Nota del editor: Alex Rodríguez tiene una relación particular con los cuatro peloteros elegidos para su exaltación al Salón de la Fama en 2019. Fue compañero de equipo de tres de ellos (Mariano Rivera, Edgar Martínez y Mike Mussina) y jugó contra Roy Halladay durante el transcurso de sus respectivas carreras. En los días previos a su reconocimiento en Cooperstown, A-Rod comparte las historias de esas estrellas (como compañeros, competidores y amigos) en sus propias palabras.
Cuando tenía 18 años y estaba en mis primeros días con los Seattle Mariners, Edgar Martínez me dedicó algunos elogios con uno de los periodistas que cubrían diariamente al equipo. Cuando lo leí en el diario al día siguiente, fui a una tienda en una esquina, compré un marcador y unas tijeras y con sumo cuidado, resalté y corté su cita. Pegué ese trozo de periódico a la esquina inferior derecha del espejo del baño de mi apartamento y cuando mis amigos me visitaban, les señalaba ese recorte para mostrarles lo que había dicho.
Sus palabras tenían suma importancia debido a lo que representaba Edgar: ciertamente, hablamos de un gran bateador, de un miembro del Salón de la Fama; aunque también se trata de una persona con alma y sustancia.
Lo gracioso era que, cuando me incorporé por primera vez a los Mariners, un equipo saturado de estrellas, Edgar estaba en segundo plano para mí. Yo no podía esperar para estar al lado de Ken Griffey Jr., el pelotero más grande del planeta. Jugar en ese tiempo en el Kingdome se sentía como si se jugara dentro de una arena de baloncesto y Griffey Jr. disparaba pelotas de béisbol en dirección a las tribunas con ese hermoso swing.
Tuve la oportunidad de conocer a Randy Johnson, uno de los mejores pitchers zurdos en la historia del béisbol. Como socio en las dobles matanzas, tuve a Joey Cora, ese segunda base caracterizado por su brutal franqueza, que me daba una metafórica patada en los testículos cada vez que la necesitaba. Pude jugar bajo las órdenes de Lou Piniella, el feroz manager que se convirtió en la reencarnación de Billy Martin y pasó a ser mi mentor dentro del béisbol.
No obstante, ocurrió que Edgar terminó siendo ese compañero a quien acosaba, intentando aprender de él sobre este oficio. Tenía la misma edad de jugadores universitarios novatos cuando pisé por primera vez el clubhouse de los Mariners y Edgar (quien tenía un doctorado en bateo, si existe algo así) era como el profesor a quien intentaba impresionar con desespero. Mi padre abandonó a nuestra familia cuando yo tenía 10 años y siempre sentí que podía trazar una línea recta desde ese momento hasta mi llegada a los Mariners, en busca de respuestas, siguiendo a Edgar discreta y curiosamente hasta la jaula de bateo del Kingdome.
Me hacía con una silla a las afueras de la malla, o volteaba una cubeta de pelotas y me sentaba sobre ella y le veía, tratando de asimilar la forma meticulosa con la cual asumía su trabajo, su rutina, los entrenamientos. Nunca me llamó la atención por mi presencia: simplemente la aceptó y asumió el hecho de que yo me encontraba allí. Eventualmente, trabajé a su lado y él respondía cualquier pregunta que le hacía en la misma forma y tono apacibles.
Antes de que David Ortiz se convirtiera en Big Papi, ya existía un Papi. Así llamaban los peloteros de los Mariners a Edgar. Le sigo llamando así. Terminó siendo la persona y el jugador de béisbol que yo aspiraba ser: el jugador más clutch, la persona más agradable, aquél con quien podías contar. Es una persona reservada, muy humilde, un hombre de pocas palabras. Desde mi año de novato, pasando por los altibajos que experimenté durante el transcurso de mi carrera hasta la cena que compartimos a principios de este año, Edgar siempre me ha tratado exactamente de la misma manera.
Me explicaba con paciencia su razonamiento cuando tenía el conteo a su favor, cuando lo tenía en contra, cuando se enfrentaba a un pitcher con un difícil envío rompiente o que lanzaba fuerte. Me comentaba sobre las diferencias con respecto al reto de batear en una postemporada, en comparación a la temporada regular, cuando había menos en juego. Hablaba sobre la forma en la cual manejaba la situación en un partido sin hits.
Me explicó por qué usaba un bate más pesado en las prácticas de bateo, por qué usó alquitrán de la forma cómo lo hizo, por qué siempre había una rosquilla sobre su bate en el círculo de espera. Scottie Pippen tenía a Michael Jordan y yo tenía a Edgar. Años después, cuando yo jugaba con los Yankees y en la última mitad de mi carrera, le explicaba a Robinson Canó y a otros peloteros algunas partes de mi rutina… y prácticamente todas ellas se debieron a Edgar.
Siempre ansiaba abordar los vuelos de los Mariners cuando cruzábamos el país, porque tenía cautivo al mentor que solía acosar. Edgar siempre se sentaba en la ultimísima fila, al lado de la ventana yo me sentaba al lado del pasillo y buscaba todo lo que él requiriera. Patatas fritas, pretzels, un sándwich, una cerveza… o después en su carrera, ese vino tinto que se convirtió en su bebida predilecta. Mientras tanto, procedía a responder todas mis preguntas, sobre el béisbol, sobre el negocio, sobre su vida. Muy bien, cuando viste ese slider en cuenta 3-2, Papi, ¿qué estabas pensando? Cuando el vuelo chárter pasaba por Chicago, Edgar me decía, con una sonrisa en su rostro, que buscara otro asiento y le dejara tranquilo.
Edgar ama a su familia y adora la navegación. Llegaba a los entrenamientos primaverales con el bronceado perfecto, el mejor cabello y sus ojos azules, listo para la lucha. Nació en Nueva York y me decía que siempre disfrutaba jugar contra los Yankees y le preguntaba por qué. “Porque cuando juegas y te va bien contra los Yankees”, dijo, “eso perdura por siempre”.
Los Seattle Mariners perdurarán por siempre, creo, debido a las hazañas de Edgar en los playoffs de 1995 contra los Yankees. En ese entonces, el futuro de la franquicia en Seattle estaba en duda; sin embargo, logramos superar un déficit de 13 juegos en la tabla de posiciones y vencimos a Angels en un partido de desempate para hacernos con el título de la División Oeste para terminar perdiendo los dos primeros juegos contra los Yankees en la Serie Divisional a un máximo de cinco encuentros. No obstante, Edgar se les impuso en el Juego 4 de la Serie Divisional, bateando un Grand Slam contra John Wetteland en el octavo inning que parecía ser conectado con un palo de golf Hierro 2, por la forma como terminó ondeando más allá de la barda del jardín central del Kingdome, inspirando así a nuestro narrador Dave Niehaus, miembro del Salón de la Fama, a hacer uno de sus característicos gritos de jonrón. El Pan de Centeno, la Mostaza, el Grand Salami.
Obviamente, fue Edgar quien fue al plato al día siguiente con nuestra temporada pendiendo de un hilo, en la parte baja del undécimo inning del Juego 5, cuando estábamos en desventaja de una carrera. No fui titular en ese partido, pero Lou me utilizó como bateador emergente en la baja del octavo episodio; por eso, cuando Edgar fue a batear en la baja del inning 11, estaba en el círculo de espera, aterrorizado pensando que quizás tendría que batear con la temporada en juego. Sentía cómo temblaban mis rodillas. Teníamos a Joey Cora en la segunda base y si bien no había outs, pensaba que con toda seguridad Buck Showalter, manager de los Yankees en esa época, otorgaría boleto intencional a Edgar para enfrentarse a mí. No pensé que hubiera motivo alguno que les impulsara a lanzarle al bateador más encendido de todo el planeta.
No obstante, Jack McDowell le lanzó y cuando Edgar disparó ese doblete hacia la esquina del jardín izquierdo, lo hizo con tal fuerza que no pensaba que hubiera forma de que Griffey lograra anotar. Pero no me daba cuenta de lo rápido que estaba corriendo (¡vuela, vuela Junior!) y cuando se deslizó por el home plate, me abalancé sobre él y chocamos nuestras cabezas. Estaba tan contento y tan aliviado de que no tendría que batear. Cuando estábamos descansando en el clubhouse después del partido y que ese clubhouse tenía ese olor a champaña rancia, todos pensábamos: Papi lo hizo de nuevo.
Poco después en ese mismo mes, el Condado King aprobó los recursos que financiarían la construcción de un nuevo estadio para los Mariners e inmediatamente empecé mis intentos de persuadir a nuestro gerente de equipamiento Scott Gilbert para que ubicaran mi vestuario justo al lado del casillero de Edgar, honor que me fue concedido. Cuando dejé de jugar con los Mariners después de la conclusión de la temporada 2000 y firmé con los Rangers, llamar a Edgar para darle la noticia fue una de las llamadas telefónicas más difíciles que he tenido que hacer y jugar contra él se sentía muy extraño. No obstante, a pesar de mi salida de los Mariners, comprendí que Edgar siempre estaría conmigo, mientras seguía tomando prestados los conocimientos del mejor ejemplo que uno podía aspirar tener a su lado.