Tras ganar el anillo NBA, presentamos en ESPN una carta ficcional de LeBron James a la leyenda de los Lakers fallecida el pasado mes de enero en un accidente aéreo.
Querido Kobe:
Lo hice. Lo hicimos. Es raro, porque estoy feliz, pero siento que deberías estar aquí conmigo. No es justo. La vida muchas veces no lo es. Abrazo este trofeo y pienso que debería llevar tu nombre. Kobe. Sí, Kobe Bryant. Tanto has hecho por este juego. Tanto le has dado al básquetbol. No importa lo que diga el resto: para mí este título tendrá tu impronta. Somos lo que alguna vez fuiste y serás, por siempre, fuente de inspiración. Para nosotros, pero también para los que vienen.
Esto, querido Kobe, te pertenece.
Tus enseñanzas. Tu legado. Tu manera de hacer las cosas. Tu memoria. Ayer por nosotros, hoy por ti. Y también, por supuesto, por la pequeña Gianna. Por Vanessa, por tus tres hijas, y por todos los que supimos amarte dentro y fuera de una cancha de básquetbol.
Tendría tantas cosas para contarte, para decirte, para confesarte. Kobe, siento que me quedó tanto por compartir...
Nada de todo esto fue fácil. Luchamos duro para lograrlo y créeme: pensé mucho en ti en estos meses. No pude despedirte ni me creo capaz de poder hacerlo. Quería en cada ataque, en cada defensa, que sientas orgullo por nosotros. Me he preguntado muchas veces, a lo largo de esta temporada, si estábamos trabajando para estar a la altura de tus exigencias. Estuviste ahí, cerca de mi oído, para susurrarme, en los momentos difíciles, que no bajemos los brazos. Que si pensábamos en hacer cincuenta flexiones, hiciéramos cien. Llegar siempre antes que el compañero, ir siempre un poco más allá de lo racional: intentar ser, cada vez que suena el despertador, un poco mejores que el día anterior. Mejorar lo que hacemos para mejorar lo que somos. Kobe, deberías haber visto ese vestuario. Esa concentración, ese deber ser, ese respeto. Veteranos y jóvenes empujando hacia la misma meta, preocupados solo por ganar. En ese espíritu de conjunto estaban tus enseñanzas.
Desde tu partida, nos hemos convertido todos en guardianes de tu memoria. Desde que me puse por primera vez este uniforme, desde que caminé por primera vez los pasillos hacia el vestuario que fue nuestro mantra, supe que ser un Laker no solo es un desafío: es un compromiso. Una misión. Dentro y fuera de la cancha. Siento que también estuviste junto a mí y mis hermanos luchando por nuestra comunidad. Tuvimos que hacerlo. Es nuestra obligación. Y ahí también estuvo tu figura con nosotros: codo a codo por nuestros derechos, en defensa de la vida. Me enseñaste que la única lucha que se pierde es la que se abandona.
Fuiste, para mí, una especie de hermano mayor. Y eso no se olvida. Cuando llegas a un determinado lugar, a un cierto status, es difícil que el resto te entienda. Y tu lo sabías cuando me hablabas. Nunca hubo segunda intención, siempre sinceridad. Fuiste consejero, pero también espejo de convicción. Quiero decirte algo: ¿de qué valen las comparaciones? ¿Acaso importan? Entendí que de nada sirve perseguir fantasmas. Hay que abrazarlos. Porque en algún lugar, en algún tiempo, confluye todo lo que hacemos por este deporte. Lo que cada uno toma del anterior y lo que podemos dejar para el que viene. Págale al que lo continúa. Así fue contigo y así espero que sea conmigo cuando ya no esté. El juego no es de nadie.
El juego es de todos.
El dominio de Mikan, el clutch de West, el vuelo de Baylor, el sky hook de Kareem, el showtime de Magic, la fuerza de Shaq y tu mentalidad. Uno para todos y todos para uno. Estoy convencido que la cultura Lakers vive en la Mamba Mentality. Ese intangible nos guió en este proceso de campeonato. Nos unió como equipo. Nos hizo entender que nuestro propósito solo fue una continuidad de TU propósito. Que la hoja de ruta que trazaste con ese grito de desahogo en 2010 hoy se completa, luego de una década, como si el destino hubiese sellado un pacto en el tiempo imposible de romper.
Déjame confesarte algo: como tú, yo también soñé siendo un niño. No tuve una infancia fácil, no fue un barrio sencillo. Sólo éramos mi madre y yo. Pero nunca me faltó nada. Nunca dejé que eso suceda. Construí mi propio mundo de protección: transpiré, jugué, me divertí. Amé el básquetbol tanto como tú y me esforcé para poder ser cada día mejor. Entrené en invierno y en verano. Día y noche. Lloré, pero también sonreí. Me equivoqué muchas veces y acerté otras tantas. Perseguí, en el silencio de mis propios pensamientos, una única ilusión: poder decir, algún día, que era campeón de la NBA. Poder decir que yo también podía ser como aquel jovencito número 8 que evolucionó en superhombre con el número 24. Aquella leyenda capaz de lograr imposibles con el uniforme púrpura y oro. El genio de los 81 puntos, el héroe de los cinco anillos, la mente de acero que pudo superar lesiones imposibles sin quejarse ni una sola vez. Caerme, levantarme y volver a intentarlo. Ser como ese jugador que no conocía las excusas. El que pudo decir adiós a tiempo. El líder de su manada, el compañero exigente al extremo, el amigo ideal.
El que supo dar el siguiente paso para convertirse en el padre que todo hijo desea tener.
5, 4, 3, 2, 1.
¿Mamba out?
No.
Mamba para siempre.