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La mala costumbre llamada Manu Ginóbili

Facu Campazzo es hoy por hoy el máximo exponente del básquetbol argentino en la NBA Getty Images

"Gracias, Dirk". Manu Ginóbili toma un balón con su mano izquierda mientras con la derecha controla que el asado no se pase. Asiste a Zach Lavine para que selle un alley oop de fantasía frente al icónico Hoop Bus del NBA Lane.

Son los 75 años de la NBA y allí, en la constelación de las estrellas más brillantes, está el escolta argentino compartiendo vecindario. Es uno más de la galaxia más acabada del deporte de los cestos. Nadie se sorprende, nadie se inmuta, nadie duda que pertenece a ese lugar.

Ahora Ginóbili atraviesa un pasillo imaginario mientras sostiene con su mano derecha una taza de Looney Tunes. El primerísimo primer plano enfoca lo determinante: cuatro anillos de NBA brillantes, relucientes, emblemáticos, abrazan el asa para desenmascarar lo inevitable: sorpresa, excitación, y respeto ante los ojos de Bugs Bunny y compañía. El mejor jugador latinoamericano de todos los tiempos asoma simpático, dice sus líneas, y provoca una sonrisa. El impacto de inmediato le da lugar al respeto. No es uno más. Parece lógico que suceda algo así, un guión preestablecido con guiños que todos comprendemos. La línea habitual que une los puntos para entender sin demasiadas palabras.

Pero no es normal, ni lógico, ni frecuente. Ni siquiera parece real. Para aquellos que crecimos en la NBA de los años 90, ver a Manu en un lugar semejante es onírico, surrealista, impensado.

Los argentinos vivimos, de la mano de Ginóbili, 15 años maravillosos. Manu siendo determinante en cuanto partido se ponga enfrente. En serie regular y en playoffs. Abrazado a Gregg Popovich, Tim Duncan y Tony Parker con el trofeo Larry O’Brien a los pies. No una, no dos, no tres. Cuatro veces. Ginóbili junto a sus compañeros de la Selección Argentina reinventando el básquetbol FIBA en Atenas 2004 tras ganar el oro olímpico luego de vencer dos veces al Dream Team estadounidense. En silencio, sin estridencias desmedidas, construyó momentos icónicos y cambió el mapa del básquetbol en Argentina: gracias a él, San Antonio pasó a ser destino obligado para los amantes de los piques y las redes.

La lista de los mejores 75 jugadores de la historia de la NBA fue otro tema que puso las cosas en situación. Para algunos, Manu debió pertenecer. Para otros no. De todos modos, algo quedó claro: a nadie le pareció descabellado que sea uno de los nombres en disputa por integrar ese grupo selecto. Repetimos: estamos hablando de los mejores 75 de la historia, entre los que figuran Michael Jordan, Magic Johnson, Larry Bird, LeBron James y Bill Russell ¿Se alcanza a entender su magnitud?

Quizás sea por eso que noche a noche nos encontramos huérfanos de esta sensación de ser invitados de lujo en la fiesta de etiqueta. Errantes de protagonismo, cuesta entender que ya no hay lugar para las mesas elite, y por más que se intente forzar algo a los gritos, a los empujones, esta vez estamos en la lista de los que pueden entrar después de las doce. Y que eso también es muy valorable, porque a esta fiesta, queridos amigos, no entran todos. En definitiva, las cosas muchas veces no son como queremos que sean sino como son: sobredimensionar en tiempos de redes sociales se ha convertido en una costumbre de todos los días.

Hay que tratar de poner las cosas en el lugar que corresponden. Cuesta porque el fanatismo es también, por qué no, una forma de amor encubierto. Y el amor desmedido por algo es ciego y confunde. Facundo Campazzo es un grandísimo jugador, un talento con un corazón que galopa, pero todavía atraviesa su segundo año en la NBA y es tan equivocado hacer críticas despiadadas como elogios desmedidos. La evolución será partido a partido y el consejo es evitar la montaña rusa de lo doctrinario. Esquivar los dardos de las verdades absolutas es el objetivo para quien se acerque a medir sus actuaciones.

Leandro Bolmaro es un proyecto de alta calidad que tiene que ir muy de a poco, necesita aún una formación por delante que solo la otorgan las horas de vuelo. En entrenamientos primero y en partidos después. Y lo de Gabriel Deck es doloroso e incomprensible: ¿A quién se le puede ocurrir llevar a una de las estrellas de Real Madrid para calentar banco en un equipo de jovencitos que está destinado a navegar en las aguas de la intrascendencia de la NBA? Quien haya pensado en tanking, le recuerdo que recién OKC jugó cuatro partidos –por supuesto, los perdió todos- en serie regular. Sería más incongruente aún esta decisión.

En definitiva, Ginóbili nos ha acostumbrado a los argentinos a cortar tickets de un mundo para la mayoría inexistente. Supimos inflar el pecho en cualquier discusión de básquetbol que se presente y tener razones de peso para tener razón. Pensar que aquello fue lo lógico es el error recurrente, porque la realidad apoyada en la casuística dicta lo contrario. Ese escenario ya no existe: a los banquetes no entran todos, solo los elegidos, y aquel muchacho de Bahiense del Norte lo fue. Y con él de partenaire, pudimos ir todos detrás.

¿Cómo seguir entonces? Para dar el paso adelante, lo primero es entender. Quizás requiera para muchos un baño de humildad que obligue a erradicar las expectativas alocadas. Solo así se podrá empezar a ver la película completa. De a poco, centímetro por centímetro, evolucionar de una manera lógica y ordenada. Alcanzar los límites esperables para luego romperlos y reescribir guiones.

Para alcanzar resultados extraordinarios, para volver a sorprendernos, hay que entender el punto de partida. Esa mesura es el principio del camino.

Más allá de la euforia, nuestros representantes merecen ese tiempo.

Queda en cada uno de sus seguidores aceptarlo.