Stephen Curry inicia su rutina de precalentamiento. Trabaja con dos balones al mismo tiempo. La mirada al frente, la espalda erguida y la concentración como hoja de ruta. El dribbling es enloquecedor y adictivo: primero es vertical y luego oblicuo, con cambio de manos en la recepción. Los ojos del público se detienen ante la escena: ese rebote permanente, esa técnica fascinante de cinetismo acelerado, provoca una sensación sin precedentes. Los balones van, vienen, regresan: dos amantes que cruzan miradas para perderse luego en la infinidad de la noche.
Curry ahora se ríe. Un ilusionista que modela sus artes, que entiende que lo que hace es único. La piedra Rosetta del lanzamiento a distancia. Conoce, en su despliegue de maravilla, su pragmatismo despiadado. Se sabe superior sin caer en la arrogancia: es una realidad inexpugnable que se traduce en confianza. Empieza con su rutina de tiro y se aleja cada vez más. Diez centímetros, veinte, un metro, dos, tres, cinco. En sus manos descansa el sueño de los primeros héroes de este deporte: tener la habilidad para inflar las redes desde donde sea, como sea, sin procedimientos rígidos ni limitaciones físicas.