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La belleza del juego

Damian Lillard hizo un partido alucinante, pero no le alcanzó para darle el triunfo a los Blazers. Getty Images

La belleza del juego descansa en esta clase de partidos infinitos. Guiones retorcidos con desenlace inexplicable, cables que se cortan en el último segundo, altibajos que provocan inevitables golpes de tensión emocional.

El ejército de la noche nos incluye y nos cobija. Somos peregrinos en continuado a la espera de una lluvia que se niega, pero que sabemos que cuando ocurra será inolvidable. Revolvemos, en un mar de partidos, jugadores y equipos para que la emoción regrese. Para que aquello que parecía olvidado, escondido, apagado, florezca de una vez por todas. Para que el sueño que apura se transforme en insomnio.

Avenidas hechas de gajos y redes a la búsqueda del Dorado, que se presenta y se esfuma como un oasis en el desierto. La belleza del juego se explica, entonces, en los últimos cinco minutos del último cuarto. La cantidad de desenlaces posibles, la transformación de lo ordinario en extraordinario, el giro argumentativo que transforma héroes en villanos y viceversa.

La esencia del básquetbol descansa en el espíritu combativo de Damian Lillard. Dios transformado por una noche en jugador de básquetbol. Los relojes derretidos de Salvador Dalí, su tiempo dentro del tiempo, el surrealismo hecho atleta que explica que este deporte es mucho más que puntería. Que se puede hacer arte con una pelota sin necesidad de histrionismo desmedido. Que se puede ser ganador aún en la derrota. Porque lo que hizo Lillard excede el resultado, incluso podríamos decir que excede el deporte per se: es la lucha del hombre contra un destino que se esmera en confirmar que está escrito de antemano. La batalla contra las circunstancias, la condición humana y el sentido de supervivencia deportiva. Si existe una mínima chance allí afuera, hay que ir a buscarla.

Allí van, entonces, los Denver Nuggets. Triunfadores de una noche mágica más allá de errores de principiante. Con el básquetbol cansado de Nikola Jokic que naturaliza la existencia de la velocidad contracíclica en la mejor liga del mundo. Panóptico humano, capaz de hacer fácil lo difícil, de desplegar un arte de gota gorda que encuentra compañeros en ángulos inexplorados, que dibuja arcos poco convencionales en su mecánica de lanzamiento, que exprime los segundos en un juego que tiene al tiempo como su mejor aliado. Si Lillard es la electricidad explosiva, Jokic es el magnetismo. Todo hacia él y todo como él decida.

El sueño invade, pero de repente, se producen gritos y desorden en la sala. Lillard tiene el balón en sus manos y los Nuggets deciden que no cortarán con foul pese a estar tres puntos arriba. No importa lo que pasó antes, importa lo que pasará a partir de ahora. Pueden mandar a Lillard a la línea de personales y garantizar el triunfo. Pero no. Triple y tiempo extra. Desazón, bronca, frustración. Ganas de golpear la cabeza contra la pantalla, de pedirle explicación a los dioses del juego.

Denver lo tenía ganado y ahora no. El drama continúa, porque ahora por finalizar el primer suplementario, Lillard vuelve a tener el balón en sus manos y la decisión para defender es la misma: inacción, triple y a segundo tiempo extra. Los ojos en el estadio se clavan en Michael Malone. Las redes sociales no saben bien hacia donde apuntar, si para la fenomenal actuación de Lillard o para la frustrante decisión del coach de los Nuggets. Toda la atención está puesta en desactivar la bomba atómica. En el cierre del segundo tiempo extra, pasa exactamente lo mismo: ¡Cortá con foul por amor a Dios! Nada. El grito resquebraja la madrugada. Pero esta vez Lillard, el indomable Lillard, falla su tiro. Austin Rivers mira al cielo y agradece, una forma de congraciarse con alguna divinidad por el favor oportuno. Alivio, relajación y alegría. De las tinieblas al paraíso. Malone que casi lloraba, ahora sonríe. El guión que no le pertenecía, ahora le pertenece.

Los fanáticos que se dormían, ahora no se pueden dormir. La tensión se mantiene al límite. La electricidad que era de Lillard, del magnífico Lillard, ahora nos invade a nosotros. El ejército de la noche ha vuelto a vencer. El deporte de los cestos vuelve a mostrar su mejor cara. Los escudos lanzados al cielo, la sensación de éxtasis consumada, la alegría que no cesa. ¿Qué es el básquetbol si no es esto? El placer de quedarse hasta el final para no perderse la anécdota. Vivir para contarlo. Será una mañana difícil, lo sé, pero nada de eso me importa.

Nada de eso nos importa.

La belleza del juego nos vuelve a vestir, a todos, de ganadores.

Y eso, queridos amigos, es lo único que importa.