DURANTE SU CARRERA como pelotero activo, Mark McGwire frecuentemente hacía referencia a Los Dioses del Béisbol, indicio seguro de una persona que trata a este deporte con una solemnidad que no se merece. McGwire nunca se había mostrado tan solemne en público como lo hizo en el transcurso de la temporada 1998, el mejor momento de su trayectoria, cuando no podía enunciar tres palabras sin recordarles a todos lo monumental y abrumadoramente difícil que era hacer lo que él se encontraba en proceso de lograr.
McGwire conectó 70 jonrones en dicha campaña, destruyendo un récord que había permanecido en pie por 37 años, imponiendo una marca que duraría apenas tres años más. En apariencia, disfrutó muy pocos de esos partidos. Después de cada encuentro, se detenía frente a su vestidor, con la mirada fija en la distancia, los ojos estrechos. Parecía un soldado detenido en su marcha, en busca de francotiradores.
"Me sentía como un animal enjaulado", expresó en una oportunidad; y si bien fue criticado por quejarse por algo que el resto de nosotros celebraba, no estaba equivocado. Existía presión y McGwire la portaba como si fuera un pesado sobretodo hecho con hierro.
Me detuve en frente de ese vestuario en más de 20 ocasiones durante esa temporada y en cada oportunidad, McGwire expresaba sentir una particular especie de dolor. Frecuentemente, McGwire prefería desestimar la atención, sugiriéndonos que conversáramos con sus compañeros de los St. Louis Cardinals, llegando al extremo de apuntar por todo el salón enumerando sus nombres y respectivos aportes, como si él fuera el maestro de ceremonias más rígido del mundo.
Ese era el papel de McGwire: el gigante melancólico que pensaba primero en el equipo y solía poseer una destreza singular que jamás parecía dispuesto a asumir. Se motivaba a sí mismo cerrando la puerta y alejando al mundo a su alrededor.
SAMMY SOSA NO rendía culto al altar de Los Dioses del Béisbol. Antes de los partidos, disfrutaba de la salsa a todo volumen que emanaba del reproductor ubicado en su vestidor, acallando cualquier sonido emitido por las bocinas del clubhouse (elegido, mediante decreto de Los Dioses del Béisbol, por el pitcher abridor de esa jornada).
Frecuentemente, Sosa hacía referencia a ser aquel lustrabotas oriundo de República Dominicana que logró salir de la isla a batazo limpio, antes de sonreír y saltar en ruta a la fama y la fortuna. Conectaba cuadrangulares y saltaba mientras abandonaba la caja de bateo como si se deslizara por una entrada estrecha. Cuando cruzaba el plato, hacía una compleja serie de gesticulaciones que hasta el propio McGwire disfrutó emular. En 1998, mientras se enrumbaba a conseguir una temporada con 66 jonrones que permanecería (durante tres años) como la segunda mejor de la historia, Sosa no podía pronunciar más de tres palabras sin recordarles a todos lo divertido que era hacer lo que estaba haciendo.
Cuando McGwire disparó el jonrón número 62, rompiendo así la marca previa en una temporada impuesta por Roger Maris, Sosa se encontraba patrullando el jardín derecho del Busch Stadium, y emprendió una veloz carrera desde su puesto hasta el home plate para abrazar a McGwire. Muchos de sus compañeros de los Chicago Cubs disimularon con decoro su molestia con la interrupción, pero en ese verano de 1998 se consideraba como comportamiento ideal callarse y dejar las cosas así.
Ese era el papel de Sosa: el feliz compañero de aventuras de la película de amigos, a quien se le asignó cumplir con un estereotipo simplista, dándole paso al hombre predestinado a asumir el liderato. Sosa se motivaba a sí mismo abriendo las puertas de par en par e invitando a todo el mundo a entrar.
EL JONRÓN ES el acto más violento y espontáneo que existe en todo el béisbol. Existe un elemento de desafío, incluso de displicencia, en enviar una pelota por encima de una barda y fuera del terreno de juego. Y el jonrón cumple con todos los elementos que supuestamente el béisbol no llega a alcanzar; crea estrellas, deja expuestas a las personalidades, genera jugadas destacadas y digeribles.
En 1988, McGwire y Sosa se involucraron en una lucha que duró toda una temporada, buscando superar el récord de 62 cuadrangulares conectados en una campaña, propiedad de Roger Maris. Esta competencia es la trama de "Long Gone Summer", un documental de la serie "30 for 30" de ESPN que se estrenará este domingo 14 de junio a las 9 p.m. ET en Estados Unidos (ESPN,/ESPN Deportes/ESPN+). Para el mes de julio en dicha campaña, la pelea por el récord de jonrones se convirtió en algo que iba mucho más allá de simplemente ver pelotas de béisbol volar sobre bardas. Se convirtió en una obra de "performance art", una obra con moraleja, un preludio de lo que el béisbol llegaría a ser. Este fue el corazón pulsante de la Era de los Esteroides del Béisbol de Grandes Ligas, haciéndose evidente que existía algo más fuerte que un sano aire del centro occidente de Estados Unidos y un ímpetu chapado a la antigua, que corría por las venas de los dos hombres que capturaron la atención de toda una nación. La mayoría de nosotros no estábamos demasiado interesados en complicaciones. Emprendimos el viaje con Sosa y McGwire y fue sumamente divertido.
"Pienso que se trata de una fascinación con el cuadrangular y el bateo de poder, que ha surgido durante el último par de años", me expresó en ese momento. "La gente sacude sus cabezas, pensando: '¿Qué ocurre aquí?' No lo entienden".
Él lo entendía, como es obvio; y su comprensión era la raíz de ese deseo casi patológico de desviar la atención. La paradoja es rica y compleja: el hombre que Tony LaRussa llegó a describir como "un chico que gusta sentarse en la parte trasera del salón", cuyo único deseo era fusionarse perfectamente con los muebles del clubhouse, llegó a extremos extralegales para distinguirse del resto. Se convirtió en una exageración humana y en el proceso, llegó a elevarse por encima del resto en su disciplina deportiva.
Sus compañeros sufrían los daños colaterales; pero McGwire era un maestro de la diplomacia en el clubhouse. Reiteradamente, les pedía disculpas a sus compañeros por la carga impuesta sobre ellos y después de cada jonrón que marcaba un hito (60, 61, 62, 70) formaba una caja con una docena de pelotas para cada compañero.
A pesar de ello, el clubhouse de los Cardinals estuvo repleto de representantes de los medios de comunicación en el transcurso de los dos últimos meses de la temporada; cada día se asemejaba a una convención de periodistas. En poco tiempo, logramos descifrar quiénes eran los amigos más cercanos a McGwire dentro del equipo y en nuestras mentes, creamos distintos grupos: aquellos deseosos de hablar sobre McGwire; aquellos que hablarían sobre McGwire a pesar de no disfrutarlo; aquellos que no querían tener nada que ver con todo ello.
Después de un partido, una multitud de entre 20 y 30 reporteros rodearon al receptor Tom Lampkin, cuya amistad con McGwire y cordialidad con todos le convirtieron en parada regular de la Gira de los Vestidores. Mientras Lampkin conversaba con los periodistas, fue interrumpido por el pitcher Kent Mercker, quien gritaba desde el otro lado del camerino. "Oye, Tom", dijo Mercker. "¿Acaso se incendió tu casa o algo así?". Lampkin se encogió de hombros y comenzó a reírse. Mercker arrojó sus brazos y dijo: "Esto es una locura. Este chico ni siquiera jugó hoy".
PREVIO A LA TEMPORADA de 1998, Sammy Sosa consiguió campañas consecutivas con 36, 40 y 36 jonrones, respectivamente. Previo a la temporada de 1998, Sammy Sosa impulsó más de 100 carreras en cada una de esas tres campañas. Previo a la temporada de 1998 (en 1995, para ser precisos), Sammy Sosa soltó 36 cuadrangulares, empujó 119 carreras y estafó 34 bases, logrando la que se convirtió en la vigesimosegunda campaña en la cual un pelotero sumó al menos 30 jonrones y 30 robos en la historia del béisbol Mayor.
Sammy Sosa era una estrella. Sammy Sosa obtuvo votos al premio al Jugador Más Valioso. Y a pesar de ello, en "Long Gone Summer", McGwire afirma sobre Sosa: "Sabía que él era un pelotero que jugaba en nuestra liga". McGwire no conocía nada más sobre Sosa hasta que éste conectara 20 jonrones en el mes de junio.
Esos 20 vuelacercas crearon una lucha jonronera que nadie había sido capaz de imaginar. McGwire venía de sumar 58 cuadrangulares en 1997, y el torneo de 1998 parecía presto a convertirse en una coronación que duraría toda una temporada.
Se reconocía la dificultad de batear 62 jonrones (una cruel, ardua y espantosa dificultad); pero era considerada un destino inevitable para McGwire. De alguna forma, Sosa se coló, besó la yema de sus dedos y disparó un cuadrangular hasta su puesto en el jardín derecho del Wrigley Field, corriendo velozmente, como si no pudiera soportar la idea de desperdiciar un microsegundo de la adulación que le esperaba.
Para el mes de julio, ambos eran coprotagonistas. Cuando los Cubs y Cardinals se enfrentaron a una serie de dos partidos en San Luis el 7 y 8 de septiembre, ambos fueron llevados en un carrito de golf (con oficiales de policía corriendo tras ellos, como si fuera una extraña escena captada en Corea del Norte) para comparecer en una rueda de prensa conjunta, cerca de la esquina del right field en el Busch Stadium. McGwire tenía 60 jonrones, Sosa sumaba 58, pero la escena fue concebida para hacerles parecer amigos que habían jugado pelota veraniega juntos, en vez de competidores de la misma división. Se sentaron juntos y se adhirieron a sus papeles asignados. Sosa sirvió de escudo, entre risas y chistes, persuadiendo a McGwire a ver destellos de luz entre toda la oscuridad. Sosa fue acreditado como el ser que liberó cierta presión de los hombros de McGwire, ayudándole a sacar a relucir su lado más amable. También le presionó, porque superar a Roger Maris pasó a un segundo plano, por debajo de superar a Sammy Sosa.
LAS TRAMPAS EN EL BÉISBOL cuentan con un lenguaje característico. A pesar de todo, tienes que hacer el trabajo (Es cierto, pero se hace mucho más fácil cuando el cuerpo cuenta con ingeniería química que le ayuda a recuperarse más rápidamente). Los esteroides no ayudan a mejorar la coordinación entre manos y ojos (Sin embargo, se ha demostrado que las hormonas para el crecimiento humano ayudan a mejorar la vista). Las sustancias que mejoran el desempeño físico no pueden mejorar a un mal bateador (Ciertamente no, pero si tienes cierta calidad como toletero, te puede ayudar, indudablemente). LaRussa manejaba este lenguaje con fluidez. También McGwire.
"Todos contemplan mi cuerpo", me comentó McGwire en 1998, "pero utilizo mi mente, más que mis brazos".
McGwire nunca tuvo que responder las preguntas difíciles durante esa temporada. Sin embargo, sí hubo un susto, el susto Andro, cuando un reportero de la agencia Associated Press escribió una nota afirmando haber visto una botella de la hormona androstenediona encima de la repisa superior del vestidor de McGwire. No se trataba necesariamente de un esteroide, pero sí era lo suficientemente parecido como para despertar sospechas. Casi veinte años después y mucha autoflagelación por parte de los medios de comunicación (¿Qué debíamos saber y cuándo nos debimos haber enterado?), probablemente sea preciso decir que todos los involucrados se dejaron llevar por el entusiasmo de querer creer en algo.
"Long Gone Summer" muestra a McGwire como un hombre capaz de mantener su habilidad única para mezclar rebeldía con ignorancia. No era ilegal, como coartada, al igual que Todos lo hacían en aquel entonces. McGwire suscribe ambas filosofías. Prácticamente se puede decir que Major League Baseball ha perdonado de un todo a los protagonistas de la Era de los Esteroides. McGwire, tras alejarse de la vista del público durante varios años posteriores a su retiro, pidió disculpas entre lágrimas como antesala a su contratación como coach de bateo por parte de tres equipos de Grandes Ligas. Barry Bonds labora con los San Francisco Giants y Alex Rodríguez podría terminar adquiriendo a los New York Mets. Bud Selig y Tony LaRussa fueron exaltados al Salón de la Fama. Y José Canseco es libre de vagar por Twitter, postulándose a la presidencia de Estados Unidos por la plataforma Army of Robots, relegada por tanto tiempo del debate público (Finalmente, alguien lo entiende).
Sosa, cuya sed de atención terminó por agotar a sus compañeros, ha pagado un precio más alto. No es bienvenido a partidos de los Cubs o eventos de la franquicia, a pesar de haber cargado al equipo en hombros durante la mayor parte de sus 13 años en la organización. En 1999, año posterior a la carrera del jonrón, conectó 63 cuadrangulares, empujó 141 carreras y jugó 162 partidos. Ese equipo perdió 95 encuentros y a pesar de ello, pudo atraer a sus tribunas a más de 2.8 millones de aficionados. Sin embargo Tom Ricketts, actual dueño de la franquicia, ha exigido alguna especie de acto de contrición por parte de Sosa, si éste desea volver al Wrigley Field. Si Sosa no confiesa su uso de sustancias prohibidas y no se disculpa de una forma que satisfaga a los actuales propietarios del equipo, seguirá siendo rechazado por los Cubs.
Apartando los temas morales y competitivos que surgen a raíz del uso de sustancias prohibidas, para un dueño de equipo (incluso, para uno que comenzó su vida en el béisbol después de 1998), exigir arrepentimiento es cosa risible, que llega a rozar el insulto. A pesar de todos los engaños, medias verdades y mentiras flagrantes de la Era de los Esteroides, existe un consenso que se puede resumir en las siguientes cinco palabras: la ignorancia fue incentivada y rentabilizada. El sitio donde cayó el cuadrangular 70 de McGwire (ubicado ligeramente por encima y detrás del bullpen del jardín izquierdo en el Busch Stadium, difícilmente considerable como un sitio de primer nivel para presenciar un juego de béisbol) fue transformado rápidamente en la Suite 70. Su disponibilidad se agotó en todos los partidos de la temporada de 1999, con 70 asientos a $70 cada uno, lo que suma aproximadamente $400,000 por año. Nadie pidió perdón por aceptar dinero por una idea inspirada en un supuesto fraude.
La historia del béisbol puede trazarse hasta remontarse a un pecado original sin definir, seguido por actos de reincidencia y penitencia; quizás esto no deba sorprendernos, considerando las raíces puritanas de este deporte. Este patrón puede ser difícil de seguir; supuestamente, McGwire y Sosa salvaron a este deporte de los pecados cometidos en la huelga de 1994, tres años después de que Cal Ripken Jr., quien superó la racha de partidos consecutivos impuesta por Lou Gehrig, supuestamente lo salvara de esos mismos fallos. Es difícil decir quién efectuó una salvación mayor; y la interrogante en sí (¿Quién salvó al béisbol esta vez?) parece haberse convertido más en acusación que en elogio, especialmente ahora, a medida que este deporte rompe sus nudillos y estira su cuello, preparándose para otro desastre de relaciones públicas de Categoría 5.
Sin embargo, no existen dudas de que McGwire y Sosa jugaron un rol en los cambios sufridos por el béisbol. La revolución del análisis estadístico que comenzó a principios de la década del 2000 transformó al jonrón, pasando de ser un accesorio a un elemento fundamental del béisbol. Lo que fue rentabilizado en 1998 se institucionalizó en tiempo menor al paso de una generación.
EL MOMENTO MÁS memorable de "Long Gone Summer" es tan sutil que no pudo ser producto de un accidente. A medida que los jonrones comienzan a difuminarse en un amasijo de antebrazos hipertrofiados y pitchers atónitos, se muestra a McGwire, soltando un batazo de largometraje durante partido contra los San Francisco Giants. En ese momento, prácticamente todos los compañeros y rivales de McGwire se han deshecho en elogios hacia él. Es un ser especial, es humilde, es el ideal estadounidense, fornido y pelirrojo. Nadie parece aburrirse de McGwire.
Sin embargo, a medida que McGwire corría las bases producto de este jonrón en particular contra este equipo en particular, tenemos una mirada de la particular especie de salvación creada por el verano de 1998. La cámara nos muestra a Barry Bonds, parado sobre los jardines. Este es el Barry Bonds delgado, veloz y con bigotes, el hombre que fue el pelotero más completo de todo el béisbol durante la década de 1990 y allí está: erguido, de brazos cruzados. La mirada en su rostro muestra disgusto y satisfacción de forma simultánea. Él es el detective que logró detectar todas las mentiras para resolver un horrible crimen.
Podemos trazar dos décadas de la historia del béisbol en esa mirada. Conscientes de lo que Bonds sabía en ese entonces y lo que McGwire sabía en ese momento, y lo que el resto de nosotros conocería poco después; somos capaces de leer lo que Bonds pensaba, escondido tras esas cejas elevadas:
Si así van a ser las cosas, pues bien. Hora de abrocharse el cinturón.