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Nikola Jokic, los Denver Nuggets y la belleza del juego

Creíamos que el básquetbol era tirar triples y correr. Impulsar el ritmo, acelerar para encontrar ventajas. Los Golden State Warriors de Stephen Curry nos dijeron eso con resultados. Teníamos pruebas de sobra.

Sin embargo, la revolución es un sueño eterno edificado a través de matices. Cuando creíamos que estaba todo inventado, llega un genio desde una tierra lejana para invitarnos a repensar todo.

Nikola Jokic dice, con su básquetbol cansado, que fuimos engañados por años. El mito de la caverna de Platón nos devuelve a tiempos anteriores: todos observando el reflejo de una pared cuando la verdad estaba ahí afuera a punto de ser redescubierta.

Lo que vimos en el Juego 1 de las Finales NBA es la perfección con la que alguna vez soñaron los grandes maestros de este deporte. Erik Spoelstra intentó todo, pero todo fue en vano. ¿Defensa zonal? Leamos el manual que ya tiene polvillo en la biblioteca: subir al poste alto y generar desde allí. ¿Doblajes? Asistencia desde donde sea al tirador abierto. ¿Uno contra uno en defensa hombre a hombre? Suicidio para el defensor primario.

La belleza del juego descansa en las manos de este jugador-panóptico, un Gran Hermano del básquetbol que tira como Larry Bird, pasa el balón como Magic Johnson y se mueve de espaldas como Arvydas Sabonis.

La velocidad no está en las piernas sino en la cabeza. Lo que vale es la ejecución, son esos ángulos oblicuos, esos pases lacerantes, los que enamoran. Dinámica de lo impensado en cada ataque.

Jokic borró sus redes sociales hace tres años porque no se sentía cómodo con la exposición. Es humilde por esencia y no por decisión. No le sale otra cosa. Sin buscarlo, es un antisistema que no se corresponde con el crack NBA tipo que le grita los dobles al rival, que sonríe para la cámara, que utiliza outfits extravagantes a la llegada de un estadio.

El gigante serbio juega para hacer felices a todos. Tiene en Mike Malone un entrenador que ha crecido mucho en el último tiempo y que se expresa con la sabiduría del laissez faire: la mano invisible que permite que el genio de Sambor acomode el ecosistema de los Nuggets. Jamal Murray es un armador-anotador increíble de corazón y sangre caliente, Michael Porter Jr. un alero fino con mano de seda que aporta en defensa, Aaron Gordon un defensor elite que se mueve cada vez mejor en ataque, Kentavious Caldwell-Pope un alero serio que hace todo lo que el equipo necesita. Bruce Brown Jr. dio un salto cualitativo enorme.

Es un equipo con todas letras en el que nadie discute al de al lado. Una versión posmoderna de los San Antonio Spurs que lograron ser dinastía. Con diferentes estilos, pero con fluidez similar: Jokic es el director de orquesta, el Aleph indiscutido, pero los intérpretes que lo rodean son un lujo.

Hablemos, entonces, de esa felicidad compartida. ¿Cómo se expresa? Cediendo una parte para obtener el todo. El básquetbol se interpreta con el cerebro, se ejecuta con las manos y se siente con el corazón. Nadie puede ser feliz solo: el altruismo, ese compartir en continuado, despierta la ilusión de que algo mejor puede ser posible. Pase, pase, pase y tiro. Jokic no necesita el MVP para mostrarse como el mejor. Ni siquiera necesita tirar al aro: da un paso atrás para que el resto se luzca. Agacha la cabeza, algún compañero de turno festeja y la multitud emerge en alarido.

Nadie puede ganarle a un equipo que se respeta, se aprecia y se une en función de una causa. El Heat, grupo de carácter y lucha, compite y se esfuerza. Y así será por el resto de la serie.

Pero algo tenemos que tener claro: Denver tiene a Jokic y Miami, no.

Y al final del camino, esa puede ser la única, gran y simple diferencia para ser campeón.

Ni más, ni menos que eso.