<
>

La Chica del Banquillo: Rusia descubre el fuego; Panamá y su primer gol mundialista

ESPN

Llegamos a Nizhni Nóvgorod y parece que hubiésemos tomado el DeLorean de Marty McFly en vez de un avión. Esta ciudad se quedó atrapada entre las ganas de ver de frente al tiempo y la tentación de voltear al olvido. Desde el balcón del Marins Park Hotel nos miran los restos de la extinta Unión Soviética. Pedazos deshechos en varias ocasiones. Armados y desarmados por la guerra, pero que parecen estar en su lugar y forma original. Miro la ciudad y es difícil imaginarla bombardeada. Esta, una de las principales proveedoras de armas para el imperio durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás por eso, desde la plaza de enfrente, la estatua de Lenin nos señala con su mano derecha como advirtiendo que somos extranjeros. En un territorio que solo permitía la entrada de los nacidos en Rusia.

Al igual que Nizhni, Lenin, o al menos su imagen, también ha sido reconstruido. Hace unos diez años, en octubre de 2008, un borracho tomó una escalera y se subió a la estatua para tratar de arrancarle la cabeza. Solo alcanzó a quitarle el brazo derecho, justo el que nos apunta. En Riazán en el noviembre siguiente, otro individuo evitó el fracaso de su compatriota y usó doscientos gramos de TNT. Un monumento menos de los seis mil que sobreviven del líder bolchevique en toda Rusia.

Los pasillos del hotel tienen en sus paredes carteles de un idioma incomprensible para mi, que muestran hombres portando máscaras antigás. Recordé Chernóbil y su tragedia. Carteles que hay que iluminar con la pantalla del celular. La única luz que parece penetrar el inmueble es la del sol. La de las veintidós horas que dura aquí la claridad del día. Podría asegurar que estamos en una película de Kubrick, pero el grito de unos argentinos me devuelve a la realidad. “Nah, se borró. Messi se borró asher…”, suele ser la frase reiterativa que escuchamos y otras derivadas casi siempre con el mismo sujeto, verbo y predicado. Exclamadas con esa pasión tan del Sur. La albiceleste acaba de caer 3-0 ante Croacia, en el mismo estadio en el que la Marea Roja de Panamá intentará contener el poderío a balón parado de la Inglaterra de Kane.

Lo de Panamá ha sido una locura. Un gol del capitán, Román Torres, los metió en esta aventura. Román incendió el país. Puso el fósforo que prendió la candela en una celebración que duró días y que se empalmó con el calendario de Rusia. La Marea del Bolillo Gómez ha acampado en Saransk y la gente local, apacible por naturaleza, está eufórica. Con los panameños descubrieron la alegría, los gritos y los tambores. A donde se mueven los “panas” les sigue la luz. Los colores. La explosión de la fiesta. Como si sus huesos no estuvieran pegados de ligamentos sino de acordes de Rubén Blades. Todos voltean a verlos. Es como mirar al fuego por primera vez.

Esta gente, la panameña, es reconocible por cargar siempre su bandera. Han llegado a su primer Mundial y se presentan con orgullo de lo que son ante el mundo. Con la bandera más bonita, un concurso que han ganado por goleada. También escogieron a su barra como la más alegre, haciendo justicia a aquel canto de “Sele, aquí está tu barra” que se repite en bucle entre las sienes… van cantando con esos pulmones cargado del oxígeno puro del Archipiélago de Las Perlas.

Panamá no trajo lápices para escribir este cuento, trajo pinturas. Y fue al pie de Felipe Baloy, al minuto 77, al que le correspondió tirar abajo los prejuicios. Los prejuicios que había construido Inglaterra, aquella noche de Nizhni, con una goleada en su contra. Baloy viniendo desde la banca, con 37 años y despidiéndose de la Sele, anotaba el primer gol mundialista en la historia de Panamá. Quizás algunas cosas si están escritas. Un tanto que devolvió a sus compatriotas su idiosincrasia. La del jolgorio. La de la alegría por encima de las tristezas. Porque si algo compartimos como latinoamericanos es esa capacidad de reírnos a pesar de nuestras circunstancias. Qué mejor que celebrar la historia. Contada por un grupo de veintitrés jugadores que atravesaron más de doce mil kilómetros para atreverse a soñar en nombre de cuatro millones.

Ese día, en el estadio de Nizhni, la ola de energía nos levantó de nuestros asientos. Comprobamos que los gritos de gol son de un contagio desgarrador. Hizo lo mismo con los ingleses que tocaban la espalda de los panameños para felicitarlos, reconociendo lo que las primeras veces significan. Los rusos con aquel inglés enredado de “We love you Panamá”. Yo había entendido perfecto. Por aquello de la proyección. Imaginando, que algún día, un momento como este podría llegar para mi selección Vinotinto… porque aquel 24 de junio de 2018 todos fuimos panameños. Gracias a Román, Baloy y los chicos del Bolillo.