Mientras el último equipo local que queda en Oakland juega su último partido en el Coliseum, los fanáticos acérrimos de los Athletics procesan la ira y la tristeza.
Más que la tristeza, más que la ira, la desesperación y el disgusto, está la soledad. A medida que la última temporada de los Oakland Athletics se va acercando a su fin, el interminable cemento del Coliseum parece contraerse, y la vida del lugar se apaga como un largo suspiro. Partido tras partido, la colección de seguidores, pequeños puntos en un mapa enorme, permanecen en un silencio casi penitencial. Los cantos aleatorios de "Vendan el equipo", antes enérgicos y frecuentes, han adquirido el tono de lamentos lastimeros, como súplicas desesperadas desde el fondo de un aljibe.
La mayoría de los puestos de comida están cerrados, daños colaterales de la decisión del equipo de anunciar su traslado a Las Vegas -primera parada: Sacramento- y dejar a Oakland sin una gran franquicia deportiva profesional por primera vez desde 1960. Los Athletics jugarán su último partido en el Coliseum el 26 de septiembre, la conclusión de 57 temporadas en un edificio que ha sido casi abandonado e ignorado por los fans y los propietarios del equipo desde que John Fisher anunció un acuerdo para trasladarse a Las Vegas hace casi 18 meses. El lugar parece vacío, su alma, desechada.
La salida de una gran franquicia deportiva, por no hablar de tres, es una historia que suele contarse a través de negociaciones y recriminaciones, propuestas y contrapropuestas, subvenciones públicas y financiación privada. Es la historia interminable de propietarios, comisionados y políticos, todo posicionamientos y maniobras. Pero lo que queda en el camino cuando los equipos se van, ya sean los Golden State Warriors y los Raiders en 2019, o los Athletics este mes, son los que quedan descolgados, personas que pierden trabajos, amistades y una conexión fundamental con su comunidad.
El primer lunes de agosto, en el primer juego de una serie contra los malísimos Chicago White Sox, Kendrick Thompson, conocido como Ice Cold Kenny Bo, se presenta en una de las salas para empleados del interior del Coliseum. Como lo ha hecho antes de cada partido durante los últimos 13 años, se pone los auriculares para empezar a prepararse para otro turno como el vendedor de cerveza más célebre del edificio. Comienza su rutina de estiramientos y se abrocha la faja lumbar; cargar con una cuba metálica de hielo llena de cervezas de 16 onzas durante más de dos horas cada noche es una hazaña atlética en sí misma. Se recuerda a sí mismo que no debe dejar de sonreír por muy grosero que sea un cliente. Cuando se acerca la hora del partido, se pone una gorra con forma de elefante de los Atléticos y bromea con sus compañeros, diciéndoles que hoy va a vender más que ellos, como todos los días. Hay algo de humor negro en todo esto, ya que presume de haber vendido más que otros siete vendedores en un público que promedia unos 10,000 aficionados por partido y que habitualmente atrae a menos de 5,000 entre semana.
Thompson creció en Oakland, su padrastro fue vendedor antes que él. Asistía a los juegos como aficionado hasta que un día su padrastro le preguntó si quería trabajar con él. Le enseñó a Kenny Bo a guardar el dinero, a tratar con aficionados borrachos y a mantener la sonrisa. "Este trabajo me salvó la vida", dice Thompson. "Me dio un propósito, un lugar donde estar, y me enseñó a tratar con todo tipo de personas". También trabajó en el último partido de los Raiders en el Coliseum, y estará allí el 26 de septiembre, esperando un final pacífico. "Muchas lágrimas", anticipa. "Hay muchos fans que no quieren irse".
Esta noche, hay unos cuantos aficionados con gorras y camisetas de los White Sox, tímidos en su afición, muchos de ellos intentando tachar el Coliseum de su lista de lugares por visitar antes de que sea demasiado tarde. (También permiten que los aficionados de los Athletics -en un acontecimiento inesperado- se sientan superiores). Veinticinco minutos antes del primer lanzamiento, una señora y su hijo pegan ceremoniosamente dos banderas de "Vendan" en las barandillas de las gradas del jardín derecho, mientras un tipo sentado unas filas más allá proclama a todo el que quiera escucharlo que, efectivamente, "se hará el tonto" el 26 de septiembre.
Una vez que empieza el juego, Thompson se abre paso entre las filas y las secciones vacías de la cubierta inferior del Coliseum, voceando su mensaje y buscando una mano levantada. Tiene sus propios koozies con el eslogan: "Si no está helada, no es de Kenny Bo", pero ni siquiera eso puede hacer frente a la simple realidad de la oferta y la demanda.
Will MacNeil, conocido como Right Field Will, se sienta en la primera fila de las gradas del jardín derecho en cada juego local. Su actitud retrata la dicotomía del aficionado actual de los Atléticos de Oakland: ondea una bandera de los Athletics mientras se vale de su voz atronadora (es locutor a tiempo parcial de los Stockton Ports de la Clase A, una filial independiente de los Athletics) para denunciar a los propietarios del equipo. Lleva una gorra de los Atléticos, una camiseta de los Atléticos y sus infaltables Oakleys: el sol poniente es como fuegos artificiales en los ojos de todos los que están sentados en el jardín derecho. Respeta las numerosas y barrocas reglas de la tribuna: siempre saluda al jardinero derecho; sólo grita "Vamos Oakland" cuando los Athletics tienen un corredor en posición de anotar; emplea un lento aplauso que comienza en el cinturón y sube y se acelera cada vez que un lanzador de los A's consigue dos strikes contra un bateador.
Ky Bush, abridor de los White Sox, abre por primera vez en las Grandes Ligas ante un público anunciado de 4,971 espectadores, del cual, compasivamente, un tercio ocupará asientos. ("Los aficionados que asisten todos los días", dice el All-Star de los Athletics, Brent Rooker. "Ves a la misma gente una y otra vez. Creas vínculos con la gente del jardín derecho, con los que se sientan junto al dugout". Eso es lo especial de este lugar y lo que recordaré"). Right Field Will y algunos de sus amigos hacen todo lo posible para que el juego parezca importante, pero en el aire se respira una falta casi total de tensión. Los aficionados de los Athletics han procesado los últimos 18 meses como reaccionaban los antiguos aldeanos ante una fuerza merodeadora: conmoción, ira, impotencia, rendición. Su idea de la justicia se desvaneció hace mucho tiempo.
Will ondea su bandera de los Athletics desde la primera fila de la derecha, tres veces por cada bateador de los Atléticos, y grita "¡Vamos Oakland!" sólo cuando hay un corredor en posición de anotar. Es un partido entre equipos que suman 81 juegos por debajo de .500, pero sigue significando algo aquí, donde la realidad del tiempo pesa mucho. Cuando los Athletics ganan, empujando la racha de derrotas de Chicago a 21, MacNeil permanece en su asiento, inclinado hacia delante con las manos en la barbilla, enjugándose de vez en cuando las lágrimas de los ojos, viendo el final cada vez más cerca.
De pequeño asistí a tres juegos de la Serie Mundial, uno en 1972 contra los Reds, otro en 1973 contra los Mets y otro en 1974 contra los Dodgers. La hierba verde marcaba un fuerte contraste con el cemento gris, la planta de hielo se extendía desde centro-derecha hasta centro-izquierda, las colinas de Oakland resplandecían al fondo, estaba el swing sacacorchos de Reggie Jackson, y los abucheos a Pete Rose por todos sus pecados, conocidos y desconocidos.
El 4 de abril, los Athletics anunciaron su intención de jugar las próximas tres o cuatro temporadas en un estadio de ligas menores en West Sacramento. Ese día y en ese estadio, durante una rueda de prensa convocada apenas dos horas antes de su inicio, el presidente del equipo, Dave Kaval, hizo una declaración: la temporada 2024, la última del equipo en Oakland, sería una celebración de los 56 años y las 57 temporadas que el equipo jugó en el Coliseum. Kaval dijo con su habitual exuberancia y poesía de imán de heladera que iban a despedir al viejo y robusto edificio con un estruendo. Y en ese momento, con el futuro a corto y largo plazo del equipo anunciado, parecía posible creer que el equipo por fin podría centrar su atención en reflexionar y valorar lo que está dejando atrás.
Pero dentro del Coliseum, quizá el único gesto manifiesto hacia la historia del equipo sea un montaje de video que se reproduce antes de cada partido y que termina con Dennis Eckersley corriendo por la primera base y levantando los brazos al marcar el último out de la Serie Mundial de 1989. No hay ninguna sugerencia de que algo esté terminando, o que los momentos representados se relacionen con algo más allá del contexto en el que ocurrieron. La historia debe deducirse.
"No ha habido absolutamente nada de celebración", dice Bryan Johansen, copropietario de Last Dive Bar, un grupo de fans de los Athletics y sitio de merchandising. "No lo han tocado ni con un palo de tres metros... Quiero decir, ¿cuántas veces pueden darnos una bofetada en la cara? Todos parecemos Papá Noel. Todos tenemos la cara roja de lo mucho que nos han abofeteado estos tipos, al punto que parece que lo hacen a propósito".
Los Athletics reconocen la imposibilidad de su situación; quizá no haya una forma elegante de trasladar una franquicia deportiva profesional después de 56 años, sobre todo tras décadas de acritud entre la ciudad y el equipo. Hacen hincapié en sus esfuerzos por permanecer en Oakland; invirtieron $100 millones de dólares en el fallido proyecto de construir un estadio de béisbol frente al mar en Howard Terminal, por el valor de unos $12,000 millones de dólares. La decisión de trasladarse a Las Vegas, anunciada en abril de 2023, desencadenó una serie de protestas de los aficionados llenas de cánticos furiosos y vulgares contra Fisher; la decisión de trasladarse a Sacramento, anunciada un año después, provocó un nuevo enfado y duras palabras, pero sobre todo resignación, que se vio más claramente en las cifras de asistencia. Así las cosas, ¿cómo se celebra la salida de la ciudad?
"¿Hicimos lo suficiente?", se pregunta Sandy Dean, miembro de la junta directiva de los Athletics, asesor durante muchos años de la familia Fisher y socio de esta en numerosas inversiones. "Es una buena pregunta, y en cierto modo es difícil saber qué podría ser suficiente para captar la importancia de casi 60 años en Oakland con una afición diversa y apasionada".
El equipo hace alarde de sus esfuerzos. A principios de junio comenzaron los "domingos de exalumnos", en los que exjugadores firmaban autógrafos durante una hora antes del partido y hacían el primer lanzamiento. Hubo tres "miércoles de doble juego", con entradas a dos dólares en algunas secciones y perros calientes a un dólar. El Programa de Entradas Comunitarias de los Athletics ha regalado dos entradas de cortesía -casi 80,000 en total- en los juegos de verano entre semana a organizaciones sin ánimo de lucro y comunitarias, así como a educadores, trabajadores sanitarios, personal de primeros auxilios, personal militar y entrenadores y jugadores de softball y béisbol juvenil. Hubo cuatro espectáculos de fuegos artificiales, tres espectáculos de drones y cinco entregas de cabezudos.
"Digan lo que digan, no me siento parte de nada de lo que se celebra", dice Robb Roberts, cuya colección de recuerdos de los Athletics, digna de un museo, lo convierte en una especie de historiador de facto del equipo. "Nunca he visto a nadie 'celebrado' de esta manera. No lo entiendo... No creo que nos quieran ahí".
Jennifer LaMarche, conocida como Left Field Jenny, es una abonada de 24 años de las gradas del jardín izquierdo que se comprometió a asistir a los 81 partidos locales esta temporada. La cuestión de si apoyar económicamente al equipo ha sido un punto de discordia entre los aficionados de los Athletics; a diferencia de LaMarche, muchos consideran que poner dinero en los bolsillos de Fisher es una traición a la causa. "Decidí que era algo que tenía que hacer por mí misma", dice LaMarche. "Me gané mi dinero; lo gastaré como quiera". Lo acordó con su jefe: revisaría sus correos electrónicos antes del primer lanzamiento en los partidos diurnos y después del último out. De ser necesario, trabajaría hasta altas horas de la noche.
"Valoro los domingos de exalumnos", dice LaMarche. "Creo que es un lindo detalle, pero no veo cómo eso sea celebrar toda la historia de los Athletics en Oakland. Volvieron a traer regalos porque nos los habían quitado durante un tiempo. Genial, a la gente le gustan los muñecos, pero no veo cómo eso sea celebrar. ¿Celebrar Oakland? ¿Oakland en sí, y el tiempo aquí? No están cumpliendo esa parte del trato en absoluto".
En respuesta a una pregunta que planteé a un ejecutivo del equipo -- ¿qué siente el equipo que le debe a la ciudad y a los aficionados de los A's a medida que se acerca el 26 de septiembre? -- los A's emitieron el siguiente comunicado:
Nos sentimos profundamente agradecidos con Oakland por haber sido la casa de los A's durante casi 60 años. En ese período, el equipo y sus aficionados celebraron cuatro campeonatos de las Serie Mundial, fue el hogar de siete JMV de la Liga Americana, creó innumerables recuerdos imborrables y alcanzó un lugar destacado en la historia del béisbol. Después de un esfuerzo serio y sin precedentes para llevar un estadio de béisbol visionario al centro de Oakland, no pudimos llegar a un acuerdo y, lo que es más importante, asegurar un camino fiable hacia un proyecto totalmente aprobado. Agradecemos a los miembros de la comunidad, a los líderes locales y al personal que junto con todos trabajó diligentemente para construir un nuevo hogar en Oakland y aplaudimos a los aficionados que defendieron apasionadamente la permanencia del equipo. La estancia de los A's en Oakland siempre será una parte muy apreciada de la historia de esta franquicia, y llevaremos ese espíritu en este viaje a Sacramento y, finalmente, a nuestro nuevo hogar en Las Vegas. Extendemos nuestra más sincera gratitud a los leales aficionados por su inquebrantable apoyo a lo largo de los años.
“El mensaje del equipo siempre intentó ser franco, honesto y directo”, afirma Dean. “E incluso con eso, al final, el equipo se traslada. Sabemos que es una conclusión difícil”.
Estuve allí en el colegio, demasiadas veces para contarlas, gracias a una promoción clásica de principios de los 80 que permitía a los aficionados conseguir entradas gratis respondiendo a preguntas a través de un teléfono, lo que significaba, en mi caso, el teléfono público disponible más cercano. Acumulé tantas entradas que mis amigos y yo no llegamos a usarlas a todas, pero lo intentamos. Un sábado por la tarde, uno de mis amigos trajo su parrilla portátil y nos quedamos en el estacionamiento norte, cocinando algo poco saludable y jugando a la pelota alrededor de los autos. Cuando llegó la hora de entrar en el estadio, nos enfrentamos a un dilema: qué hacer con la parrilla y sus brasas. Éramos lo bastante listos para saber que no podíamos meterla en el auto ni en el baúl, así que tuvimos la brillante idea de meterla debajo de la parte trasera del vehículo. Cuando volvimos después del partido, la parrilla estaba al aire libre, con una nota pegada al paragolpes: “La próxima vez, echa agua a las brasas antes de meterla debajo del auto”.
Hacia la mitad de la temporada, los rumores empezaron a proliferar. Algunos eran descabellados, sin duda, pero ninguno parecía sobrepasar los límites de la verosimilitud. En uno, las ratas corrían salvajes bajo las lonas en Mount Davis, la cubierta no utilizada muy por encima del campo central, y esas ratas lograron destrozar una paleta entera de muñecos cabezones conmemorando el no-hitter de Mike Fiers en 2019. Y en algún momento a principios de agosto, comenzó a circular la noticia entre algunos fanáticos bien conectados de que el equipo estaba planeando traer camiones para limpiar las habitaciones de las catacumbas del Coliseum, conocidas como “Minus-22” por estar 22 pies bajo el nivel del mar.
El “Minus-22” se convirtió en el blanco de muchas especulaciones. ¿Qué podría haber allí abajo? ¿Por qué el equipo no se limitaba a recoger los viejos regalos y repartirlos? Se convirtió en la bóveda de Al Capone de la tradición del Coliseum; Roberts, el coleccionista, se preguntaba si su grial -- el infame dispensador de pelotas de Harvey el Conejo que el propietario Charlie Finley instaló y utilizó sólo durante la temporada de 1968 -- estaba ahí abajo en alguna parte. Se habló de organizar a los aficionados para espiar la operación.
Y entonces ocurrió. A principios de agosto, mientras el equipo estaba de viaje, llegaron los camiones volquete y las carretillas elevadoras se pusieron a trabajar, completando la Misión Minus-22 sin incidentes. Después, pregunté a un empleado del Coliseum que pidió el anonimato si habían retirado todo lo que los aficionados podían llegar a querer. “Si la gente quiere regalos viejos de 2018-19 con heces de rata y polvo, entonces probablemente sí”, me dijo. “La nube de polvo después de sacar cosas permaneció durante 24 horas”.
A pesar de todo, los seguidores de los A's mantienen la esperanza. Cada informe que arroja la más mínima duda sobre el traslado del equipo, ya sea a Sacramento o a Las Vegas, es tratado como una señal del cielo. La decisión de Sacramento parece precipitada, y la decisión de Rob Manfred de aprobar el traslado a un estadio de ligas menores parece una concesión más a Fisher. Para que funcione, arrancarán el césped del Sutter Health Park de West Sacramento y lo sustituirán por césped artificial. Entre los A's y los Sacramento River Cats, jugarán 156 partidos durante los seis meses más calurosos del año sobre ese plástico, durante un mínimo de tres años, a temperaturas que superarán habitualmente los 100 grados. El equipo considera que tres o cuatro años es una estancia temporal, una especie de residencia al estilo de Las Vegas, pero la carrera media en las grandes ligas ronda los cinco años.
Durante el mes pasado, numerosos agentes, entre los que destaca Scott Boras, nativo de Sacramento, han pronosticado que los A's tendrán problemas para reclutar jugadores durante su estancia en Sacramento. Los A's creen que han reunido el tipo de plantel joven y vibrante -- Lawrence Butler, Shea Langeliers, Mason Miller, todos bajo la firme dirección del entrenador Mark Kotsay -- que anulará las preocupaciones sobre el estadio o el futuro inmediato del equipo.
La Asociación de Jugadores de Béisbol de las Grandes Ligas aún tiene que aprobar los cambios en el Sutter Health Park. Aún no hay planos definitivos del estadio de Las Vegas. La lista continúa. Los A's, en una caracterización que el equipo considera injustificada, son vistos como la mítica serpiente que se come eternamente su propia cola. Fue una señal cuando los A's abandonaron el primer sitio que planearon en Las Vegas, y una señal cuando se reveló que la ubicación actual, en el sitio del pronto a ser demolido Tropicana Casino and Resort, consta de sólo 9 acres para construir un estadio de béisbol con cúpula o techo retráctil. (Los A's dicen que el espacio no es un problema, pero el estadio más pequeño de las grandes ligas, el Target Field de Minneapolis, ocupa 8 acres). Y se considera una señal continua que Fisher no haya presentado un plan de financiamiento para costear los gastos del estadio más allá de los $380 millones de dólares en fondos públicos aportados por el estado de Nevada.
“Es interesante que la cuestión del financiamiento persista”, afirma Dean. “John Fisher dijo en varias ocasiones que su familia invertirá el capital necesario para construir el proyecto”. El traslado de los A's fue aprobado tras una revisión de tres meses por parte de un comité de traslado de la MLB formado por propietarios sofisticados desde el punto de vista financiero. Como ya dije en la reunión de la Autoridad del Estadio [de Las Vegas] en julio, estamos en una buena situación con respecto al financiamiento y llevamos tiempo planeándolo”.
Estuve allí como estudiante universitario de 1982 a 1984, a un corto trayecto desde Berkeley, viendo a equipos malos que contaban con la efervescencia desbordante de un joven Rickey Henderson bajo la atenta mirada del mánager Billy Martin, y más tarde el estilo hosco de un envejecido Dave Kingman. Una noche estaba en la grada izquierda cuando Jim Rice bateó una bola de Dave Beard que o bien (a) sigue orbitando alrededor de la Tierra o (b) está incrustada en una columna de hormigón en algún lugar más allá de donde yo estaba sentado. El sonido del bate de Rice al conectar con el lanzamiento de Beard fue, me avergüenza admitirlo, uno de los momentos fundamentales de mis años universitarios. En las gradas del campo izquierdo había un guardia de seguridad al que todos llamaban “Guns” por sus bíceps hipertróficos. Se colocaba detrás de la última fila de las gradas, con los brazos cruzados y una camiseta de manga corta cuatro o cinco tallas más pequeña. Tenía un aspecto serio, pero era muy simpático, como el lugar.
Es el último de los estadios multipropósito, una reliquia de los años 60 y 70, antes de que cierto segmento de la población decidiera que necesitaba cócteles artesanales, sofás de cuero y suites privadas para disfrutar -- y, a menudo, ignorar -- los partidos. De algún modo, hubo un tiempo en el que bastaba con moldear una montaña de hormigón en forma de círculo y llenarla de asientos de plástico alrededor del césped, antes de que los aficionados se convirtieran en códigos de barras ambulantes. El Coliseum es el último edificio en pie que puede decir que tuvo a Johnny Unitas y Carl Yastrzemski, Franco Harris y Nolan Ryan, Tom Brady y Ken Griffey Jr.
Kirk Morrison nació en Oakland, creció en Oakland, se convirtió en un atleta estrella en el instituto Bishop O'Dowd de Oakland y finalmente jugó las cinco primeras temporadas de su carrera en la NFL con los Oakland Raiders. Dice que la muerte de los deportes de Oakland “ha arrancado un poco de mi juventud, de mi infancia. Ir a los partidos no era algo corporativo. Era un amor genuino y auténtico por el deporte, por los jugadores, y una apreciación de sus talentos”.
Su padre tenía abonos para los Raiders cuando el equipo regresó de Los Ángeles en 1995, así que lo vio desde todos los ángulos, y cuando jugaba para los Raiders, se sentaba en el vestuario antes de los partidos y después de los calentamientos y escuchaba cómo el estadio se despertaba sobre él, como los primeros movimientos de un volcán. Salía al campo para las presentaciones y esperaba en el túnel, mientras la cerveza y cualquier otra cosa caía por el borde. Se paraba a escuchar el rugido instintivo e inhalaba profundamente lo que le llegaba.
“Es el olor de Oakland”, dice Morrison. “Huele al que no es el favorito. Huele a alguien que trabaja duro, que no teme ensuciarse las manos, que no teme sudar, que te va a dar todo lo que tiene”.
Yo estaba allí cuando era un joven reportero del Sacramento Bee para la Serie Mundial de 1990, y después del cuarto partido fui del clubhouse local al clubhouse visitante transmitiendo una guerra de palabras entre el relevista de los Reds, Rob Dibble, y el as de los A's, Dave Stewart. Como un telegrama humano, le dije a Stewart que Dibble sostenía que había golpeado intencionadamente al jardinero de los Reds Billy Hatcher en la primera entrada, y luego volví al clubhouse de los Reds para decirle a Dibble que Stewart había dicho que era un vándalo, indigno de su atención. Esto duró cuatro rondas -- Dibble no puede hablar hasta que gana 20 o salva 40; Stewart tiene suerte de estar en la Liga Americana y no tener que batear -- con Dibble sentado en su locker empapado de cerveza y champán, Stewart de pie en el suyo, todavía con el uniforme, su furia por perder la serie disminuida un poco por su furia contra Dibble.
Robb Roberts se define a sí mismo como un “coleccionista de oportunidades”, que es su forma de decir que no dispone de fondos ilimitados para satisfacer su pasión. Ha creado un museo de recuerdos gracias a sus contactos y a la fuerza de su entusiasmo.
Roberts tiene 306 bates usados, incluido el que utilizó Matt Stairs para anotar seis carreras en una entrada. Tiene botines blancos usados desde Mark McGwire hasta Shea Langeliers. Tiene el chaleco que Lew Krausse usó cuando hizo el primer lanzamiento en un partido de las grandes ligas en el Coliseum. Tiene ropa de receptores -- mucha ropa de receptores. Adquirió la maleta de viaje de un jugador de los años 70, y adentro encontró una bolsa con cierre que contenía una cuchilla de afeitar y un espejo manchado con un polvo blanco. (Conoció al jugador, que no reconoció las cosas con un guiño y las firmó). Tiene dos pares de pantalones usados por Rollie Fingers en las Series Mundiales de 1972 y 1973. Tiene el bate que Mike Gallego utilizó durante los cuatro partidos de las Series Mundiales de 1990, y desde entonces Gallego y él se hicieron amigos.
“¿Cómo conseguiste ese bate?”, le preguntó Gallego. “Se lo di al chico de los bates”. “Sí, lo hiciste”, respondió Roberts. “Y él me los dio a mí”.
Cada pelota de béisbol, cada bate, cada canillera lo retrotraen a un momento que pasó en este lugar grande y antiestético con su padre o con sus hijos o con sus amigos. Una vez permaneció inmóvil en las gradas del jardín derecho durante mucho tiempo -- las cámaras de televisión volvían a él una y otra vez -- para rendir homenaje a Stephen Vogt, que se retiraba. Vestía un uniforme completo de los A's cubierto por un conjunto de ropa de receptor usada por Vogt.
“Coleccionar ante todo es algo egoísta”, dice, “pero todo lo que tengo me retrotrae a esos momentos de mi vida”.
Su equipo desaparecerá, y él mirará su colección y verá puntos en una línea de tiempo, un carrete incompleto pero importante de su vida. Asistirá solo al último partido, el jueves, para proteger a sus dos hijos de lo que pueda ocurrir si las cosas se ponen feas. Ha pensado en algunas de las cosas que le gustaría añadir a su colección: su asiento en la grada, el montículo del lanzador, el home plate, el esquivo Harvey, uno de los famosos orinales del Coliseum. (Está remodelando su casa y tiene el lugar perfecto para eso). Pero al final, sabe que no va a conseguir ninguna de esas cosas; se sentará en las gradas, contemplará el césped perfecto y las nítidas líneas blancas por última vez, y verá cómo otra parte de su vida queda en el pasado.
“No sé cómo quieres llamarlo”, dice. “¿Un funeral? ¿Mi velatorio?”.
Estuve allí este verano, y el verano pasado, viendo todo bajo una luz diferente. En un partido de principios de septiembre contra los Mariners, con una asistencia anunciada de 4,390 espectadores, con mi esposa nos sentamos cerca de la segunda cubierta, en la línea del jardín derecho. Éramos los únicos en toda la sección, un lugar ideal para ver cómo el cielo sobre las colinas de Oakland se volvía naranja, luego rosa y después morado. A última hora del partido, bajamos al nivel inferior, donde la televisión más cercana a nosotros, en la sección 115, estaba sintonizada en el Golf Channel; en el campo, los Mariners ganaban a los A's por 13 carreras; en la pantalla, los mejores momentos de la Solheim Cup se reproducían sin cesar, y nadie parecía darse cuenta.
En las últimas cuatro temporadas, los aficionados de los A's han visto cómo aplastaban a su equipo, abandonaban su estadio y aumentaban el precio de las entradas. Han oído a Dave Stewart, el mismísimo Oakland, responder: “En un santiamén” en el programa posterior al partido del equipo cuando le preguntaron si renunciaría a su victoria en las Series Mundiales de 1989 si eso significaba que el equipo se quedaba en Oakland. Leyeron las palabras del querido ex propietario Wally Haas, en declaraciones al San Francisco Chronicle, vapuleando a Fisher por arruinar la relación con los aficionados y la comunidad al desarmar al equipo y descuidar el estadio. “Estás abandonando a una comunidad en la que los aficionados, por razones válidas, se han mantenido alejados”, dijo Haas. “Ojalá el béisbol hubiera hecho más”. Vieron al mánager de los Giants, Bob Melvin, que pasó 11 años como mánager de los A's, llevar zapatos blancos en homenaje a los A's cuando llevó la tarjeta de alineación al home plate antes del último partido de la última Serie de Bay Bridge.
A mediados de agosto, Will se paró en la explanada exterior de las gradas del campo derecho y me dijo: “Esto empieza a ser real. Odio esto. Septiembre va a ser brutal”. Hasta el final, saludará a Butler en el jardín derecho y empezará a aplaudir en la cintura y a gritar “Vamos Oakland” sólo con un corredor en posición de anotar. Él, Left Field Jenny y Kenny Bo, y Robb, el coleccionista, tratan de no pensar en el ritmo de la temporada, y cómo funciona como una base sólida para la estructura de sus vidas. No tienen planes de seguir al equipo a Sacramento, así que esperarán contra todo pronóstico, buscando señales, creyendo que nada bajo la dirección de Fisher será definitivo hasta que lo sea.
A medida que se acercara este día, se prepararán para enfrentarse a toda clase de emociones. Todas esas noches tranquilas, todos esos cánticos catárticos en el cosmos, serán el preludio de una última paliza. Los más acérrimos juran que habrá paz; se contentarán con mirar al campo todo el tiempo que haga falta para recordar. Han aprendido de la experiencia: Si nadie quiere hacerles una fiesta, la organizarán ellos mismos.