Vivimos sumergidos en una realidad que nos consume a diario. Somos todos, en mayor o menor medida, víctimas de un sistema cuyo combustible primario es el tiempo. El engaño se traduce en forma de dinero, porque así parecería funcionar el capitalismo exacerbado: la paradoja es que quien tiene más bienes tiene, al mismo tiempo, menos horas para disfrutarlos.
"La vida es eso que sucede mientras estás haciendo otros planes", dijo alguna vez el británico John Lennon, miembro creador de Los Beatles y uno de los más grandes músicos de toda la historia.
Lennon, curiosamente, fue asesinado de cinco balazos a la joven edad de 40 años. Su leyenda aún continúa viva en estos días.
La lógica de las redes sociales nos invita a vivir a altísima velocidad, y son pocos, muy pocos, los que deciden no cruzar esa puerta que luce tan atractiva. Son tiempos de escasa reflexión, de egos desmedidos, de envidia sistemática con el de al lado, como si el jardín de enfrente siempre luciese más bonito que el propio. No alcanza con ser, sino que hay que parecer: la búsqueda recurrente de aprobación del otro es adictiva, es la forma de pertenecer dentro de un torbellino absurdo que no conduce a ningún lado. Que no sirve para nada.
La muerte de Kobe Bryant, con su hija Gianna de 13 años y siete personas más a bordo de ese helicóptero, nos obliga a todos a reflexionar. Como pasó en 1993 con el croata Drazen Petrovic, otro hombre joven, leyenda del básquetbol que tenía toda la vida por delante, el golpe es impacto y tristeza. El primer flechazo que cruza por mi cabeza es una pregunta: si esto le pasó a alguien como Kobe, mega exitoso, con premios deportivos por doquier, que supo pararse en la cima del mundo y no tenía inconvenientes económicos en sus espaldas... ¿qué queda para nosotros los terrenales? ¿tan frágil es nuestra existencia? La respuesta es sí. Somos frágiles, no conocemos como llegamos aquí ni tampoco sabemos cómo ni cuando nos iremos. Y cuando la vida nos muestra en primer plano esta clase de giros absurdos, inesperados, dolorosos, nos pone las cosas en perspectiva. Nos hace ver en carne propia lo afortunados que somos, que vivir es un milagro de todos los días, que tenemos mucho y que debemos aprovechar el tiempo que estamos aquí para hacer las cosas que verdaderamente importan.
Suelo estar mucho tiempo con mi familia, pero hoy abracé a mis hijos como nunca. Lo hice con el dolor del adiós de un jugador de básquetbol legendario en el pecho, por el amor a este deporte que tanto me moviliza, pero lo hice mucho más porque tuve conciencia plena de que esta tragedia tiene que haber servido de algo adicional. Y sentí, pasadas las primeras horas, que nos tiene que inspirar en nuestro propio entorno. El concepto de finitud, de tiempo aprovechado, nos debe empujar a ser mejores cada día, con todo lo que eso significa. Disfrutar más, sin culpas ni remordimientos. Salir a la calle con una mirada fresca, esperanzadora, que esquive el hábito y el costumbrismo. Que empuje de una vez y para siempre las quejas estériles. La muerte de Kobe, el adiós de una leyenda en plenitud de forma, es un hecho tan triste, tan conmovedor, que no alcanza con que descarrile por un rato nuestro presente: necesitamos ver la película completa para entender lo que estamos haciendo cada vez que suena el despertador.
Yo invito, entonces, a llorar lo que haga falta en estas horas posteriores. A sufrir el duelo que valga la pena transitar, sin tener que dar explicaciones a quienes no lo comprenden. Pero una vez que pase el dolor, una vez que la vida tome el cauce normal, sugiero que todo esto nos empuje hacia algo superador. Que nos anime a tomar ese café pendiente. Poder dejar atrás esa pelea absurda que nos carcome por dentro para volver a conciliar con quien haga falta hacerlo. Convocar a nuestros amigos para celebrar el milagro de la amistad. Dejar ese trabajo que ya no soportamos, sonreír cada vez que se pueda, llamar a nuestros hijos y recordarles, todas las veces que haga falta, que los queremos como a nada en el mundo. Poder decirle a nuestros padres que los amamos, a nuestra pareja que vale la pena vivir todos los días de la manera que lo hacemos. O que vale la pena cambiar para que todo cambie. El verdadero éxito no será el principio ni el final, sino el camino.
Decía Eduardo Galeano que “Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. La fragilidad de la existencia nos invita, una vez más, a vivir con plenitud.
Es sólo cuestión de animarse a intentarlo.