BUENOS AIRES -- Boca parece recuperar su espíritu copero y el esplendor de algunos de sus talentosos futbolistas. Ganó de visitante y dio un paso de importancia decisiva para meterse en cuartos de final.
Tevez, cada vez más asentado, Lodeiro, Orión...La constelación puede ampliarse con otros nombres para sintetizar una noche feliz, que muchos desean premonitoria.
Sin embargo, buena parte de la atención se la llevó la barra brava, esa institución paralela que funciona al cobijo discreto de los dirigentes.
Liderados por Mauro Martín y el veterano Rafael Di Zeo (la conducción unificada), los hinchas ocasionaron destrozos, robos y peleas en su marcha hacia el estadio Defensores del Chaco.
La comitiva viajaba en cuatro micros que fueron demorados por la policía, cuya versión de los hechos describe el hallazgo de un apreciable surtido de bebidas alcohólicas y algo de marihuana.
Aunque los dejaron ver el partido (una gentileza curiosa), se los llevaron detenidos a la salida de la cancha. Fue un arresto mayorista, ya que más de doscientos barras terminaron en la comisaría.
El incidente no es grave. Si bien los profesionales de la tribuna prefieren dejar atrás la violencia gratuita que puede perjudicar los negocios, algo de gimnasia patotera (volver a las fuentes, a la supuesta demostración de bravura con que se gana el prestigio en esas lides) nunca viene mal.
Más allá de la gravedad relativa, importa resaltar la disociación entre el fútbol y las barras.
La excusión organizada de la muchachada de Boca poco tiene que ver con el apoyo al equipo (en todo caso, es un argumento secundario), sino con su carácter institucional.
Así como viajan el plantel y los dirigentes, debe viajar la hinchada. Para la lógica dominante (incluso para las autoridades del club) tienen un grado de representatividad semejante. ¿O acaso no son el jugador número doce?
La barra no “acompaña”, no oficia de soporte anímico de los jugadores en escenario lejanos. Es una organización autónoma con objetivos propios y una noción clara de disputa del poder.
Boca ya había sufrido el protagonismo de la hinchada en la Copa Libertadores. La noche del gas pimienta, en la Bombonera y ante las cámaras que la difundieron al mundo, la agresión organizada por parte de la barra (o allegados a la barra) tuvo como consecuencia la eliminación de Boca, además de un castigo económico.
Aquella vez, la sangre (metafórica, por suerte) llegó al río, a pesar de que la sanción resultó blanda. Boca (más precisamente su presidente Daniel Angelici) debió enfrentar el costo político por fomentar la presencia formal de estos matones.
Igual, el costo fue muy bajo. Como tantas veces, Angelici les pasó la pelota a los jueces, legisladores y policías, y con eso creyó más que cumplidas sus atribuciones de dirigente.
En esta oportunidad, la violencia de produjo en la calle (y en otro país). Los directivos pueden mirar para otro lado legítimamente. Pero su responsabilidad en cuanto a la vigencia y poder de esta organización que funciona al amparo del escudo de Boca sigue siendo la misma.