Es horrible hacerse viejo. Suele decirse que con el paso de los años se gana experiencia y sabiduría, pero no alcanza. No se trata solo del lugar común de ver si aparecen arrugas, contemplar como se cae el pelo, o detectar, en el mejor de los casos, si la cabellera se inunda de canas. Lo que duele, lo que afecta, lo que no tiene vuelta atrás es la pérdida sistemática, recurrente, progresiva, de dejar de pertenecer a lo que alguna vez fue nuestro.
Ya no corremos tan rápido, ya no escuchamos la música de moda, ya no somos tan ingeniosos como alguna vez fuimos. El mundo que conocimos ya es de otros.
Allá vamos, acomodándonos como podemos a los avances de turno. A las tecnologías que se despegan una de otra al galope. Si antes cada cambio se daba con años de diferencia, ahora es cuestión de meses. ¿Quién es ese tipo que tiene 2 millones de seguidores? ¿Una red social nueva? ¿Cómo funciona? ¿Hay que apretar acá? Nunca pensé que llegaría este momento.
Pero aquí estamos.
Quizás sea esta la verdadera razón por la que quiero que Chris Paul gane el campeonato de la NBA. No me quitan el sueño sus 16 años de sequía, su falta de fortuna con las lesiones o su redención deportiva en curso. Tiene que ver con otra cosa. Para mí es la resistencia de un mundo en vías de extinción contra otro que infla el pecho para quedarse con todo. Es una lucha desigual, obtusa, absurda, pero vale la pena: apretar fuerte las manos por un rato para que aquello que conmueve no se filtre como arena entre los dedos.
Chris Paul juega de base en una NBA que escribe, cuenta, asegura, que esa posición está próxima a desaparecer. Giannis Antetokounmpo, enfrente, es el presente, y seguramente también el futuro. Lo viejo contra lo nuevo, lo retro contra lo imperante. Para qué negarlo. El duelo, entonces, está sobre la mesa: ¿Puede aguantar Paul esta lucha de lo que se está yendo frente a lo que viene?
Estas Finales esconden este secreto intrínseco en sus venas. Es la armada de la nostalgia contra los adoradores del progreso. Los muchachos de 35 en adelante empujando una idea bella, romántica y quizás utópica, contra el deber ser. Contra lo que seguramente será. Rocky Balboa levantándose sobre el pavimento para decirle a Tommy Gunn que aún no escuchó la campana. Que vamos a pelear un round más. Que no vamos a dejar que esta película termine todavía, que aún quedan cosas por decir. Y las vamos a decir ahora.
Paul es, entonces, un simbolismo. No es un base. O mejor dicho, no es solo un base: son todos los bases juntos unidos en una persona. En un mismo envase que los representa, los contiene, los identifica. La bandera de los petisos que piensan contra el pragmatismo despiadado de los músculos y los centímetros. El básquetbol de los 80 y 90 contra la polifuncionalidad extrema que arremete como un tsnunami. La inteligencia suprema contra la versatilidad del que todo lo hace y todo lo puede. La reflexión y la mesura contra la cultura del videoclip.
Déjenme soñar un ratito más, no me despierten. Permítanme sentir que el tiempo, maldito tiempo, aún no pasó. Que somos jóvenes, que somos libres, que somos bellos. Que aquel mundo todavía existe. Que esa música sigue sonando, que aquellos ídolos están vigentes, que lo que alguna vez nos enamoró todavía vive.
Allá va Chris Paul y su búsqueda esperanzadora. No lo sabe, pero se juega más que un campeonato. Mucho más. La bandera al viento flamea en las manos de CP3. Desde el sillón, con los músculos cansados, nosotros acompañamos como nunca antes su avanzada. Sí, queridos amigos: en este sentimiento profundo, que por momentos desgarra, no están solos. ¿Quién dijo que todo está perdido? Las ideas, en definitiva, nunca mueren.
Todo tiempo futuro será mejor. Es mentira.
Y vamos a demostrarlo.