Ven aquí, dispara. Enséñame tu mejor golpe. Vamos, no dudes, cierra ese puño e intenta derribarme. Hazlo con todas tus fuerzas y no tengas contemplación. Pobre de tí si dudas. Pobre de tí si te equivocas, porque si no lo haces como se debe, si no me derribas a la manera que corresponde, entonces me pondré de pie.
Y entonces sí, sabrás con quien estás hablando.
Soy, literalmente, un hijo de la calle. Soy, para mi familia biológica, solo una fisura. Una grieta. Un error. Un sueño de compartir jamás correspondido. No conocí a mi padre, mi madre me echó de casa a los 13 años y supe lo que es vivir de prestado. Conozco los códigos de los pasillos. La oscuridad de los callejones, la soledad de las noches sin luna, las lágrimas de dolor que carcomen por dentro. No, no me tengas lástima. Todo lo contrario. Valoro el proceso. Disfruto el aprendizaje. No hay mérito sin transpiración, no hay éxito sin sufrimiento.
Nada golpea más duro que la vida: no se trata de las veces que te has caído sino de las veces que has podido levantarte.
Dime una vez más lo que no puedo hacer. Susúrrame al oído que estoy en problemas. ¿Sabes lo que es estar en problemas? Solo lo puedes saber si has sentido hambre. Si has estado solo. Si no has sentido el cariño a tiempo. Desafíame. Atácame. Intenta intimidarme. Haz que me avergüence dentro de una cancha, que sienta el rigor de la derrota, que todo lo que intente sea en vano. Sonríe, disfruta, festeja. Provócame. De nuevo, tengo todo el tiempo del mundo. Sólo te sugiero que lo que hagas, sea definitivo. Por tu propio bien. De lo contrario, puedo hacer que entiendas en primera persona lo que significa enfrentar a alguien que no tiene nada que perder.
Soy el escolta conflictivo de los Minnesota Timberwolves. Soy el error dramático de Philadelphia 76ers. El rompe vestuario, la oveja negra de las franquicias, el ejemplo de todo lo que no hay que hacer. Soy un pick número 30, destinado desde su nacimiento como jugador a navegar en las aguas de la intrascendencia. A viajar temporadas de regalo por la NBA para luego derrumbarse en la angustia del ostracismo. Soy, también, la pieza que no encaja, la némesis de lo políticamente correcto, el contrato equivocado que conoció cuatro franquicias en tres años.
Pero no soy solo eso. Soy, también, el enemigo público número uno de la adversidad. El que si ve una pared la golpea hasta derribarla. Soy el ejemplo defensivo de Tom Thibodeau, la voz en el vestuario de Erik Spoelstra y el alumno más aplicado de Pat Riley. Puedo ser bueno, pero también puedo ser un bad boy. Puedo entrenar a las cuatro de la mañana con exigencia despiadada, puedo enseñarle a los jóvenes y también ser la voz de mando de los adultos. Puedo ser un cachorro sumiso o un perro de presa dedicado a convencer a su jauría. Puedo ser soldado raso y general. Puedo ser sueño plácido o pesadilla.
Sólo dime lo que hace falta para ganar y obedeceré.
Soy, también, la daga que tajea la noche. El golpe de nocáut que sentencia a último momento tu destino, el líder que mira hacia los costados y empuja al frente sin detenerse en lo que quedó atrás. El que confía en que siempre se puede. El que palmea y enseña que vale la pena el esfuerzo porque no hay dolor más grande que despedirse sin haberlo intentado. El que se obsesiona con el anillo sin importar las cuentas de banco. El que estudia más que el de al lado. El que se nutre de lo que dice el guión para tomar un bolígrafo y reescribirlo. El que lo hace por uno, pero mucho más por el otro. El que lucha, el que se esfuerza, el que acelera para que el resto se contagie. El que no piensa en el que no está, sino en el que queda. El que lidera con el ejemplo. El que conoce desde muy pequeño el dolor y no quiere volver a experimentarlo. El que encontró, en el Heat, a la familia deportiva que nunca tuvo.
Soy todo esto y mucho más.
Yo soy Jimmy Butler.
Y no me importa lo que tú digas: en definitiva, el humo nunca molesta cuando eres el fuego.