Existe una línea fina que divide al provocador del hazmerreír. Al bravucón del payaso. Al pícaro del tonto. Draymond Green supo ser una rueda de auxilio. El capitán designado del trabajo sucio. Supo ayudar a ganar a los Warriors. Pero hoy es todo lo contrario: es la enfermedad que los empuja a perder.
La NBA tiene que hacerse cargo del monstruo que generó. Después del pisotón en abril pasado a Domantas Sabonis, la situación se escapó de control por completo. Lo que pasó con Rudy Gobert hace semanas, y lo que pasó recientemente con Jusuf Nurkic, no son más que la profundización de vivir durante años fuera de la ley.
Adam Silver por un lado, y la dirigencia de los Warriors por otro, conspiraron para que Green haga lo que se le ocurra. Porque he aquí un tema de narrativa: a la NBA le sentó muy cómodo tener un súpervillano para su película completa. Un Dennis Rodman 3.0, un provocador que caliente a rivales y tribunas.
"No vivo mi vida con arrepentimiento", dijo después de aplicarle una llave de lucha libre a Gobert. "La lección que la gente cree que necesitas nunca es la correcta porque no saben nada sobre ti", dijo en noviembre pasado tras su primera suspensión de la temporada.
Green cree, de manera equivocada, que lo que hace está bien. Le han hecho creer que su rol sirve, que su manera de ser paga, que su más de millón y medio de dólares de multas desde que llegó a la NBA en 2012 es parte de su marca. Que ser el enemigo número uno del pueblo es, de algún modo, agradable.
No vamos a detenernos en la cantidad de estupideces que hizo últimamente porque tendríamos un libro para escribir. Las mencionamos ya innumerable cantidad de veces. Pero la trompada contra Jordan Poole en un entrenamiento es, de algún modo, el hecho que simboliza todo lo demás.
La NBA no lo suspendió. Los Warriors miraron para el costado. Steve Kerr priorizó ganar que educarlo (no lo juzgo, no es su rol). Bob Myers, gerente general de Golden State, levantó la alfombra y barrió. ¿Silver? Mutis por el foro.
Los nuevos fanáticos, jóvenes nacidos después del año 2000, no entienden esta violencia injustificada. No es que la juzguen mal o bien: directamente no la entienden. Es una guapeada fuera de época, arcaica, que contradice todos los cánones actuales.
La NBA decide, de manera arbitraria y extraña, "suspenderlo de manera indeterminada" para que Green reflexione. Para que internalice lo que ocurre. Pero ya es tarde amigos.
Deconstruirse después de 12 temporadas, después de que transite la vida sin reglamentos, saltando semáforos, es imposible. Crearon un monstruo y ahora no saben qué hacer con él. Ni la NBA, ni los Warriors, ni nadie. "No aprende más", dicen. Y Green reflexiona, con razón: ¿Para qué aprender si nunca pasa nada?
Green tendrá seguramente un lugar en el Salón de la Fama. Se lo ganó y está bien. Pero sus últimos años son un espanto con todas las letras. Serán ejemplo perfecto para quienes vengan de lo que no hay que hacer. En definitiva, Green es mucho mejor cuando defiende que cuando grita. Cuando rebotea que cuando golpea.
En algún momento, le hicieron creer que la forma era más importante que el contenido. Porque alguna vez, a alguien, todo esto le sirvió. Y él, inocente, creyó esa película. El atacante más difícil que alguna vez enfrentó Green no es LeBron James: es quien se le presenta todos los días frente al espejo.
No se puede cambiar si quien debe hacerlo desconoce estar equivocado. El árbol creció torcido, echó raíces a su manera y ya no se puede enderezar. El pesado de la fiesta, pasadas las horas, deja de ser simpático para convertirse en insoportable.
Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.