Pelé. Cuatro letras, dos sílabas. Y una palabra clave universal. Un concepto comprendido por todos, independientemente de la proximidad -o la distancia- del juego bonito.
Pelé -la palabra- significaba algo no solo para los aficionados, sino también para la gente que nunca había visto un partido de fútbol, así como para quienes sí lo habían visto pero odiaban este deporte. En ese sentido, fue David Beckham antes de David Beckham. Michael Jordan antes de Michael Jordan. Fue la primera superestrella globalizada del deporte, sea cual sea la métrica que se elija: comercial, presencia en los medios de comunicación, salario. Ah, y también ganó tres Copas del Mundo, lo que no le vino nada mal.
Era la referencia del mundo entero y de su deporte más importante. Definía el fútbol y lo trascendía. Significaba algo para los obsesivos que viajaban cientos de kilómetros para verlo entrenar -y no digamos jugar- con Santos o la Selección brasileña, y significaba algo para quienes solo tenían un vago conocimiento de este deporte.
Piensa en la cantidad de futbolistas con los que solían compararlo. Dedícale un poco de tiempo en Google y te sorprenderás. De Zico, el original, a Rodney Marsh. De Wayne Rooney a Eduard Streltsov y Johan Cruyff. No se trataba de cómo te veías o cómo jugabas, sino de lo grande que podías ser. Eso es lo que era Pelé: la máxima referencia.
No es casualidad que el fenómeno mediático de Pelé coincidiera con un gran encogimiento del mundo, impulsado por el desarrollo de las comunicaciones. La televisión irrumpió en todas partes durante el transcurso de su carrera, que empezó en Santos de Brasil en 1956 y terminó en Cosmos de Nueva York en 1977. Entre medio, ganó la Copa del Mundo con Brasil en 1958, 1962 y 1970.
Con la floreciente época de la televisión, en algunos lugares eso significaba tener un televisor en la cocina y en el dormitorio, y otro en el salón. En otros, significaba tener por fin uno en casa, en el barrio o en el pueblo. Y cuando se trataba de fútbol, Pelé era el hilo conductor. Algunos lo vieron más, otros menos. Pero todo el mundo lo vio en algún momento, porque los Mundiales -y las leyendas que crearon- fueron magnificados y amplificados por la televisión.
Cuando jugaba, era un acontecimiento, y había que verlo en directo: No había paquetes de destacados que aparecieran en tu teléfono, ni SportsCenter a las noche. Y aun así consiguió hacerse viral, no a través de clips de 40 segundos, sino por el boca a boca. Hoy en día, las estrellas mundiales aparecen en nuestras pantallas a través del streaming y las redes sociales, los GIF y los anuncios, los memes y los carteles. Pelé sólo tenía una vía de acceso, la televisión, y el listón de acceso era mucho más alto que el de hoy.
Surgió en blanco y negro y terminó, dos décadas después, en tecnicolor. No era solo lo que hacía en el campo de juego. Su sonrisa era contagiosa, su mirada cómplice, irresistible. Pelé abrazó ese papel y en seguida hizo la transición de superestrella a embajador/institución. Posiblemente, lo "entendió", antes que todos los demás.
Tres décadas antes que Beckham, Pelé aterrizó en Estados Unidos con la misión de convertir el fútbol, el deporte del futuro, en el deporte dominante del presente. Al igual que Beckham, si el objetivo era transformar un tipo de fútbol en algo tan dominante como el otro, no lo consiguió. Pero, como Beckham, si el objetivo era crear conciencia y plantar una semilla que pudiera cosecharse muchos años después, triunfó.
El gobierno brasileño declaró a Pelé "tesoro nacional", haciendo imposible que un club europeo intentara ficharlo. En aquel momento tenía 21 años, algo extraordinario si lo piensas, y marcó su carrera en dos niveles.
En primer lugar, significó que la mayor parte del mundo solo lo vería esporádicamente: Mundiales, amistosos glamorosos, tanto con la Seleção como con Santos, y en la Copa Intercontinental, cuando Santos ganó la Copa Libertadores. Y en ese escenario, casi siempre cumplió. Entre esos destellos, el mundo más allá de Brasil se sostenía con el eco de esas actuaciones.
La leyenda se alimentaba y perpetuaba a sí misma. ¿Cómo no iba a hacerlo? Tuvimos el gol contra Suecia en la final del Mundial de 1958, cuando bajó la pelota con el pecho, giró sobre sí mismo, la pasó por encima de la cabeza de un defensor y la metió en la red. El gol contra México en 1962, cuando salió con el balón en su propio campo, aceleró superando a un defensor tras otro (seis en total) y luego remató a la esquina. Y, por supuesto, el gol de cabeza en la final del Mundial de 1970 contra Italia, cuando superó a Tarcisio Burgnich con un poderoso salto.
"El centro llegó y los dos saltamos lo más alto que pudimos", me dijo años después el difunto Burgnich. "Luego, yo bajé a la tierra, donde pertenezco. Y él se quedó ahí arriba, donde pertenece, y convirtió".
Ésos solo son los goles. Pelé era un icono, incluso cuando fallaba, como en la increíble finta que desconcertó al uruguayo Ladislao Mazurkiewicz en 1970, cuando corrió intencionalmente más allá de la pelota, congelando al arquero en su sitio.
Estos momentos están grabados en la memoria colectiva porque ocurrieron en el escenario más grande, por supuesto, pero también porque para la mayor parte del mundo, esos avistamientos de Pelé eran poco frecuentes. Sus actuaciones semanales con Santos no le dieron la visibilidad mundial que habría tenido en un gran equipo europeo como Real Madrid, que intentó ficharlo en varias ocasiones. Aunque la liga brasileña era una de las mejores del mundo en aquella época, no recibía la misma atención mundial.
Y, en segundo lugar, sembró una temprana -muy temprana- toma de conciencia de que Pelé era algo más que un futbolista escandalosamente dotado. Era un hombre que representaba algo. En realidad, muchas cosas. La maquinaria mediática le imbuyó de poder y él lo aceptó y eligió utilizarlo, siempre que le fue posible, como una fuerza para el bien.
La etiqueta de "tesoro nacional" también tuvo su lado oscuro. Sabía que también lo convertía en un instrumento de la dictadura militar que gobernó Brasil durante dos décadas, a partir de 1964. Los críticos decían que le permitía al régimen exhibir a un Pelé sonriente como señal de que todo iba bien, sobre todo en cuestiones como la raza y la desigualdad. Si un afrobrasileño, nacido en la pobreza de una favela, podía ser exitoso, rico y popular -y querido por el régimen-, seguramente no había nada malo.
Pelé se mantuvo apolítico, al menos en público, durante la mayor parte de su vida, afirmando que "no entendía de política" y que desconocía los brutales excesos del régimen militar, sobre todo a finales de los sesenta y principios de los setenta. Algunos establecen paralelismos con uno de sus contemporáneos, Muhammad Ali, quien adoptó una postura decididamente política contra la guerra de Vietnam, rechazando el servicio militar obligatorio y, como consecuencia, quedó excluido del boxeo durante tres años y medio. Estas comparaciones parecen injustas. Ali pagó un precio alto, pero habló en una democracia que garantizaba la libertad de expresión. No era el caso del Brasil de Pelé en aquella época.
Sin embargo, cuando el gobierno brasileño trató de presionarlo para que abandonara su retiro en 1973, antes del Mundial de 1974 (había dejado la selección nacional para concentrarse en el fútbol de clubes en 1971, a los 30 años), se negó. Para entonces, según revelaría Pelé más tarde, había tomado conciencia de las torturas y la represión empleadas por el autoritario presidente de Brasil, Emilio Garrastazu Medici.
"Los militares intentaron forzarme", declaró en una entrevista en 1999. "Me presionaron con preguntas fiscales, pero decidí mantener mi postura".
Brasil perdió contra Países Bajos en las semifinales de aquel Mundial. Con 33 años, y tras una temporada en la que se proclamó máximo goleador de la liga brasileña, la historia de Brasil en 1974 podría haber sido muy distinta. Podría haber ganado su cuarto Mundial y disputado el sexto, dos récords. Pero ya no iba a dejarse utilizar como símbolo de algo que despreciaba.
El estatus y el carisma de Pelé le hicieron igualmente valioso para anunciantes y vendedores. Fue el primer gran comunicador mundial de su deporte. Las empresas lo entendieron, y por eso lo hemos visto en anuncios de casi todas las marcas bajo el sol: de Pepsi a Louis Vuitton, de Subway a Ray-O-Vac, de Puma a Head and Shoulders, de Viagra a FIFA 14.
Pero Pelé también devolvió a la sociedad lo que ésta le dio: fue embajador de las Naciones Unidas durante más de dos décadas y estuvo al frente de innumerables organizaciones benéficas y de cambio social. Cuando hablaba, a menudo sonaba como un político, pero de los que te gustan, de los que dicen las cosas correctas a la gente adecuada.
Siguió así hasta el final de sus días, saltando de un lado a otro del planeta, difundiendo cualquier mensaje que creyera que debía difundir, a veces por dinero, a veces por valores en los que creía, pero sobre todo representándose a sí mismo, a Pelé, y a la idea que el mundo tenía de él y de quién era. Y eso, no nos equivoquemos, era una gran responsabilidad.
Y el listón era muy alto.
En el campo de juego, el hecho de que tuvieran que pasar 20 años para que surgiera otro -Diego Maradona- que pudiera iniciar legítimamente un debate sobre "el mejor de todos los tiempos" lo dice todo. Y pasaron otros 25 años antes de que otros candidatos, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, se unieran a la conversación.
Ése es el legado de Pelé. Sus récords pueden caer, ya que casi todos los récords acaban cediendo ante el paso del tiempo. Pero el estatus de GOAT [el más grande de todos los tiempos] de Pelé en un momento en el que el deporte estaba en auge y el mundo del fútbol se encogía será eterno. Y lo mismo ocurrirá con su vida después de su retiro, cuando asumió el estatus de embajador icónico que le habían otorgado y lo utilizó como una fuerza para el bien, trabajando hasta el día de su muerte.
Por eso esas dos sílabas conservan su poder. Son las llaves universales que pueden abrir la cerradura del corazón de casi cualquier aficionado de fútbol.
Pe-lé.
Sabemos lo que significa. Y sabemos lo que significaba. Todo el mundo lo sabía.