En una mañana de marzo, dentro de una suite del lujoso hotel Essex House en Manhattan hace medio siglo, Gene Kilroy, amigo y asesor de Muhammad Ali durante largo tiempo, recibió una llamada del fallecido Budd Schulberg, escritor cuyos aportes al canon literario estadounidense incluyen títulos como “Más dura será la caída” y “Nido de ratas”, aparte de una frase muy famosa recitada por Marlon Brando, pero que parece haber sido pronunciada por prácticamente todos los boxeadores fracasados que han peleado antes y después: “Pude haber sido contendor”.
Aunque Ali acababa de sufrir su primera derrota, era Joe Frazier quien se encontraba en estado peligroso, internado en el hospital St. Luke’s de Filadelfia. Envuelto en hielo, con la presión sanguínea disparada, el indiscutible campeón del mundo era incapaz de ponerse de pie ni orinar. No podía comer ni beber. Schulberg había escuchado un rumor de que el estado de Frazier era terminal.
Ali escuchó la llamada de Kilroy y Schulberg. No necesitaba que le explicaran. Sin embargo, mientras Kilroy repetía en tono sombrío todo lo que el escritor había escuchado, el hombre más seguro de sí mismo en todo el planeta comenzó a desmoronarse.
Primero, se horrorizó.
“Estaba muerto de miedo”, recuerda Kilroy. “Como si su corazón se hubiese detenido”.
Después, el pánico se apoderó de él.
“Oh, Dios mío”, decía Ali. “Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío”.
Ali se puso de rodillas, presionando su cabeza contra el suelo. “Allahu Akbar ...” Dios es grande”
“Si algo le sucede a Joe”, expresó, “no volveré a pelear”.
Cinco décadas después, bien entrado un nuevo milenio, “La Pelea del Siglo”, tal como se denominó el primer combate entre Ali y Frazier, sigue siendo la pelea de todos los siglos. Otras disciplinas deportivas sirven de metáfora para lo que el boxeo es en realidad (un combate); por ello, es inevitable ver a otros atletas comparándose con los boxeadores. Sin embargo, Ali y Frazier siguen siendo los pugilistas con quienes otros boxeadores se comparan.
Ambos eran mucho más que antagónicos en un relato épico. En un país hirviente, dividido y preocupado por las divisiones raciales, Ali y Frazier estaban cargados de significados, cada uno convertido en representante de algo más grande que sí mismo.
Ali se ganó su prestigio a pulso, negándose a alistarse en el ejército durante la Guerra de Vietnam. La decisión le costó el título y un retiro del deporte por más de cuatro años. Mientras tanto, el hombre que ganó en su ausencia el campeonato del peso completo (el duodécimo hijo de Rubin y Dolly Frazier, aparceros de la población de Laurel Bay, Carolina del Sur) fue calificado de forma imperdonable como “El campeón del hombre blanco”. Pero si somos capaces de restar los elementos sociológicos y políticos (algo que quizás sea una tarea más ardua en la actualidad, en comparación con aquellos tiempos), la virtud de ambos se hace más evidente que nunca.
Cada uno subió al cuadrilátero empuñando una leyenda en su mano izquierda. En el caso de Ali, era el jab; para Frazier, su mejor arma era el gancho. Si ambos hacían evocar arquetipos (el estoico y el fabulista), juntos eran aún más grandes que en lo individual. Juntos, hicieron de la resistencia una forma de arte.
Por supuesto, Ali cayó de rodillas.
No sólo se necesitaban mutuamente. Necesitaban pelear entre sí. Una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Y a juzgar por la forma como lo hicieron (las cualidades con las que peleaban, sus aptitudes para soportar crueldades y castigos físicos), hoy todo parece indicar que las oraciones fueron respondidas.
Ver el video recientemente remasterizado del combate escenificado en el Madison Square Garden nos sugiere que estamos presenciando una película, o quizás escenas de varios filmes del fallecido director Sidney Lumet; o sea, algo sumamente específico en cuanto a gustos y estado de ánimo, tiempo y lugar. Corrían los primeros años de la década de los ’70 y Nueva York (con toda su conmoción y dilapidación incipiente) se sentía como si fuera la ciudad más potente del mundo.
Era la capital estadounidense del deporte, la televisión y la vida intelectual. Sin embargo, el 8 de marzo de 1971, todos estos mundos convergerían en un solo lugar. Hicieron acto de presencia policías, mafiosos, estafadores, Playmates. Por todas partes, se veía una abundancia de estrellas (entre ellos simples escritores, considerados estrellas en aquella ciudad de hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano). Fue una estrella, por cierto, quien dio el golpe menos probable de la noche: Frank Sinatra se hizo de una asignación como fotógrafo frente al cuadrilátero para la revista Life.
Sin embargo, la descripción más impactante de la noche no es visual, sino auditiva. “Un rugido visceral”. Así lo recuerda Larry Merchant, entonces columnista del diario New York Post. “La locura dentro de la máquina de sonidos”.
Las décadas que han pasado desde entonces no han logrado acallar el estruendoso sonido. Desde entonces, Merchant lo ha vuelto a escuchar: durante el décimo asalto de la primera pelea entre Evander Holyfield y Riddick Bowe, y en pasajes selectos durante la trilogía de combates entre Marco Antonio Barrera y Erik Morales. Pero, reiteramos, sólo lo ha escuchado en ciertos y determinados momentos. Aquella noche fue distinta. Se produjo un sonido (realmente, una suerte de zumbido) que logró mantenerse durante el enfrentamiento a 15 asaltos.
Se registró una asistencia de 20,455 personas. “Y todos los presentes en aquella muchedumbre pensaron que él o ella se encontraban en el lado correcto del cielo”, recuerda Merchant.
Las tarjetas de los jueces (todas a favor de Frazier) se limitaban a mencionar al ganador de cada asalto. Bajo las actuales normas de puntuación de 10 puntos, es probable que Frazier se hubiese impuesto en el undécimo (cuando las cuerdas parecían mantener a Ali en pie) y el famoso decimoquinto asalto (cuando Ali cayó por primera vez) por 10-8. Sin embargo, las puntuaciones son simples ejercicios aritméticos. Ninguno releja la majestuosidad de aquella noche.
“Dentro de la matemática abstracta del boxeo, no es siempre fácil decir quién ganó la pelea”, expresa Merchant. “Yo fui uno de los tontos astigmáticos que dio a Ali como ganador”.
También fue el caso de Kilroy, cuyas simpatías fueron documentadas en aquel entonces. A pesar de ello, ninguno de los púgiles objetó el resultado del combate.
“Nadie habría sido capaz de vencer a Frazier esanoche”, afirma Kilroy. “Quiero decir, nadie. Jamás”.
Miremos videos de, por ejemplo, partidos de la NFL o NBA en 1971. Veremos hombres que son más pequeños o lentos de lo que recordamos haber presenciado en nuestra niñez. Serían incapaces de competir con los atletas de hoy en día. Pero ese no es el caso que nos ocupa. La mayoría de los boxeadores de peso completo de la actualidad son más fornidos que Ali y de contextura mucho más musculosa que Frazier, quien pesaba 205 libras a la mañana del combate. A pesar de superarles en físico, no son más hábiles. No son mejores boxeadores. Y ninguno, como dupla, ha sido más valiente.
En el caso de Ali, la famosa pelea representó un punto de inflexión. Independientemente de nuestras opiniones sobre la guerra de Vietnam o su negativa a reclutarse, actualmente es imposible negar su intrepidez. Si él inició la noche siendo el boxeador más apuesto, la terminó convertido en el más tenaz.
A pesar de tener la mandíbula hinchada de forma grotesca (a la que la propia Diana Ross le aplicó una bolsa de hielo), su trayecto posterior a la pelea hasta el centro médico de Flower First Avenue “duró unos diez minutos”, según recuerda Kilroy. “Ali no quería que nadie dijera que Joe lo había enviado al hospital”.
Para Frazier, fue la gran noche de su vida. “Frazier seguía viniendo y viniendo y viniendo y viniendo”, afirma Merchant.
Pero ¿a qué precio? El combate también fue un momento decisivo en la trayectoria de Frazier, que marcó el inicio del declive de sus condiciones físicas. Su estadía en el hospital se extendió por varias semanas.
Eventualmente, las oraciones de Ali fueron complacidas. Y quizás, también lo fueron las de Frazier. Solo en el boxeo se requiere del hombre que debes destruir. Otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Su tercera pelea, la última, se escenificó en Manila. “Fue similar a la muerte”, rememoraría Ali. “La cosa más cercana a morir que conozco”.
Sin embargo, a pesar de todo lo que se dijo con respecto a la muerte (lo cerca que estuvieron y lo dispuestos que se mostraron al sacrificio), hay algo de estos dos boxeadores que durará por siempre.
Larga vida a Ali-Frazier.