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Stephen Curry, el sueño consumado de James Naismith

Getty Images

Cuando el profesor James Naismith diseñó las reglas del básquetbol en el frio Springfield College, pensó al deporte naciente como un juego de puntería.

Olvidemos por un momento esos cestos de base rígida y detengámonos en la visión estadista de aquel catedrático canadiense. Crear un deporte de invierno, bajo techo, que favorezca la habilidad por sobre todas las cosas. La ejecución por sobre el contacto, la fineza de lo elegante por sobre la brutalidad de la fuerza.

Penélope entregando su vida a Odiseo tras cumplir la proeza de su arco: que atraviese la flecha por los ojos de doce hachas alineadas.

Stephen Curry destronó a Wilt Chamberlain el lunes por la noche como el máximo anotador de todos los tiempos de los Golden State Warriors y alcanzó un infinito. Derrotar en algo a un ícono así es, de algún modo, vencer al tiempo. Resquebrajar una época, desvestir santos, sumergirse de un chapuzón en la eternidad. Ya de por sí el contenido de lo alcanzado es difícil de asimilar, pero en el caso de Curry el mérito está en la forma. Si Chamberlain, el hombre del cartel de los 100 puntos, conquistó todas las tierras posibles con su juego cerca del aro, Curry fue quien lo hizo devolviendo el básquetbol a sus cánones originales: a distancia, encestando como sea, donde sea, a la hora que sea.

Veámoslo así: Curry es, en sí mismo, un engaño. Un atleta histérico: en un deporte que ha hecho un culto de la destreza física, se lo percibe limitado, pequeño. Sugiere algo pero entrega otra cosa; Curry, en definitiva, es un ejercicio de simulación en continuado: detrás de esa sonrisa de colegio secundario, de ese andar despreocupado a los empujones por los pasillos, se esconde el terror puro de quien se ponga enfrente.

En un mundo que necesita reglas, Curry llegó para destruirlas a bombazos. Su juego luce sencillo pero en su simpleza se esconde un estilo devastador y escalofriante. Escapa a los parámetros de lo lógico: no escala montañas, no destruye tableros, no vuela por los aires: tira al aro. ¿Solo eso? Sí, solo eso, con la diferencia clave que lo hace burlándose de los manuales de los grandes maestros de la disciplina: sin los pies asentados en el piso, con el doble paso en transición, desde distancias kilométricas, sin esperar a la carga del rebote, sin necesitar una cortina. Sin siquiera mirar el aro. Y a una velocidad de Fórmula Uno, capaz de desenfundar más rápido que Billy The Kid en el Lejano Oeste ¿Cómo defender a un jugador así?

Han pasado 12 temporadas, 745 partidos, y seguimos sin conocer la respuesta.

Curry ha sido, en la revolución del básquetbol efectuada por los versátiles Warriors, el artífice principal del ritmo acelerado que vemos hoy en la NBA. Después de ellos, con él como líder, aparecieron los demás como una consecuencia de equiparar un estilo. Y lo ha hecho sin tener el biotipo de estrellas como LeBron James, Giannis Antetokounmpo o Kevin Durant. ¿Qué hace Curry? Corre, se mueve y tira sin pensar. El no-brainer por naturaleza con una efectividad absurda que no ha bajado pese a cruzar, desde hace tres años, la barrera de los 30 abriles.

Y entonces, cuando aparece un Mozart, empieza el mundo a seguir sus pasos. Los lanzamientos desde el logo de Damian Lillard, por ejemplo, son una interpretación personal de lo que Curry inventó. Antes de él, tirar desde nueve metros era una práctica tan obscena para el básquetbol que era motivo de burla. Hoy nadie castiga a quien ejecuta un tiro así, promediando un segundo cuarto, con varios segundos en la posesión. Sin embargo, los entrenadores de formativas de todos los clubes del mundo se toman la cabeza, porque los niños juegan a ser Curry en las prácticas, sin una mecánica trabajada, sin el ABC de los fundamentos desarrollados. Y se entiende, porque la confusión se adentra en el intento: nadie puede saltar como Michael Jordan o LeBron James, por eso ni se intenta, pero todos podemos tirar al aro. De ahí la empatía con el fenómeno. De ahí pensar que cualquiera pueda hacerlo, sin entender que la diferencia radica en el propio talento del emulado: todos pueden lanzar el balón pero nadie puede hacerlo como Curry. Parece fácil, pero es, pese a la ilusión de copiarlo, imposible. He aquí la lógica del superhéroe de Marvel: sonrían con lo que hago, pero no intenten hacerlo en sus casas.

La belleza del juego, el sueño acabado de Naismith, se materializa en la muñeca de Curry. Cierra los ojos el padre del básquetbol y descubre el movimiento perfecto: tríceps y antebrazo dibujando un ángulo de 90 grados. El balón que se despega de la yema de los dedos, el sonido de la red consumiendo el balón y el éxtasis por partida triple: jugador, compañeros y público presente. La sonrisa que se dibuja, los brazos al viento y la alegría de volver a ser. El tirador, una vez más, vence al atleta de músculos trabajados. La evolución del tiro abraza para siempre la génesis del juego. La perfección es ahora la naturaleza que se expresa: el arte y el deporte encuentran un punto en común que será tan hermoso como efímero, un beso en un callejón entre desconocidos que nunca más volverán a verse. Curry rompe, con su movimiento surrealista, todos los patrones de lo esperado. A puro triple, a máxima velocidad, destruye la marca de Chamberlain de 17.783 unidades convertidas, que ostentaba desde 1964. Y lo hace regalando una temporada, porque el año pasado, vaya dato que lo eleva aún más, jugó solo cinco partidos por lesión.

Podrán disfrutarlo o padecerlo, amarlo u odiarlo, pero nunca podrán ser indiferentes a Stephen Curry, el mejor tirador de la historia del básquetbol.

Decía, con sabiduría, Jonathan Swift: "¿Cómo reconocer a un genio en la sala? Simple: todos los necios conjuran contra él".