En el boxeo, al igual que en todos los deportes, hay algún individuo diferente y que provoca la atención por sí mismo, de manera independientemente a la atracción o no que genera su desempeño en el cuadrilátero. Son figuras mediáticas con vuelo propio y que cautivan a una masa aficionada diferente y no necesariamente erudita del boxeo.
Muhammad Ali fue el primer ejemplar con esa clase de estatura mediática. Sus peleas convocaban siempre a una masa ocasional de adeptos al boxeo, adeptos que a la semana ni siquiera recordaban el resultado de la pelea. La masificación del deporte, como negocio televisivo, le abrió las puertas a otros ejemplos de reyes de la mercadotecnia a partir del éxito deportivo, Mike Tyson, Roberto Duran, Ray Sugar Leonard, Julio C. Chávez, Oscar de la Hoya, Manny Pacquiao o Floyd Mayweather Jr. entre otros.
Excepto Floyd, todos los demás, al igual que Ali, en sus patrones de importancia siempre mantuvieron como objetivo esencial la búsqueda del éxito deportivo por encima del mediático. Apostaron siempre a ganar la admiración del fanático por sus proezas deportivas y no por su carisma mediático.
Floyd Mayweather Jr. llegó para romper esa ecuación y de paso terminar con esta saga de campeones diferentes, a los que yo denomino "show-boxer". Floyd, para llegar a la cumbre del boxeo, eligió su carisma personal por encima de sus innegables capacidades boxísticas. Curiosamente, se transformó en el rey del show, imponiendo lo que dicen las reglas del boxeo pero no las del espectáculo. El boxeo, como deporte, se sustenta en el primer concepto que aprende cualquier púgil cuando inicia su carrera "pegar y que no te peguen".
Sin embargo, el show del boxeo, además de aceptar ese concepto, también exige pasión y emociones. El fanático de verdad, el que cultiva el conocimiento del boxeo como si de una religión se tratara, el que no pierde peleas, el que conoce de reglas, de estilos, de técnicas, de estadísticas y además guarda en su memoria el recuerdo de las más grandes batallas, no concibe a un verdadero campeón sin su cuota de pasión y emoción.
Floyd rompe esa regla. Sin embargo, a los 37 años se mantiene como un negocio en sí mismo y sigue atrayendo multitudes, como moscas hipnotizadas por la luz fosforescente hacia la que vuelan para estrellarse sin comprender la razón. ¿Cómo se explica?
Para responder esa pregunta, es necesario regresar a Muhammad Ali. "Floyd también convoca a una masa ocasional de adeptos al boxeo". Adeptos que, sin un conocimiento real ni una memoria selectiva sobre este deporte, consideran que lo que ven es lo que realmente debe verse.
Floyd es un prestidigitador, un mago de las luces, un histriónico creador de falsas hazañas, que ha logrado convencer a muchos de que su boxeo es la verdadera esencia de este deporte. Su boxeo avaro y de carreras laterales. Su boxeo tacaño de dos o tres golpes certeros con técnica pero sin potencia, apenas útil para ganar en las tarjetas. Su boxeo cómodo, de rapidez para huir a todos los acosos, su boxeo que transforma en sublime el arte de escabullirse, su elocuencia gestual y hasta el largo trabajo promocional previo a cada actuación, han conseguido traer al boxeo a otro tipo de fanático. Un fanático responsable del impresionante éxito económico de la última década del boxeo y que lo ha tenido a Floyd como el campeón en las ganancias. Esa fue la buena noticia
La mala noticia, sin embargo, es que a la larga, ese éxito descomunal ha dañado a este deporte, porque Floyd ha lucrado transformándolo en un exagerado juego promocional, donde se aprovechó de la inocencia de un público convencido de que el verdadero boxeo profesional, el boxeo espectáculo, es eso y no otra cosa.
Y Floyd, en realidad, solo ha fomentado costumbres atroces para el boxeo actual, como la absurda certeza de que el campeón elige a sus rivales y perfectamente se arroga el derecho a evitar a los mejores, a rivales peligrosos o a aquellos que pudieran poner en riesgo su invicto o su aureola de invencible.
Mayweather trajo al negocio la figura preponderante del campeón supremo según la repercusión del show y nunca la de su destreza boxística. Para ello seleccionó rivales (Maidana, Guerrero, Ortiz, etc), se apropió para sus eventos de fechas ajenas a su propio evento (fechas patrias mexicanas), hasta determinó el nombre del referí para sus peleas (Kenny Bayless en su última pelea), impuso exigencias inalcanzables a sus rivales para no enfrentarlos (Pacquiao) o hasta se dio el lujo de determinar el tipo de guantes que debían colocarse sus oponentes (Maidana).
Montar un circo sin ser un actor de circo, tiene su precio y Floyd lo está pagando. Las ventas del PPV de su última batalla, seguramente, serán menores que la anterior, así como fueron menores las apuestas. La pobreza de sus espectáculos le ha dado un golpe mortal al éxito del PPV, al punto que los propios promotores reconocen que el mismo ya es una alternativa agotada.
Ni siquiera las crónicas populistas indicando que Floyd podría igualar el sagrado record de Rocky Marciano o la posibilidad que el propio Floyd mencionó este sábado, de estar dispuesto a pelear contra Manny Pacquiao, consiguen elevar el entusiasmo. Es verdad que la magia parece estar diluyéndose, pero la única verdad es que nunca hubo magia. Floyd solo fue una ola pasajera que a su paso embolsó millones de dólares en tristes programas de peleas y ha cargado sobre su espalda, a los residuos de una época gloriosa del boxeo. ¡Vaya paradoja! Al peor de todos, le corresponderá el triste, el honor de apagar la luz de esa época. Por eso es el último show-boxer transitando el tramo final de su carrera, rumbo al ocaso y al olvido.
Y esa es la mejor noticia. Floyd, oficialmente, terminó su carrera este sábado en un fiasco de batalla contra el argentino Marcos Maidana. Y es verdad que ahora podrá cumplir ese absurdo contrato de seis peleas con la cadena Showtime y celebrar dos nuevos combates, pero solo servirán para inflar un poco más un globo repleto de aburrimiento y decepciones. Ya no importa a quien enfrente. Nos ha cansado, ya queremos que se vaya.
Su salida del escenario mundial abrirá un enorme espacio al boxeo que todos queremos ver. El que se atiene a las reglas del espectáculo y también a las reglas del sentido común. Peleas de verdad, con gladiadores sedientos de gloria, con guerreros dignos de aplaudir, aún en la derrota. El boxeo de sangre, de raza, de técnica sin renuncias al intercambio, de no dar pelea por perdida, el de caer y levantarse. En definitiva, el boxeo de valientes, el único que debe existir.
Lo de Floyd es tan nocivo que el futuro no permitirá ejemplos parecidos. Quien quiera ser el mejor, deberá ganarle a los mejores. La propia gente, el propio fanático castigará con su indiferencia a quien rompa ese equilibrio. Ni siquiera el fanático ocasional, el que no entiende el boxeo y le da lo mismo queso que mortadela, tendrá también consciencia clara sobre lo que significa emoción y pasión en este deporte. Porque cuando todos hablemos de falta de emoción, cuando hablemos de boxeo tacaño, cuando busquemos un ejemplo claro de lo que no queremos para este deporte, todos recordaremos a Floyd Mayweather. Y ese día, nos alegraremos de que haya sido el último "show-boxer".