Se ha ido Sergio Víctor Palma. El de los rulos enormes, el del corazón gigantesco. El que escribía poesías y que, en el ring, era un tigre embravecido. El que con su guitarra y su sonrisa le dio un aire fresco y diferente al boxeo argentino.
Apareció a mediados de los 70 –exactamente en 1974-, participando del Torneo de los Trabajadores “José Ignacio Rucci”. Era ya por entonces pupilo de don Santos Zacarías, el forjador de campeones. Aquel torneo fue la plataforma de lanzamiento de jóvenes valores de los cuales, con el tiempo, Palma fue todo un abanderado.
De la mano de Zacarías pasó a profesional en 1976 y se mantuvo peleando hasta 1990: total, 52 peleas ganadas con 20 nocauts, 5 derrotas y 5 empates. Fue campeón argentino y sudamericano de los super gallos, pero su figura no parecía trascender al gran público. Los que lo conocíamos de cerca, sabíamos de sus aspiraciones: le encantaba leer y escribir poesías, se daba maña con la guitarra y le gustaba cantar. Cantaba y su sonrisa iluminaba el ámbito. Una sonrisa a la que no le faltaba una cuota de tristeza. Justificada.
Había nacido en La Tigra, Chaco, un primero de enero de 1956. Se vino con su madre a Buenos Aires, quizás escapando de un padre castigador, insensible. Ella empezó a trabajar de doméstica, como se decía entonces y él, Sergio, encontró un sitio en la zona comercial del Once, donde aprendió a ser vendedor.
Jamás olvidó aquellos años iniciáticos, como hombre del Interior, tratándose de abrirse camino en la gran ciudad, en donde conoció a quien luego fue compañero de aventuras y de la vida, Walter Vargas, hoy destacado comentarista de ESPN.
Eran pobres y felices, pero era ricos en sueños, aspirando a un futuro mejor. En el caso de Sergio, como sucede en los cuentos, todo fue sobre caminos imaginables. Primero campeón argentino, sudamericano después, y de la mano de Juan Carlos “Tito” Lectoure, llegó la primera oportunidad mundialista en Barranquilla, Colombia, el 15 de diciembre de 1979.
Este periodista lo acompañó en ese viaje, en medio de un calor agobiante. Entrenaba bajo un rayazo inclemente del sol, “para que se acostumbre a lo que va a venir”, decía Don Santos. Con Héctor Luis Patri y Armando Pérez –boxeadores, amigos, componentes de una pandilla alegre y alborotadora-, compartieron la vigilia. En medio de los pañuelos del público saludando a los gladiadores, Palma perdió por puntos a lo largo de 15 rounds extraordinarios.
Cuando llegó a los vestuarios, Zacarías bramaba:
-Hay que hacer la revancha en Buenos Aires…
Y Palma, con el rostro congestionado, le replicó:
-No, don Santos, esta noche perdí… Y en la próxima, en Buenos Aires o en la China, le voy a ganar a él o a quien sea, pero voy a ser campeón del mundo.
El 9 de agosto de 1980, en Spokane, ante el campeón olímpico de Montreal 76, Leo Randolph, Palma fue una fiera embravecida y obligó al referí Stanley Christoudolou a detener la pelea en el quinto round.
¡Si, Sergio Palma era el nuevo campeón mundial de los supergallos! El público entonces descubrió a este boxeador que leía y escribía poesías y se convirtió en un centro de atracción, era como se decía, “un boxeador diferente”.
-Soy un boxeador, eso es todo, soy un boxeador –era su respuesta.
Un boxeador con un corazón enorme, con una conducta profesional impecable, un boxeador que en el ring se convertía, además, en un guerrero sólido, implacable, tremendo. Perdió la corona en Miami frente a Leo Cruz, un 12 de junio de 1982: ya no era el mismo. Tanto fuego se consume rápido, quizás.
Ahora ya no está y queda su recuerdo, su sonrisa algo triste, su candor, su manera acompasada de hablar. Sufrió un ACV primero, luego vino el mal de Parkinson y su salud se deterioró mucho. Luego apareció el Covid 19.
Mejor ni mencionar sus últimos años, allá en Mar del Plata, tiempo de padecimientos junto a Orieta, su compañera de los últimos años. Queda el recuerdo de su sonrisa algo triste, de su mirada siempre brillante, de su humor a veces irónico y en todos los casos, permanente.
Se ha ido con él, un pedazo de la historia del boxeo argentino, cuando él, Santos Benigno Falucho Laciar y Gustavo Ballas, le dieron un aire fresco y diferente a las viejas ya y añoradas noches del Luna…