción que mostraba en la loma. Esa impresión quedó reforzada por mi interacción con él en el clubhouse de la Liga Americana en los Juegos de Estrellas, porque hablaba muy poco, casi sin hacer contacto visual.
Sin embargo, lo que aprendí después de incorporarme a los Yankees era que la razón por la cual él solía mantener distancia en los Juegos de Estrellas era porque se trataba de una persona muy competitiva (no quería acercarse demasiado a los peloteros que él aspiraba vencer) y quizás las dos palabras en el idioma que menos se le pueden aplicar eran tímido y callado. Se convirtió en una parte integral de mi mundo en el béisbol y, además, se hizo uno de los mejores amigos con los que he contado en mi vida.
No creo que la gente entienda la clase de atleta fenomenal que era. Al final de nuestras carreras, se hicieron varias pruebas de condición física y Mariano tenía el mejor salto vertical de cualquier pelotero presente: 35 pulgadas. Podía saltar como conejo, con la flexibilidad de un gimnasta. Poco después de cumplir 40 años, era capaz de caer y hacer un Split. Joe Torre siempre decía que Mariano era el mejor jardinero central del equipo, debido al terreno que solía cubrir persiguiendo pelotas en la práctica de bateo y en ese momento, teníamos a un outfielder Guante de Oro, como lo era Bernie Williams.
Todos sabían lo que iba a lanzar (una cutter); sin embargo, nadie le podía batear debido a ese movimiento tardío. Tiene dedos largos, al igual que Pedro Martínez, y flexibilidad en sus muñecas y creo que eso le dio un impulso casi similar a un latigazo cuando liberaba la pelota. No obstante, él tenía una extensión increíble cuando liberaba la pelota, estirándose hacia afuera y creo que eso contribuyó a ese dinamismo tardío en ese pitcheo que nadie podía batear. Siempre estuve fascinado por lo sutil de su envío y lo explosivo que era a la vez. La ciencia demuestra que un bateador no puede rastrear un pitcheo en su trayecto hasta home plate y el movimiento dramático de su cutter era en las últimas ocho pulgadas. Los bateadores no podían verla y menos conectarle.
Yo confronté algunos problemas al lanzar desde la tercera base poco después de mi incorporación a los Yankees. No era una situación digna de Chuck Knoblauch, pero tampoco era maravilloso. Por eso, él y yo comenzamos a hacer lances largos juntos a diario, con el objetivo de ayudarme. Me colocaba frente a la línea de foul en el jardín derecho y él devolvía los lanzamientos, retrocediendo hasta que llegaba a la marca de 399 pies entre el jardín izquierdo y central. Tenía que correr mientras lanzaba para poder tener la oportunidad de siquiera acercarme a él y él se burlaba al mantener el envío de un pitcher, como si estaba lanzando en pleno inning. Lanzaba la pelota tan alto, como si fuera una jabalina y llegaba tan lejos. No parecía nunca bajar. Para después caer directamente en mi guante.
Aproximadamente, el 80 por ciento de nuestras conversaciones eran en español. Cuando Mariano lanzaba su último pitcheo de calentamiento, yo siempre era el infielder que se lo devolvía, como tercera base e intentaba motivarlo, llamándolo “muerto” en son de burla: “Vamos, muerto”.
Le decía: “Mo, si tú tuvieras mis pelotas, ya tendrías 800 salvados”.
Y él respondía: “Si tú tuvieras mis pelotas, tendrías 1.000 jonrones”. Después del retiro de Mariano y yo jugara los últimos años de mi carrera, él decía en son de broma que iría a Federal Express a enviarme sus testículos, para que yo tuviera un par.
Mariano siempre quiso enseñar y como si fuera un pastor, siempre tenía una Biblia consigo, pero jamás se excedió: es excelente a la hora de dar un mensaje. Él quería que yo hiciera las cosas bien y cuidar de mí, alentándome a asistir a los servicios religiosos dominicales que se llevan a cabo en los estadios y en algunas jornadas dominicales, estaba agotado y le decía que declinaba ir. Se molestaba, castigándome con su silencio por todo un día. Detestaba decepcionarle.
En los peores momentos de mis problemas con la oficina del comisionado, Mariano me llamaba todo el tiempo. Se montaba en un avión, viajaba a Miami para verme y era sumamente directo: “¿Qué demonios estás haciendo?”. Nunca apoyó todas las porquerías que hice. Él está lleno de convicción y era un verdadero Norte.
Cometí muchos errores y él me acusó directamente, mirándome a los ojos y castigándome. Pero nunca lo hizo de una forma que me hiciera sentir que él me miraba por debajo del hombro; me hacía sentir que era posible que yo lograra conseguir la forma de arreglar las cosas, si tomaba mejores decisiones. Mariano jamás me dio la espalda y siempre me daba esperanzas.
Eventualmente, asumí mis errores. Mariano me envió un mensaje de texto preguntándome: “¿Por qué no hiciste esto durante toda tu carrera?”. Después que regresé a los Yankees en los entrenamientos primaverales de 2015, Mariano llegó como instructor invitado y me hizo a un lado de buena manera, como siempre suelen hacer los buenos amigos.
Me miró y me dijo: “Lo estás haciendo realmente bien”.
Se me pone la piel de gallina pensando en esas palabras y lo que significaron en ese momento, viniendo de una persona con tanta profundidad y carácter como lo es Mariano Rivera.
Nunca he sido gran aficionado a la música, pero se sentía como si estaba a un lado del escenario de un concierto cuando Mariano aparecía en los partidos en el Yankee Stadium, con “Enter Sandman” retumbando en los altavoces y el rugir de la multitud en respuesta, Mariano trotando para el acto final, cabizbajo. Me decía lo afortunado que era al estar allí y poder ver al arma de pitcheo más grande de la historia del béisbol.