The Last Dance, más que el último baile, fue el último viaje hacia un mundo ya extinguido.
Una tierra de héroes y villanos, de lealtades y traiciones, de ganadores y perdedores. Una época de guiones perfectos e improvisaciones inolvidables. De líderes de opinión sin expertos en marketing. De trajes abombados, colores estrambóticos y celebridades con secretos escondidos.
Nosotros somos la generación de la televisión de tubo y el teléfono fijo. Somos el cassette que se lee en el lado A y lado B. El Walkman, las cámaras de fotos con rollo, los floppy disk y los VHS gastados. Somos las tardes enteras dentro del club. Somos los álbumes de figuritas, los temas musicales pedidos al operador en la radio y las cosquillas en la panza al introducir la moneda en la ranura para escuchar el tono. Somos la magia de la Commodore 64 y las máquinas de Arcade. Es lo nuestro entrelazado con lo de ellos. Mafalda, Fontanarrosa y El Gráfico. Asterix, Lucky Luke y Tintín. Somos la adrenalina de los viajes en el tiempo de Doc y Marty, el corazón de Rocky Balboa, la sapiencia de Miyagi y el terror de Freddy Krueger. Somos, también, el piano de Charly García, el alarido de Axl Rose, la transgresión de Freddy Mercury y el doloroso adiós de Kurt Cobain.
Somos los tintes fluorescentes, los raros peinados nuevos y las primeras zapatillas con cámara de aire. Las camisas dentro del pantalón, los jardineros y los jeans lavados. Somos los que aún podían esperar. Los que desconocían qué pasaba del otro lado del continente. Los que construían historias lejanas con rumores e imaginación.
Somos la generación que quiso gambetear y pegarle a la pelota como Diego. Que se conmovió con las corridas de Agassi, con los puños de Tyson, con la muñeca de Senna.
Nosotros somos los que amamos a Michael Jordan. Los que jugamos a emular su dribbling, sus tiros, y sus hazañas. Los que calculamos con una regla imaginaria la distancia irracional de un salto entre el tiro libre y el aro. Los que sacamos la lengua en el aire y contamos a la inversa, en el patio de nuestras casas, con el único fin de desactivar la bomba que nos permitió ser héroes de nuestra infancia por una tarde.
¿Te acordás lo que supiste ser alguna vez?
The Last Dance es justamente eso: un recuerdo. La bella historia del regreso perfecto a una época olvidada. El compromiso que nos invita a rever un contrato firmado con nosotros mismos. Una llamada por teléfono para comunicarnos con nuestro yo más joven y pedirle, por favor, que disfrute cada minuto, que no se pierda nada, que salga más. Que quedarse esa noche en vela para vivir esa aventura valdrá la pena. Que aproveche, que se apure, porque se termina. Un viaje de introspección a la niñez y la pre adolescencia, ticket para subirse al tren con destino a aquellos años dorados en los que aún estaban con nosotros los que ya no están. En la que todo parecía un cuento narrado a la perfección.
Tiempos en los que aún teníamos todo por decir, todo por hacer, todo por vivir.
Con el mundo en standby, el regreso diagramado fue perfecto. Los dioses del destino se confabularon, porque sin distracciones nada ni nadie pudo contaminar la travesía. Para que fuese exacta, para que la puerta del tiempo cobre sentido, usamos las armas que teníamos en aquel entonces: tuvimos que esperar. Como Morfeo con Neo, las instrucciones fueron claras. Ingerir solo dos pastillas por semana para vivir a pleno el sueño de la vuelta perfecta. El carrousel, entonces, giró durante seis días para que podamos quitar la sortija el domingo. Por cinco semanas, la caja donde guardábamos las mejores fotos cobraron vida. Los recuerdos de aquel entonces fueron vivencias. De nuevo: de héroes y villanos, de lealtades y traiciones, de ganadores y perdedores.
Dicen aquellos que han estado muy cerca de la muerte, que antes de cruzar el túnel, existe una luz tan brillante que empuja y arrastra. Dicen, además, que la vida se presenta como un videoclip que pasa a la velocidad de la luz. Que podemos verlo todo a la espera del juicio final. No sabemos si eso es cierto o no, pero lo que sí sabemos ahora es que existe una fórmula para vencer al tiempo y alcanzar la inmortalidad: una pelota de básquetbol, una camiseta roja número 23 y diez horas en continuado para reconstruir la mejor historia jamás contada.
What time is it? Game Time!
Qué bueno, otra vez estamos juntos.