Empecemos, como corresponde, por el principio: LeBron James no es el GOAT de la NBA. No tiene que ver con números. No son los puntos, las estadísticas, ni los rebotes. Podrían ser, claro, los campeonatos, pero para ser el mejor de todos, para poder diferenciarse del resto, la narrativa es importante. Es clave. Y hace exactamente tres lustros, LeBron decidió tirar su legado por la alcantarilla.
La Decisión. Televisada a nivel nacional por ESPN. Un show que sirvió para entender cómo un atleta que tenía todo, un superhéroe deportivo, podía tirar la toalla antes de tiempo. Porque las cosas, además de pensarlas, hay que decirlas: LeBron, en ese momento, se rindió. Cometió el pecado original de la impaciencia. El miedo sostenido de los perdedores. Pero curiosamente fue demasiado temprano, porque tenía solo 25 años: si no puedes lograrlo, únete a la tropa que sí pudo. Preferentemente a Dwyane Wade, campeón en 2006 con Miami Heat junto a Shaquille O'Neal, en aquellos años Big Diesel.
¿Hacía falta? Por supuesto que no hacía falta. Pero James, que en ese momento no lo vio, rifó una gran parte de su legado. En la bronca de Dan Gilbert, en las camisetas suyas prendidas fuego por los fanáticos de Cleveland Cavaliers, había más que dolor por perder al mejor jugador del mundo: había traición. No a ellos. No a la ciudad. Ni siquiera a la NBA. Fue una traición de LeBron contra sí mismo. Un disparo en el pie. El mito de Narciso hecho básquetbol: ¿Hay alguien acaso más lindo que yo? Ahogado en su propia elección.
El Rey y un futuro signado por La Decisión
James no sabía, en ese entonces, lo que vendría. Ganaría dos campeonatos con el Heat. Casi una consecuencia de esa unión del Big Three. También perdería dos Finales. Y en esas derrotas post elección de cambio, ya nunca más podría alcanzar a ese fantasma llamado Michael Jordan. Ni siquiera cambiando su número 23 por el 6. Después de jugar Finales en su año de novato, de caerse en varios cursos de playoffs en continuado, sucumbió al canto de las sirenas. A la tentación de lo fácil. Aceptable para el resto de los mortales, pero no para talentos destinados a ser leyenda. A sentarse en la mesa grande de los infinitos. De los inolvidables.
Es aceptable cambiar, pero primero hay que ganar. Como hizo Jordan. Como hizo Kareem Abdul-Jabbar después de ganar en Milwaukee Bucks. La fidelidad paga a la hora de evaluar carreras. Lo sabe Bill Russell. Lo saben también Magic Johnson, Larry Bird, Tim Duncan y Stephen Curry, entre otros gigantes de la historia.
Lo mejor que hizo LeBron en sus años de jugador fue intentar reparar el pecado original. Por eso volvió a los Cavaliers y logró ganar un título, en 2016, que parecía imposible ante Golden State Warriors. Y lo consiguió tras estar 3-1 abajo en Finales, algo inédito hasta ese entonces. Ese fue su mayor hito narrativo. La tapa contra Andre Iguodala es, sin lugar a dudas, la jugada de su carrera. La expiación para cicatrizar una herida que, inevitablemente, siempre dejará marca.
Quienes conocen la historia, quienes peinan ya algunas canas frente al espejo, saben muy bien que de algunas situaciones no se vuelve. Es duro, pero es así. Porque ese título de Cleveland fue poco para alguien como LeBron. Todos sabemos que para un jugador así, un cometa Halley que pasa muy pocas veces en la historia de la humanidad, el jugador físicamente más importante de todos los tiempos, capaz de jugar en las cinco posiciones con facilidad, un único título en los Cavaliers es poco. De hecho, 4 en total sobre 11 Finales disputadas, incluyendo uno con Los Angeles Lakers en la Burbuja de Orlando, en 22 años de carrera, es insuficiente por donde se lo mire.
LeBron James se despedirá del básquetbol siendo uno de los mejores jugadores que alguna vez pisaron una cancha de la NBA. El rey de la vigencia y durabilidad. Pero no será nunca el GOAT. Ya no hay tiempo para eso. En su prime, en Miami, perdió dos Finales ante Dallas Mavericks (2011) y San Antonio Spurs (2014). Y luego, en su regreso a Cleveland, ganó una de cuatro ante Stephen Curry y compañía (2015, 2017 y 2018).
¿Qué hubiese pasado si La Decisión hubiese sido otra? ¿Y si se quedaba siempre en los Cavaliers? Es contrafáctico. El hombre, en definitiva, es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras.
En tiempos de apuros, impaciencia y liquidez, vuelve a quedar demostrado que la constancia, la perseverancia y la fidelidad pagan.
Michael Jordan es, fue y será probablemente el más grande de todos los tiempos. Bill Russell, el más ganador. No se trata tanto de lo conseguido, sino de las veces que se frustraron, se pusieron de pie y siguieron adelante.
El tiempo, queridos amigos, pone a cada uno en el lugar que le corresponde. Sin gritos ni discusiones: solo hay que saber esperar.
Una vez más: solo hay que saber esperar.
