EL PASADO 6 DE MAYO, un día antes de la derrota de Saúl "Canelo” Álvarez, habría sido difícil conseguir una persona en Las Vegas que creyera en la posibilidad de que eso ocurriera. Ese día, en el que fui uno de los miles de almas que viajaron desde todas partes de Estados Unidos y más allá, congregados a las afueras de la Toshiba Plaza sólo para ver su pesaje, creía que todo esto era poco más que una formalidad.
Se trataba del hecho de que todo esto formaba parte del espectáculo previo al triunfo número 58 para Canelo, que unificaría otro cinturón de campeonato. En esas temperaturas que rozaban los tres dígitos en grados Fahrenheit, el boxeador mexicano subió al escenario y pasó frente a los mariachis que tocaban "El Rey”, la clásica canción de José Alfredo Jiménez que versa sobre ser un infravalorado y tener poco, pero seguir comportándose como todo un monarca. Después, se subió a la báscula. Sólo vestía unos bóxers Dolce & Gabbana color rosa y calcetines blancos.
"¡174.4 libras para Saúl ‘Canelo’ Álvarez!”, gritó al micrófono el anunciador David Diamanté, con unas trenzas rastas tan largas que le llegaban a las rodillas. Canelo flexionó sus músculos mientras el público le aclamaba. Gritaban su nombre, movían sus banderas mexicanas y sostenían teléfonos sobre las cabezas, intentando capturar una fotografía o algunos segundos de Canelo, que vivía su mejor momento.
Cuando Dmitry Bivol se subió a la báscula, la multitud que intentaba secarse el sudor de sus rostros y frentes, comenzó a abuchear al rival de Canelo. La recepción sorprendió al boxeador de origen ruso. "Primera vez que veo tantos aficionados mexicanos en mi contra”, afirmó. Pobre Bivol. Seguro subestimó la fama de Caneño y cuánto significa el deporte del boxeo para toda una cultura.
Que puedes saber mucho sobre la gente por los deportes que practican y cómo los practican. Bivol quizás no sabía que los rivales de Canelo también eran los rivales de su afición, aunque sólo se deba a que a veces las cosas son así en el boxeo.
Esa es la razón por la cual, en esa noche que perdió Canelo, un silencio sepulcral comenzó a esparcirse entre la multitud agolpada dentro del T-Mobile Arena. Ver el cuadrilátero iluminado en medio de la arena en penumbras, se podía sentir que había algo distinto. Era el contraste de sonidos. Cuando sonó el himno nacional de México, la multitud hizo tanto ruido que hizo temblar las vértebras de muchos.
Al igual que en ese momento, poco antes de ingresar al cuadrilátero, cuando Canelo saludó a la multitud subido a una plataforma en ascenso con bengalas detrás de él; el humo y los aficionados que le adoran a su alrededor, con gritos ensordecedores. Sin embargo, una vez que la pelea comenzó, el silencio se apoderaba del lugar lentamente con cada asalto que pasaba.
He asistido a algunos combates de Canelo, aparte de tantos otros en los que éste ni participó, y nunca había oído tanto silencio. Parecía surrealista. No en el sentido de que Bivol (boxeador amateur galardonado, campeón mundial invicto, hombre de mayor contextura física y que no se siente intimidado por todos los elementos que rodean a los grandes combates de Las Vegas) haya vencido a Canelo. El surrealismo radica en lo aparentemente fácil que fue ganarle. El surrealismo de ver que, en una cálida noche de Nevada a principios de mayo, era evidente que Canelo había llegado a su límite en lo físico.
Al pelear con 175 libras, el peso de la masa muscular extra agotó sus piernas. Lo desgastó aún más el hecho de que parecía propinar en su mayoría golpes de poder (como si se hubiese enamorado de dañar a sus oponentes). Por si las ventajas físicas no eran suficientes, cada vez que Canelo intentaba llevarlo a las cuerdas, Bivol fue demasiado inteligente y paciente como para facilitarle una persecución. Entonces, el momento esperado por la mayoría de los asistentes (que Canelo conseguiría una forma de imponerse, porque siempre fue así en los últimos nueve años) nunca se concretó. Fue surrealista ver cómo a Canelo se le agotó el tiempo.
Al final del combate, mientras todos esperábamos escuchar las puntuaciones, la única emoción que quedaba era preguntarse si habría alguna forma de robarle la pelea a Bivol. No fue el caso. Sin embargo, volvieron a abuchearlo mientras éste agradecía la asistencia a los presentes y, luego de vencer al mejor y más importante púgil mexicano de este siglo, deseaba un "Feliz Cinco de Mayo” a todos.
En esa noche, algunos de los aficionados que salían del T-Mobile Arena para quedar bajo la noche de Nevada se consolaban al aplaudir cuando Canelo afirmó querer una revancha porque, tal como lo explicó el boxeador, "esto no se queda así”.
Caminaron para pasar por la misma plaza que el día anterior estaba tan llena de alegría y vida. La emoción que acompaña los minutos, horas y días posteriores a ver una pelea de Canelo se había apagado. Nada de celebraciones en las calles. No había gente bailando ni cantando ni bebiendo, coreando el nombre de Canelo. Y como no había banderas rojas, blancas y verdes ondulado por los aires, supongo que inmediatamente después del combate la gente guardó tranquilamente sus banderas mexicanas y las escondieron.
Con esa sensación de vacío, había casi una incertidumbre con respecto a la forma en la que ellos, nosotros, deberíamos actuar. Su derrota habría sido más fácil de procesar si hubiese sido producto de la falta de disciplina o alguno de los tantos vicios que acaban prematuramente con las carreras boxísticas. Hasta donde sabemos (y esa clase de cosas llegan a aparecer a estas alturas de una trayectoria), Canelo no sufre de nada de eso. Sólo perdió ante un boxeador más fornido y mejor que él. Bastaba saberlo para apagar los ánimos de todos.
El hecho de que un mexicano de 1.73m fuera el mejor boxeador del mundo significaba algo para más que unos pocos. Debido a la política, los recuerdos, historias y fantasías compartidas entre la gente, algunos de generaciones distintas y lados separados de la frontera; Canelo era el símbolo de algo particular, de una forma que sólo los boxeadores son capaces de asumir. Y porque dividía su tiempo entre entrenar y pelear en Estados Unidos y residir en México, era la primera superestrella mexicana que parecía pertenecer a dos países por partes iguales.
En una época cuando no hay suficiente visibilidad de ello, Canelo representaba la superioridad mexicana. Eso fue lo que le convirtió en toda una figura, tanto para los mexicanos como para los mexicoestadounidenses. Si esto se basara únicamente en la identificación, pues, allí es donde se complicad todo, porque la mayoría de nosotros no puede identificarse con alguien que parecía tener todas las ventajas posibles durante su carrera. Esto siempre se trató de un tema de excelencia. Y Canelo perdió.
No había que vivirlo en persona para sentir esa misma sensación de sorpresa. No era difícil imaginarse a un chico de 15 años, en algún lado, sentado en su casa, desolado tras haber visto caer a su héroe. Unos días después, los programas matutinos de la radio mexicana seguían hablando sobre el tema. Y entre todos los chistes que intentaban aligerar el ambiente, podías sentir que algunos creían haber perdido un poco de su esencia. "No vayas a llorar, g--y”, le dijo un hombre a otro entre su grupo de amistades, ubicados a las afueras del T-Mobile Arena. "P----e Canelo”, respondió el hombre, intentando obligar a su voz a romperse como si simulara llorar. Se rieron por pocos segundos, para después volver a quedar deprimidos junto a miles de personas que los rodeaban.
Era una noche oscura y callada. Los vendedores de contrabando ofrecían descuentos, desesperados por vender lo que quedaba en sus bolsos llenos de camisetas y cintillos rojos con el nombre de Canelo. Ni siquiera el olor de los perros calientes con tocineta y cebolla asada bastaba para revivir a las múltiples personas que pululaban por el lugar sin decir mucho.
La dosis de adrenalina causada por estar en el sitio, estimulada en exceso por las luces, sonidos, los sueños despiertos con las tentaciones de la noche de Las Vegas, y todo lo que dificulta tranquilizarse hasta bien pasada la medianoche, había desaparecido. Algunos posaban sus espaldas contra las paredes de hoteles y casinos.
Veían sus teléfonos móviles, intentando identificar las placas de los innumerables autos que pasaban por el lugar, esperando a ver cuál era el destinado para sacarlos de ese lugar. Si Canelo se convierte en el centro del universo mexicano en cada uno de sus combates, pues esto es lo que ocurre en esa rara ocasión en la que pierde. El hombre más confiado de esta disciplina deportiva acababa de perder con gran facilidad. Y mientras caminaba entre ese silencio aturdido, era difícil no preguntarme si lo que había visto no era a Canelo enfrentado a un hombre más grande que él. Quizás también se trataba de que él había envejecido sin que nos diéramos cuenta.
NO PODEMOS COMPRENDER o apreciar del todo quién es Canelo sin conocer quién era Julio César Chávez y lo que llegó a representar. Sin saber quién es Óscar De La Hoya y lo que llegó a representar. Sin ellos, sin entender su papel y sitial en todo esto, terminas analizando a Canelo sin la mayor parte del contexto que lo rodea.
Si tuviéramos que crear al boxeador mexicano perfecto, ese era Chávez. Era la encarnación de la agresividad que definía al estilo pugilístico de un país. Era la personificación de un machismo estoico. En una palabra, tenía "huevos”. Una palabra que significa "testículos” en términos coloquiales, pero que significa mucho más que eso. Es un estado mental, una forma de vivir la vida al igual que una filosofía personal. Chávez combatió para salir de la oscuridad hasta convertirse en héroe nacional de México.
Peleó para salir de la pobreza en la que se vive producto de crecer en un vagón abandonado, para combatir por millones de dólares y toda la influencia (positiva y negativa) que eso genera. Ese era Chávez. Un ídolo muy, muy, muy alejado de la perfección que encajaba perfectamente con la mentalidad de un país que, en parte gracias a su historia complicada con el vecino del norte, recibe a los antihéroes con los brazos abiertos.
La etapa cumbre de la carrera de Chávez (entre finales de la década de 1980 y principios de los ’90) transcurrió a la vez que se produjo una alta afluencia de migrantes mexicanos hacia Estados Unidos. Mientras eso ocurría, Chávez se convertía en mucho más que un boxeador. Para los muchos que lo alentaban, él y sus combates eran una forma de recordar y celebrar una pequeña parte de lo que habían dejado atrás para vivir en este país extraño. Ciertamente ayudaba el hecho que, más que nada, Chávez era mexicano de pura cepa.
"El problema con él es que insiste en ser tan fregadamente mexicano”, expresó un ejecutivo deportivo de una cadena de televisión estadounidense sobre Chávez. Sobre todo, era un lamento ya que eso afectaba la habilidad para comercializar al boxeador. Durante la cúspide de su carrera, Chávez no sólo vivía en un modesto barrio de su Culiacán natal (con su Lamborghini Diablo rojo estacionado cerca de la vieja y oxidada camioneta del vecino) y nunca se preocupó por aprender a hablar inglés. No sorprende entonces que alguien así (el mejor boxeador del mundo durante varios años) haya inspirado canciones, poemas, telenovelas y hasta una serie televisiva.
La bandera de México encarnada. Ese fue Chávez hasta el final.
De La Hoya fue distinto, de la misma forma en la que los boxeadores son distintos a pesar de provenir de entornos similares. Aquí no hay niños ricos, sólo grados distintos de pobreza.
De La Hoya fue hijo de uno de los innumerables mexicanos que llegaron a Estados Unidos. Proviene de una familia de boxeadores. Oriundo del Este de Los Ángeles, era el mexicoestadounidense que se benefició de los sacrificios de sus padres. Era apuesto y talentoso. Gracias a sus destrezas (más boxeador puro que agresor nato), se convirtió en medallista de oro olímpico para la causa de Estados Unidos. Una imagen sana que le convirtió en ese raro boxeador que trasciende más allá de su disciplina deportiva.
Entre 1990 y 2000, la población latina de Estados Unidos se incrementó en aproximadamente un 58%. Los mexicanos representaron más de la mitad de dicho crecimiento. Los anunciantes prestaron atención a De La Hoya, que tenía una voz suave y sonrisa fácil. Básicamente, era una imagen óptima para la venta de productos. "Sus modales tranquilos y estilo limpio le dan una imagen muy necesaria al boxeo”. Esa fue la descripción de la revista People al incluir a De La Hoya en su lista de los 50 seres humanos más hermosos del mundo.
Debido a todo ello, junto con la extensa sombra proyectada por Chávez, De La Hoya tuvo sus detractores. Que era demasiado bonito. Demasiada celebridad. Demasiado dorado. Y si no le calificaban directamente de "blanco” (porque jugaba golf en clubes exclusivos, porque se alejó del barrio lo más rápido que pudo, por su estilo de boxear, porque parte de trascender su disciplina deportiva era atraer a una audiencia no mexicana), pues no le percibían como suficientemente mexicano.
Así era De La Hoya. Y cuando se enfrentó a Chávez, su choque expuso las fallas sísmicas de la identidad mexicana. Se convirtió en un enfrentamiento del mexicano contra un mexicoestadounidense. Y para este último grupo, elegir un bando no era tan simple como alentar al púgil del lugar donde se había nacido.
Era un enfrentamiento de lo antiguo contra lo novedoso. Chávez tenía 33 años y casi un centenar de combates profesionales en su haber. Declaró que se retiraría después de su pelea contra De La Hoya, que le hizo devengar el pago más cuantioso de su carrera. De La Hoya era diez años más joven y comenzaba el punto culminante de su trayectoria. Hablaba de las múltiples peleas multimillonarias que vendrían después de imponerse a Chávez.
Chávez fue el primer boxeador que vi envejecer. Y eso quedó expuesto durante su pelea contra De La Hoya lo que, bueno, sumó más elementos de crueldad a este deporte. En menos de cuatro asaltos, De La Hoya dejó a Chávez convertido en un desastre ensangrentado. Cuando el árbitro detuvo el combate y De La Hoya se impuso sin un arañazo en su rostro, los aficionados presentes en algunos puntos de exhibición por circuito cerrado pelearon en las tribunas. Mexicanos contra mexicoestadounidenses. Otros aficionados (seguidores de Chávez) simplemente se retiraban, consternados por lo que acababan de ver.
Yo presencié esa pelea, acompañado de al menos doce personas más. Todos estábamos consternados. Más por sentimentalismo que por cualquier otra cosa, estaba convencido de que Chávez ganaría. Él fue la razón por la que me enamoré del boxeo. La razón por la que, durante el poco tiempo que pensé en hacerme boxeador, me empapaba las manos en salmuera casera hasta que mi madre veía lo que estaba haciendo.
Quería endurecer la piel alrededor de mis nudillos, le dije en español. Me respondió, gritándome que desperdiciaba la sal y me ordenó que dejara de hacerlo.
Nunca me desagradó más De La Hoya que en aquella noche cuando, sentado dentro de una casa rodante de una zona no incorporada de El Paso, Texas, lo vi juguetear con la humanidad de Chávez. Tenía 15 años cuando vi a Chávez (mi héroe de infancia) que parecía necesitar que alguien lo protegiera. Aunque en aquél entonces no tenía palabras para explicarlo, lo sentí de forma tan profunda y poderosa.
LAS DERROTAS CAUSAN algo dentro de los boxeadores. Hacen algo extra si pierden después de tener una carrera creyendo o, mejor dicho, conscientes de que no existe un ser vivo capaz de vencerles.
Después de caer a manos de De La Hoya, Chavez peleó por otra década más en vez de retirarse. Peleó hasta que un vendedor de autos usados oriundo de Omaha le ganó al punto de convencerle que todo había terminado. De La Hoya siguió peleando mucho después de llegar a los 26 años, ese punto en el que había prometido retirarse para disfrutar de la vida. Tenía 35 años y lo golpearon tan fuertemente que puedo seguir escuchando la voz del narrador Jim Lampley diciendo que un joven Manny Pacquiao estaba "reconfigurando gradualmente el hermoso rostro de De La Hoya”. Nunca había sentido lástima por De La Hoya hasta esa noche.
En los días posteriores a su derrota ante Bivol, Canelo mantuvo firmemente que había ganado. Decía que quizás había perdido algunos asaltos, pero que no había perdido la pelea. A veces así son las cosas en el boxeo, proseguía, hasta quedar a punto de decir que la industria había conspirado para darle el triunfo a Bivol, a pesar de no tener ningún resultado positivo.
Por ahora, Canelo peleará por tercera vez contra Gennadiy Golovkin. Golovkin, quien tuvo una gran cantidad de seguidores mexicanos en el mejor momento de su carrera en gran medida por su estilo boxístico, ha pasado una buena parte de su trayectoria esperando por Canelo. Esperó varios años para concretar su primer combate. Cuando finalmente se produjo y terminó en un controversial empate, Golovkin esperó por la revancha mientras Canelo cumplía con una suspensión por consumo de sustancias prohibidas.
Y eso, obviamente, sólo sirvió para acrecentar las críticas contra Canelo. En ese proceso, la inicialmente cordial relación entre Canelo y Golovkin terminó amargándose. Cuando su revancha terminó con otra decisión controversial (la reñida victoria para Canelo), las voces críticas volvieron a subir el volumen. Golovkin quería una tercera pelea. Canelo le hizo esperar cuatro años.
La carrera de Golovkin se ha estancado en ese tiempo de espera. A medida que se ha hecho mayor y la carrera de Canelo ha ascendido, parecía que Golovkin perdió una parte de su ser. Durante unos años a partir de 2014, gracias al mercadeo, a su estilo agresivo de boxear, debido a que las dudas sobre Canelo se acrecentaban, Golovkin aparentaba ser el heredero simbólico de Chávez.
Una idea especialmente interesante cuando se trata de un púgil oriundo de Kazajistán que al inicio de su carrera peleó por varios años bajo el anonimato recorriendo toda Alemania. El entorno es distinto, obviamente, pero el espíritu es similar y eso explica por qué Golovkin se hizo con una legión de seguidores tan grande. No sólo hablaba de boxear al estilo mexicano, sino también de tener sangre mexicana. Sin embargo, el impulso que había creado con esos elementos parece haberse esfumado en gran medida.
Al menos, Golovkin consiguió lo que quiere. Golovkin, que podría legítimamente afirmar que venció a Canelo a pesar de que éste ya superó el mejor momento de su carrera, ahora tiene 40 años. Afirma que no está muy lejos del retiro.
Canelo vencerá a Golovkin. No debido a alguna conspiración, sino porque así son las cosas cuando los boxeadores envejecen. Porque una vez que Ahab finalmente capturó su ballena banca, en la caza de aquél ser que le había arrebatado una parte de su alma, las cosas no salieron bien. Porque si Canelo termina perdiendo, las críticas que actualmente se encuentran adormecidas no sólo despertarán, sino que se convertirán en gritos a voz en cuello.
Porque el orgullo es lo último que se pierde, Canelo dice que si gana quiere la revancha contra Bivol. También afirma que no quiere volver a enfrentarse a boxeadores de origen mexicano. Presumiblemente porque esa es la clase de cosas que fracturan a una afición. Como aquella vez cuando Chávez peleó contra De La Hoya. Como cuando Canelo se vio las caras con Julio César Chavez Jr., no mucho después de que se produjera un serio debate sobre quién sería el próximo gran boxeador mexicano. Hace cinco años, ese fue el último púgil mexicano al que se enfrentó Canelo.
Cinco años más. Canelo ha dicho que quiere seguir peleando durante ese periodo. Si eso es cierto, y no hay razones para creer que miente excepto que los boxeadores siempre dicen que pueden dejar de hacerlo para luego seguir boxeando, eso significaría que Canelo habría tenido 23 años de carrera como boxeador profesional. Mucho después de ese momento en el que tenía cosas por demostrar. Que era más un producto televisivo que un grande de verdad. Demasiado similar a De La Hoya en cuanto a mercadeo y no suficientemente parecido a Chávez en su estilo de pelear. Canelo se convirtió en el próximo gran boxeador mexicano, incluso a pesar de que algunos se negaban a verlo.
"Siempre creí que sería campeón mundial”, Canelo me dijo una vez. Cuando te ubicas a un brazo de distancia de él, es casi poco imponente en lo físico, diametralmente opuesto a lo que es cuando sube al cuadrilátero, y aparenta ser tan imponente debido a todo lo que le rodea y lo que simboliza. "Pero nunca me imaginé la magnitud de lo que me convertiría. La verdad es que he logrado mucho, más de lo que imaginaba”.
Canelo ahora tiene 32 años. Es un hombre joven en prácticamente cualquier otro ámbito, excepto donde se ha hecho con un nombre y ha ganado una cuantiosa cantidad de dinero. Se acerca a esa edad en la que cambian las cosas para los boxeadores. Se desaceleran los reflejos. Disminuye la capacidad para soportar un golpe. Quizás ese cambio represente una nueva disposición a sacrificar todo cuando ya se ha ganado todo.
Canelo quiere pelear hasta los 37 años. Obviamente, dijo eso antes de perder. Antes de verle y darse cuenta de que ya no era un boxeador con cara de bebé de 19 años y la cabellera más roja imaginable, que estuvo a punto de darle la razón a los escépticos al quedar a punto del nocaut en su primera pelea luego de asumir mayor protagonismo, de la mano de Óscar De La Hoya como su promotor. Ya no era el joven de 23 años que, a manos de Floyd Mayweather Jr., el mejor boxeador de una generación, recibió una dura enseñanza en su camino a graduarse de púgil.
Quizás Canelo sigue siendo el mejor boxeador del mundo. Quizás tuvo una mala noche, aplicó una estrategia errada, contra un púgil que tuvo la pelea perfecta. Quizás después de vencer a Golovkin, Canelo cobrará revancha de su revés ante Bivol. O quizás esa es la clase de cosas que uno quiere creer, probablemente producto de los sentimentalismos. Ver a dos hombres pelear y rodearlos de connotaciones y significados puede llevarnos a sentir emociones complicadas. Y ahora, como un boxeador que de repente nos mostró su vulnerabilidad y que hemos visto perder, nunca se había sentido más cerca de la proximidad con nosotros.