“¿Hace cuánto no te llaman Edson?” pregunto. Se ríe con ese tono de alegría particular que solo tienen los brasileños. “No sé. Hace años en un aeropuerto escuchaba que alguien gritaba Edson a la distancia. Yo seguí caminando. No era conmigo. Hasta que vi la cara de uno de mis compañeros de universidad de Nueva York, en la época del Cosmos. Solo ellos me llamaban así. Fue entonces cuando recordé que ese era mi nombre”. Es que hace años mutó su identidad. Dejó de llamarse Edson Arantes do Nascimento para trascender como Pelé al olimpo de los inmortales. Una especie de Clark Kent que lleva permanentemente la capa de Superman. También perdió su nacionalidad. Ya no es brasileño. Ahora es un Ciudadano del Mundo, reconocido de manera oficial por la ONU. Es una leyenda. Y las leyendas son de todos lados. Sin derecho de reclamación como propios porque la genialidad es patrimonio de la humanidad. No tienen sombra ni fecha de caducidad. Es lo que tiene alcanzar en vida la utopía de ícono cultural más allá del fútbol, pero gracias a este.
Cuando he llegado me ha parecido que me he equivocado de lugar. La calma, para nosotros los periodistas, es sinónimo de incertidumbre. Me pregunto si estoy en el lugar correcto. A unos metros un hombre, que trabaja en este hotel cinco estrellas de la Ciudad de México, me dice que sí, que es allí. Señala con su dedo índice derecho la puerta que lleva a una de las salas de conferencia. Abro y encuentro un desorden maravilloso. Cables, cámaras, luces, y tanta gente como cabe en la sala. Sí, este sí es el ambiente como lo recuerdo. La rutina de nuestro caos perfecto.
En el fondo de la sala hay dos hombres iluminados bajo lámparas de luces LED. José Ramón Fernández y Pelé. Joserra lo entrevista. Terminan. Se fotografían y se estrechan las manos. Me acerco. Es mi turno. Estoy nerviosa. No todos los días se entrevista a un ídolo en toda la extensión de la palabra. Por eso cuando mi jefe me llamó le dije que sí. “Hey, sé que tenés mañana el día libre, pero querés ir a entrevistar a Pelé?” me dice Juani, quien ahora es mi jefe, en su inconfundible acento argentino. La duda ofende.
Anoche apenas dormí. Ahora el momento ha llegado. Lo tengo enfrente, en esta sala llena de gente, factor que suele ponerme de los nervios. Él viste de saco rojo, pantalones gris plomo, camisa blanca y corbata negra. Los colores de la marca comercial que lo ha traído a México. Es alto, imponente. Fiel al relato urbano luce eternamente joven… ya saben, por aquello de que las mitos no tienen edad. Joserra me lo presenta. Y surge un chiste “¡qué diferencia!”, haciendo referencia al cambio de un entrevistador a otro. Los tres reímos. Iniciamos las preguntas. Tengo cinco minutos.
No necesita cerrar los ojos para acordarse. México significó la cumbre de su carrera. Es 2012 y ha pasado mucho, pero la Ciudad de México representará por siempre el campeonato mundial de 1970. La Brasil de Zagallo. El pase de Rivelino. Su gol al minuto 18 de la final ante Italia. Se eleva de cabeza, en el corazón del área. El 1-0 para batir a Enrico Albertosi. Jairzinho lo levanta. Celebran. Y como cereza del pastel, al 86’, pase de Pelé para que el capitán Carlos Alberto cierre con el 4-1. Brasil se convierte en el primer equipo del mundo en ganar tres mundiales. Ese cuarto gol habría de perseguir para siempre a Albertosi. “Un remate inatajable, a pase de Pelé que esperó hasta el último momento… nunca más me hicieron un gol igual”, declararía el portero azzurro.
México 70 fue la madurez. La estampita -o barajita- que le faltaba. Panini parece que lo estaba esperando. Después de sus 30 vendría el Cosmos y el universo de los casi cinco millones de dólares que representó la NASL. ¿Hubiese tenido una carrera distinta si en su momento hubiesen existido las tarjetas? Es probable, especula. Unas cuantas amarillas o rojas previas lo hubiesen salvado de aquella lesión de Chile 62. O de las embestidas constantes del portugués Morais en el Inglaterra 66. Aún así, en épocas de un fútbol más asesino, pudo marcar una joya de gol: levanta el balón sobre tres suecos para empatar en la final del Mundial del 58. Un joven Pelé, de 17 años, llora en la foto del campeonato. Aquello había sido una promesa, me confiesa.
“¿Cómo supiste de Morais? Todo el mundo se equivoca de jugador”, me pregunta Joserra. Le muestro un libro que he traído. Me da una mirada de aprobación. Sabe que hice la tarea. El productor me pregunta que si quiero que Pelé me autografíe el ejemplar. Le digo que sí. Se lo acerca a O Rei abierto en el capítulo del Mundial de México 1970, titulado Hijo de Dondinho. Lo acompaña una foto del astro levantando el trofeo. Pelé sonríe. Pregunta a quién pertenece el libro. Yo muero de la vergüenza, así que el productor responde por mi. “Por cierto, quería disculparme, no sé si usted se ofendió por el chiste que hicimos al inicio”, me dice. Le digo que no y le sonrío. “Para Carolina con amor” escribe en la dedicatoria, previo a su inconfundible firma. Mira su foto levantando la Copa Mundial del 70. Quiero imaginar que por su mente pasa la imagen de aquel recuerdo de gloria. México es para Pelé lo que Pelé para el fútbol, un lugar feliz. Le pregunto “¿hace cuánto no te llaman Edson? y me mira con los ojos sin edad del niño que le prometió a su padre ganar un Mundial con Brasil. “Desde hace mucho”…