Oscar Natalio “Ringo” Bonavena es uno de los boxeadores más emblemáticos de la Argentina y uno de los grandes latinoamericanos en la división de los pesados. Tuvo a Joe Frazier dos veces por el suelo y libró una gran batalla con Muhammad Ali.
Fue un producto del porteño barrio de Parque de Los Patricios, en Buenos Aires. Fanático de Huracán, creció en calles de tango, poesía, fútbol y bohemia. Se hizo grande como amateur y pasó al profesionalismo peleando en el Madison de Nueva York, ni más ni menos.
Atrevido, auto publicista nato, irreverente y pícaro, pasó por los escenarios, el cine y hasta se dio el lujo de grabar canciones. De todo eso y mucho más se ocupa “Ringo. Gloria y muerte”, del sello Star Original Promotions, que está a punto de estrenar en STAR+ Latinoamérica.
Este periodista andaba por los 17 años y ya sabía lo que era lidiar con la máquina de escribir y con un micrófono.
Esa noche, junto a mi padre, llegamos muy temprano al Luna Park. A mí me tocaba sentarme al lado del ring, junto al time keeper, porque era amigo del utilero del estadio. El que llevaba los guantes, el que le alcanzaba la caja de resina a los boxeadores (en ese entonces se utilizaba resina, sí, las suelas eran de badana).
El Luna ya hervía, aunque era temprano. Y se entiende y se explica.
Siempre una pelea de pesos completos es atractiva. En este caso era muy atractiva. Tenìa todos los condimentos habidos y por haber.
El campeón, de 30 años, era Gregorio Manuel Peralta, conocido por “Goyo”. Había peleado por el campeonato mundial medio pesado con Willie Pastrano en Nueva Orleans. Como iba ganando, aprovecharon un corte en la ceja del argentino para detener la pelea. Al menos, así quedó en el folclore del boxeo nacional, otro “robo” más...
Peralta era un Dandy que iba al gimnasio vestido de terno, perfume francés y sombrerito a la moda. Hacía propagandas de ropa y era admirado por su seriedad. Sanjuanino y peronista, siempre que daba la mano miraba a los ojos, directo y sin parpadeos.
Su contracara era Oscar Natalio Bonavena, “Ringo”, porteño de Parque de los Patricios, hincha del Club Atlético Huracán. Hablador y mediático como pocos. Hasta para vestir era diferente a Goyo: botas texanas, pelo largo, musculatura de levantador de pesas, irónico y -cuando quería- provocador.
Había debutado como profesional en los Estados Unidos, donde era atractivo: blanco, apellido italiano, hasta se decía que Sinatra había preguntado por su contrato.
La pelea con Peralta, campeón argentino, era inevitable.
Bonavena la tiñó de mala sangre. Iba a los canales de televisión con una linterna.
“¿Dónde está Peralta? Se esconde, me tiene miedo”, decía con su voz aflautada mientras -linterna mediante- hacía que buscaba detrás de los muebles. “Me tiene miedo, Peralta me tiene miedo”, repetía.
Eran los años 60, cuando Cassius Clay hacía cosas similares aprovechándose de un medio que cada día ganaba más espacio: la televisión.
En lugar de prestarse a reportajes convencionales, Clay allá, y Bonavena en Argentina, aprovechaban para la autopromoción.
El ambiente se fue caldeando. Por un lado, la seriedad de Peralta, que se fue a concentrar a Córdoba. Por el otro, la verba de Bonavena, buscando siempre ser el eje de los titulares de los diarios.
Eran los tiempos en que las peleas del Luna Park no se televisaban. A lo sumo se podían escuchar por radio. No es de extrañar que a eso de las ocho de la noche, ya estuviera todo no vendido, sino sobrevendido. Las hileras de gente trepaban por la calle Corrientes, rumbo al Obelisco. Los revendedores, seguramente, estuvieron a la orden del día.
Ya quedó dicho que esa noche llegué muy temprano al estadio. “Quedate en tu lugar y no te muevas”, fue el consejo de mi padre, previendo algún desmán que no se produjo nunca.
La mayoría estaba con Goyo, el Dandy, el elegante, el de las finas palabras.
Se calcularon 25.236 espectadores en el Luna Park, récord absoluto. Gente afuera, siguiendo las alternativas por la radio. Era fácil imaginar la misma escena en los bares, en los quioscos de diarios, en cualquier lugar en donde se pudiera colgar una radio portátil, de esas nuevas de baquelita, con estuche de cuero.
El árbitro fue Víctor Avendaño.
Ringo, que tenía 22 años, contaba con una ventaja que cualquiera podía notar: era un peso completo natural. Registró en la balanza 92,500 kilos. Peralta -que con los años llegó a hacerle una gran pelea a un juvenil George Foreman-, era un medio pesado natural, a lo sumo un crucero: registró 84,400.
Esa diferencia -que muchos simpatizantes de Peralta se negaron a ver-, se notó en el ring. Peralta, aunque era un boxeador de línea, tenía un gran corazón, era un guerrero capaz de cruzarse con cualquiera, aunque no le conviniera hacerlo.
Bonavena, que peleaba como diestro aunque era zurdo en realidad, tenía gran potencia con la izquierda en cross. Y, al atacar, sabía que Goyo, que no tenía pegada, no podía hacerle mucho daño.
Así, de a poco, round a round, Bonavena fue dejando de lado el respeto ante Goyo. Las tribunas clamaban.
El estadio pareció venirse abajo cuando, en el quinto round, Peralta fue al suelo.
“Mientras yo le contaba, Bonavena le pedía a Peralta que se quedara en el suelo, pero Goyo se levantó”, contó luego Avendaño.
Sí, se levantó, pero ya había conocido el rigor de la lona y, al mismo tiempo, carecía de la fortaleza como para dar vuelta la pelea de un golpe.
Cuando terminaron los 12 asaltos, no había dudas de que había un nuevo campeón, y así fue.
Llorando, Bonavena se abrazó a Peralta sobre el ring. Y, ya en los vestuarios, como era costumbre, se ducharon juntos. Bonavena le pidió perdón:
“Todo lo que dije fue para vender entradas, Goyo. Perdoname. ¿No querés venir mañana a mi casa a comer los ravioles que amasa mi vieja?”.
Goyo no fue.
Ringo siguió con su camino, en donde lo esperaba Muhammad Ali.
Peralta, a su vez, con el tiempo emigró a España, para estar junto a su amigo, el General Juan Domingo Perón.
Hubo, sin embargo, una revancha entre Ringo y Goyo, en Montevideo, pero... esa es otra historia.
La pelea grande, la que marcó récords, la que paralizó y dividió el país, fue el 4 de septiembre de 1965.
Ringo, que subió silbado desde los cuatro costados del estadio, bajó ovacionado. Ahora todos eran sus fanáticos...
Así es la vida.