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Yo estuve allí: Leonard vs. Hagler, súper pelea en el Caesars

Con el combate entre Leonard y Hagler estalló el Caesars la noche del lunes 6 de abril de 1987. Andrew D. Bernstein/Getty Images

Don King comenzó a subir al ring, por el rincón donde estaba Leonard. No llegó a trepar más de tres escalones de los cinco, cuando una figura apareció a sus espaldas, y tomándolo del saco, visiblemente enojado, le gritó:

-¡Esta no fue tu pelea! ¡Bajate inmediatamente o llamo a seguridad!

Bob Arum, el promotor, estaba fuera de sí, aunque daba unos cuantos kilos de ventaja. Fue tal su energía que Don King comenzó a descender sin abrir la boca. Mientras tanto, una multitud enardecida seguía aplaudiendo, comentando y gritando. Nadie quería irse de la playa de estacionamiento del Caesars esa noche. Hacía apenas unos minutos, se logró silencio cuando Chuck Hull, ceremonioso como siempre, anunció el resultado de la pelea:

-Señoras y señores, tenemos una decisión dividida…Lou Filipo, 115-113 para Hagler… (aplausos)… Juan Guerra, 118-110 para Leonard (buuuuussss) y Dave Moretti… 115-113 para el ganador en decisión dividida… (pausa breve que pareció eterna) y… ¡Nuevo campeón del mundo, Ray Sugar Leonard!

Estalló el Caesars la noche del lunes 6 de abril de 1987: 15.336 espectadores bajo el cielo abierto de Nevada, 1.100 periodistas (incluyendo los que viajamos de 32 países) y un largo aplauso para el ganador, mientras Hagler, enojado se bajaba del ring...

Viajé para esa pelea como enviado especial por la revista El Gráfico. Tal vez no sea común o necesario utilizar la primera persona, pero haber estado esa noche en el Caesars tal vez valga la pena intentarlo. El viaje no solamente era por la tremenda expectativa que despertaba la pelea, sino también porque el argentino Juan Domingo “Martillo” Roldán iba a presentarse en el combate de semifondo.

A los 30, el único hombre que le había provocado una caída con cuenta a Hagler en todo su historial, se las iba a ver con James Kinchen. ¿Cuántos boxeadores hubieran dado cualquier cosa por ser el semifondo de semejante velada? Roldán, a través de su promotor Juan Carlos “Tito” Lectoure, no solamente pudo hacerlo, sino que se anotó una victoria por nocaut técnico en el noveno asalto.

Fue una semana agitada, efervescente, única. Bob Arum, el promotor, organizaba cenas todas las noches. Álvaro Riet –eficaz colaborador, que se ocupaba de la prensa latina- estaba en todos los detalles. Una de las fiestas se realizó al borde de las piscinas del Caesars (“Sin apóstrofe”, como rogaban las gacetillas de prensa), una de las atracciones del hotel casino más distinguido de Las Vegas. Edmond Chacra, representante del Caesars en América Latina, encabezó un grupo superior a los 30a argentinos, todos jugadores de alto nivel. La estática hacía temblar las manos cuando se introducían las clásicas llaves en la puerta de las habitaciones, tras caminar por pasillos cubiertos de espesas alfombras.

Todos opinábamos. Y, para casi todos, lo de Leonard era un intento muy difícil. Se había retirado cinco años atrás, en 1982, luego de una seria lesión de retina sufrida durante su pelea triunfal ante Thomas Hearns. Había retornado el 11 de mayo de 1984 frente a Kevin Howard. Ganó por nocaut técnico en el noveno, pero había ido al piso en el primer round. Las crónicas decían que en los vestuarios, tras la pelea, se abrazó a su familia, llorando: “Ya no más, no boxeo más, se los juro, esta fue mi última pelea…”

Nada más falso que la promesa de adiós de un boxeador, porque salvo muy pocas excepciones –Rocky Marciano, Carlos Monzón- las tentaciones de volver a la fama, a la exposición pública, la adrenalina y al dinero, son demasiadas. “Los boxeadores volvemos porque somos guerreros”, me dijo una vez Leonard. “Y creemos siempre que podemos, que seguimos siendo jóvenes”. Leonard pelearía por primera vez en la división de los medianos, reapareciendo nada más ni nada menos que ante Marvin Hagler. El campeón, que iba a hacer su defensa número 13 de la corona de los medianos WBC, estaba en su esplendor a los 32 años. Y eso incluía una extraordinaria victoria sobre Thomas Hearns en uno de los combates más electrizantes jamás vistos.

Se afirmaba que Leonard había hecho algunas peleas en privado para probarse a fondo. Ángelo Dundee era su asesor estratégico, mientras crecía la tirantez entre el técnico ítalo-americano y quienes habitualmente entrenaban a Ray: Janks Morton y su descubridor, Dave Jacobs. “Cuestionan que voy apenas una semana antes de la pelea”, me dijo Ángelo una semana después de la pelea en sus oficinas de Miami. “Lo mio es hacer la estrategia y manejar el rincón y trabajar en los cortes. ¿Le parece poco? Cuestionan lo que gano, porque confunden cantidad con calidad…”

¿Y cuál iba a ser la estrategia? Hagler, zurdo, potente, gran pegador con las dos manos –especialmente con la izquierda- era un destructor. Entrenado por los hermanos Pat y Goody Petronelli, al principio se había negado a aceptar el desafío de Leonard. Todo empezó en mayo de 1986, cuando Leonard declaró: "Yo sé cómo ganarle a Hagler”.

El 2 de julio, Marvin se mostró indeciso. “Estoy pensando en retirarme, esa es la verdad”. Finalmente, el 3 de noviembre de 1986, en el legendario Waldorf Astoria de la ciudad de Nueva York, se concretó la pelea y se anunció en una conferencia de prensa: Hagler-Leonard era un hecho. El campeón tenía asegurada una bolsa mínima de 12 millones de dólares y el retador se iba a llevar 11 millones. Luego de la pelea, recibirían los beneficios extras del “pay-per-view” y eso elevó la ganancia de Hagler a 20 millones y a Leonard a 12. El cálculo final llegó a 2 millones 500 espectadores entre abonos particulares y circuitos cerrados (el Radio City Music Hall de Nueva York vendió 6.000 asientos a 60 dólares cada uno, para dar un ejemplo).

Por si hace falta decirlo, fue el acontecimiento número uno del boxeo en materia de records de audiencia. Seguramente lo que motivó a Hagler fue semejante bolsa. Convengamos en que la figura atractiva era Ray: campeón olímpico en Montreal en 1980, sus dos peleas con Mano de Piedra Durán, su épico triunfo ante Hearns, su lesión en la retina. “El tema es que se lo pasa besando niños, como un candidato a presidente”, rezongaba Hagler. “Él hace relaciones públicas y conquista a la gente mucho más que yo”. Bob Arum había afirmado alguna vez que el boxeo es como los westerns clásicos. “Hace falta un héroe o un villano para montar una pelea. El héroe tiene sombrero blanco y el villano sombrero negro. ¿Adivinen el color del sobrero de Hagler?

Un detalle sin embargo, o mejor dicho, tres detalles, marcaron a fuego el destino de la pelea. Si Leonard era la verdadera gran atracción, lo hizo notar cuando llegó el momento de registrar los contratos. Hagler podía ganar más dinero que él, pero Sugar marcó las diferencias de otra manera, con tres exigencias que resultaron clave: 1) la pelea iba a ser a 12 asaltos, y no a 15, como era norma, lo que le daba una exigencia menor al retador tras su inactividad; 2) los guantes iban a ser de 10 onzas, marca Cleto Reyes y 3) el ring debía ser el más grande dentro del reglamento o sea de 6 metros por lado, lo que cual le iba a permitir bailar de lejos a Hagler.

La pelea fue un lunes, ya que se tenía en cuenta que había mayor concentración en los hogares. Ideal para la televisión. El argumento era que los sábados la gente sale a cenar afuera o a los espectáculos y hay menos televidentes potenciales. Ese lunes, a las ocho de la noche de Las Vegas, Leonard caminó rumbo al ring, mientras algunas celebridades como Bo Derek, Joan Collins, Yannik Noah, Jimmy Connors, Wilt Chamberlain o Gene Hackman, entre tantos otros, se dedicaban a ovacionarlo, como casi todo el público. The Pointer Sisters tuvieron a su cargo la interpretación del Himno Nacional.

Se puede afirmar que, ante Leonard, Hagler iba a pelear no solamente de “visitante”, sino también contra el carisma y la velocidad de su rival. “Creo que se equivocó en querer boxear”, comentó años más tarde Richard Steele, el referí de esa pelea. “Hagler era ante todo, Guerra y Destrucción, como a él le gustaba llamarse y Leonard era demasiado veloz para él”. Leonard no iba a cometer el error de plantarse en la pelea franca como hizo en Montreal ante Roberto Durán, para demostrar que no era “un invento de la televisión”.

Era claro que, cuando Hagler le achicara los espacios, iba a imponer su mayor fortaleza y físico de un mediano natural, ya que Leonard venía de la división de los welters, o sea de 66,700 kilos. Ahora, con 71,700 –lo que registró para el combate- sus golpes iban a hacer menos daño y al mismo tiempo, los de Hagler le resultarían más pesados. El campeón pesó 73,130 y es probable que, a la noche de la pelea, ambos hayan subido cuatro o cinco kilos. Solamente que, para Leonard, iba a conspirar contra su velocidad, mientras que para Hagler sería ocupar su kilaje habitual a la hora de combatir.

Leonard bailó durante los cinco primeros asaltos. Hagler salió con guardia diestra –la izquierda extendida- aunque era zurdo. Aunque en varios pasajes volvió a su guardia normal. “Algo de eso iba a pasar”, dijo Dundee. “Pero yo tenía todo pensado, no fue sorpresa ni para mí ni para Ray”. Para el sexto, el bailoteo de Leonard se hizo más impreciso, siempre de lejos. Cuando se acercaban los cuerpos, amarraba a Hagler y le impedía sacar golpes claros. El séptimo marcó el primer desnivel de potencia real, cuando tras algunos golpes cruzados, Hagler conectó un tremendo uppercut de derecha que conmovió a Leonard, a unos segundos de que finalizara el asalto.

Parecía que iba darse la lógica: la mayor fortaleza y tamaño físico del campeón comenzaba a predominar. En el octavo Hagler, ya plantado como zurdo, empezó a estrechas los espacios y por consiguiente, a conectar manos que, hasta ese momento, habían pasado de largo en gran proporción. El noveno fue un intercambio furioso, porque Leonard, que parecía haber cambiado el aire, lanzó frenéticas combinaciones, con más efectismo que otra cosa. Era evidente que por más justo que lo conectara, no le hacía daño a Hagler, que seguía avanzando.

Mientras en el rincón de Leonard Dundee debía alzar la voz para imponerse a las otras –especialmente la de Morton-, Hagler lucía seguro de sí mismo. El repunte de Leonard le permitió ponerse cerca de las tarjetas, recuperando el terreno perdido a partir del sexto. ¿Qué pasó luego? Será para discutirlo mucho tiempo. Leonard recuperó el ritmo en la medida en que Hagler volvió a ser impreciso, ganando así el 11er asalto y cerrando a todo ritmo en el último, que fue muy parejo. El público, decididamente a favor de Leonard, comenzó a corear su nombre a partir del 11° y cuando terminó la pelea, ambos levantaron los brazos. Pero era Leonard el que parecía más confiado. Con eso no se gana una pelea, pero finalmente la ganó.

En mi tarjeta tenía 115-113 para Sugar, igual que el prestigioso colega Nigel Collins, columnista de ESPN. A su vez, Al Bernstein –histórico comentarista también de ESPN- tenía 115-113 pero para Marvin Hagler, al igual que Carlos Monzón, presente en el ring side. Con esa victoria, Leonard –que estaba abajo en las apuestas- logró su cuarta corona mundial.

Quedará la polémica como un ingrediente más de la leyenda. Hagler, decepcionado por la derrota y porque Leonard no le dio la revancha, cayó en un estado depresivo y abandonó el boxeo para siempre.

Leonard, a su vez, continuó peleando: realizó cinco peleas más, espaciadamente. Le ganó a Donny Lalonde y Roberto Durán, empató con Thomas Hearns (fue al suelo) y perdió las dos últimas. Terry Norris se apiadó de él y le ganó por puntos en el Madison de Nueva York (1991). El Macho Camacho lo venció por KOT en 1997, Atlantic City, en una triste noche, ya que las piernas no le respondían y prácticamente se caía solo. Con el tiempo se reencontraron y dejaron de lado algunos rencores, especialmente en el caso de Hagler.

Cuando todo hubo terminado, comenzaron a desmantelar el ring y el estadio abierto. Me quedé hasta tarde en la sala de prensa y cuando ya empezaba a buscar mi habitación, pasé por el que había sido el teatro de la pelea. El viento hacía volar los papeles. Del ring quedaban los postes. Todo comenzaba a evaporarse, como en un sueño. Cerrando los ojos, le agradecí a Dios porque con los años, iba a poder decir: “Yo estuve allí”.