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Nikola Jokic, el ícono del básquetbol de la desaceleración

Jokic se ríe y no es para menos: el básquetbol en sus manos es, en cada ataque, una ilusión. Getty Images

Bienvenidos al juego los abogados defensores del ejército de las impurezas. Letrados sin título que enaltecen lunares que embellecen los rostros. Pasen, siéntanse cómodos. Disfruten los amantes del básquetbol de la no cinética, los visitantes ilustres de las heladeras en las pausas, los deportistas de sillón acostumbrados a engrasar controles remoto. Los que intentaron alguna vez, en vano, cambiar la historia con la pelota en las manos. Los que lo quisieron en algún momento pero ya no. Los panelistas de asados frecuentes, los que se divierten entre amigos, los que discuten y se enervan por una idea estéril que morirá con la misma impronta que nació.

Allá va, entonces, Nikola Jokic. El que fue gordo pero ya no. El que dejó de ser gordo pero está próximo a volver a serlo. El que, chaqueta de cuero mediante, bien podría ser el matón de una serie policial de moda. El que conoce que la desventaja puede transformarse, moviendo las piezas correctas, en una diferencia favorable. Jugador contracíclico si los hay. El gigante de Sombor de 2.13 que supo tomar dos litros de Coca-Cola por día y comer medio kilo de Börek en los desayunos antes de convertirse en profesional de elite, casi a punta de pistola.

Jokic dice sin inmutarse, en conferencia de prensa, y ante los ojos del mundo, que es paciente no porque quiere, sino porque no puede. Que camina porque le cuesta correr. Y en esos dichos a la prensa, en ese dejo de sinceridad, se abraza como un chico a una legión que defiende destellos de amateurismo en un mundo profesional despiadado. Porque Jokic es, en un mundo de matemáticas frecuentes, de numeritos en la sopa de todos los días, literatura de prestigio. Es contenido, pero mucho más que contenido es forma: significante por encima de significado. Lo que es, pero mucho más lo que parece que es.

Jokic es un talento multiposición capaz de trasladar el balón con una visión periférica jamás antes vista para un biotipo así. Un panóptico humano que todo lo hace, todo lo dice y todo lo puede. Velocidad de maxibásquet entre gacelas, cada ataque es casi una condena: arrastrar la piedra a la cima de la montaña para dejarla caer y empezar de nuevo. Pases oblicuos, ángulos inexplorados, ventajas jamás antes contempladas en un deporte que mide centímetros con la obsesión de un foto-finish en una carrera de caballos.

Nikola es la reconstrucción de un básquetbol balcánico que ha redefinido conceptos. Un empezar de nuevo desde una posición-espejismo. Como ocurre también con Luka Doncic en Dallas Mavericks, Jokic es un suspiro que continúa los "Sueños Robados" de Juanan Hinojo. La escuela del deporte de ralentización, ya sin alturas, que oficia en modo relámpago dentro de la Matrix llamada NBA.

¿Qué tiene que ver entonces un fanático de Latinoamérica con un jugador de básquetbol nacido en Serbia? En los papeles nada. En el día a día, mucho. Y aquí viene lo definitivo: Jokic es, en sí mismo, una ilusión. No es el mago que ejecuta el truco, no es el profesional que sorprende con el pase de magia, no es quien desparrama naipes sobre el paño. Él es en sí mismo el acto central que se ejecuta. Jokic es el truco, el pase de magia y los naipes. Todo junto. Pero por sobre todas las cosas es una emoción compartida nacida de la limitación que arrastra: una construcción idílica de quien sabe lo que es sentirse más lento que los demás. De quien se sabe caminador en tierra de galope. De quien arrastra el bastón todos los días, en silencio, para igualar al ignorante que considera la ficción que reza que todos somos iguales.

Ahí va, entonces, quien es el mejor representante del ejército de la impurezas. Los abogados defensores, desde sus casas, se reproducen, noche a noche, de manera geométrica. Están unidos en una causa: sentados en el sillón descansan el chico que todavía quiere pero no podrá, el joven que lo intentó y no llegó, el que solo lo hizo para divertirse y el talento entrado en años que supo ser pero ya es demasiado tarde. Todos, a miles de kilómetros de distancia, aprietan los dientes, cierran el puño y enfocan pupilas en la pantalla. Luchan por un mismo cometido: ver si finalmente Jokic puede concluir su proeza interminable. Detectar si con su básquetbol cansado, de gota gorda, puede salirse con la suya. Si el cerebro fino puede contra los músculos tensos. Si esta idea bella en su concepción puede transformarse en realidad concreta. Si la poesía puede derrotar al álgebra. Si este impostor traído de otro mundo, de otra época, de otro espacio, puede edificar algo distinto de verdad.

Jokic es, en definitiva, un bohemio deportivo que se comporta como tal. Que juega como dice y dice como juega. El crack sentado a la orilla con las zapatillas acordonadas al cuello a la espera de que alguien lo descubra, como ocurrió a sus 17 años cuando lo hallaron, casi por casualidad, en el pequeño club Vojvodina en Novi Sad. El jugador multiposición, el velocímetro que desciende para hacer la diferencia, los ojos bien abiertos para encontrar ventajas.

"Vísteme despacio que estoy apurado". Con Jokic, los defectos dejan de serlo para transformarse en ventajas.

Y esto, por supuesto, es una cualidad solo para elegidos.