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Generación de valores: se cumplen 20 años del oro olímpico en Atenas 2004

El éxito siempre viene acompañado de una foto de triunfo. La medalla de oro en Atenas 2004, fue más que una victoria per se: fue la consecución de un milagro. Han pasado dos décadas de esa proeza deportiva, y cada año que pasa, cada torneo que se juega, solo sirve para magnificar el alcance del fenómeno.

Situémoslo de esta manera: desde que el Dream Team desembarcó en el planeta tierra en 1992, Estados Unidos ganó siete de ocho ediciones de los Juegos Olímpicos, incluyendo la última en París 2024. La única que no consiguió con los NBA en cancha fue, justamente, cuando la Generación Dorada subió al podio para alcanzar su nomenclatura infinita.

Nadie ha permitido que el recuerdo se haga borroso. Sumergidos en la época de la imagen recurrente, de las redes sociales como primer motor de búsqueda, quienes vieron esto pueden contarlo con material de apoyo. Para quienes aún no habían nacido, hay muchos videos que corroboran la hazaña. No solo eso: termina de parecer fantasía cuando se agrega que, dos años antes, Argentina fue la primera Selección en ganarle a un equipo de jugadores de la NBA en su propia casa, en Indianápolis 2002.

Fueron extraordinarios, pero en ese momento no lo sabíamos. O al menos no lo teníamos tan claro. No sabíamos que Manu Ginóbili estaba destinado a ganar cuatro anillos con San Antonio Spurs y que sería el mejor sexto hombre de la historia de la NBA. Que llegaría al Hall of Fame y que su leyenda se completaría en cada chico que comienza a jugar al básquetbol. Que Luis Scola sería uno de los mejores jugadores FIBA de todos los tiempos -quizás el mejor-, que ningún jugador le bajaría el pulgar al equipo nacional, que los éxitos se sucederían uno tras otro.

El cerebro de Pepe Sánchez, el altruismo del Puma Montecchia, el liderazgo de Hugo Sconochini, el talento de Carlos Delfino, el corazón de Andrés Nocioni, el sacrificio de Fabricio Oberto, la versatilidad de Walter Herrmann, la fuerza de Rubén Wolkowyski, el carácter de Leo Gutiérrez, la defensa de Gaby Fernández.

Aún no sabíamos que la Generación Dorada, esa tarde, había entrado en su etapa de madurez y nunca se iría del imaginario popular.

Ocurre que esta Selección Argentina de básquetbol fue mucho más que un equipo sublime. Fue un triunfo que enorgulleció al colectivo. La esencia pura de los Juegos Olímpicos, los valores desplegados sobre la alfombra para que el resto admire. Para que el mundo reciba una caricia de sorpresa en modo de esperanza: el talento sin perseverancia es estéril, el éxito llega siempre después del trabajo y los sueños gigantes también pueden cumplirse.

Lo maravilloso, lo emocionante, no fue solo el hecho en sí. El contenido, a priori utópico para los pensadores más arriesgados, perdió por baile cuando se midió con la forma. El cómo fue incluso más grande que el qué. En un país ensangrentado en la ética y la moral por los atajos y las trampas, en una sociedad que vivía una de las crisis más grandes de su historia apenas tres años antes, ocurría el nacimiento, maduración y consecución de una idea maravillosa: un equipo de mortales que podían lograrlo todo sin pasar ningún semáforo en rojo. Sin tirar un papel al suelo.

Resulta que Argentina también podía ser esto. ¿Quién dijo que todo está perdido?

Cierro los ojos y puedo volver a verlos: potrillos salvajes con el pelo al viento dispuestos a redefinir límites. A redibujar escenarios. Un grupo de amigos con un entrenador, Rubén Magnano, abanderado de una premisa tan potente como distinta: el de al lado no solo importa, sino que enriquece. Juntos es mejor que separados.

El mensaje de aquellos días, el cambio de piel que provocó la mutación de ilusión a certeza, vivirá con nosotros por siempre: una asistencia hace felices a dos personas, una anotación a una sola.

La Generación Dorada fue una generación de valores que trascendió en el tiempo. Fue, sin dudas, aspiracional; nos invitó a ser mejores, a no claudicar en el propósito de lo que toque en la vida, por más que parezca imposible conseguirlo. Lo que alguna vez nos enseñaron nuestros abuelos acerca del sacrificio tuvo finalmente sentido: acostarse tarde y levantarse temprano hace la diferencia. No sirve quejarse del otro, sirve pensar qué puedo hacer yo por el otro para mejorar el entorno que me rodea. El triunfo del bien común por encima del yo. El santo grial del básquetbol argentino, hallado aquella tarde en el podio de Atenas, se extendió a quienes los continuaron con la camiseta celeste y blanca.

Los días más felices, los meses en los que fuimos escuela del mundo, tuvieron que ver con esta manera de hacer las cosas. Fue, lo que se dice, la materialización perfecta de una utopía.

No alcanza con decirlo, hay que poder hacerlo. Se puede ganar de muchas maneras, pero son pocos, muy pocos, los que lo pueden hacer sin quebrantar ninguno de sus valores. Y esto, que puede pasar desapercibido, es la razón por la que nunca, pero nunca jamás, serán olvidados.

Desde aquel agosto infinito. Y para siempre.