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¿Qué pasaría si Leo hubiera sido Messi-Cano? Capítulo 7

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¿Y si Messi hubiera nacido en México? (1:09)

Rafa Ramos hace una ficción sobre lo que habría sucedido si el astro no hubiera nacido en Argentina. (1:09)

Rafa Ramos nos cuenta la séptima parte de la historia ficticia de Leovigildo Messi Cano, un extraordinario futbolista que nació en México


Aquí puedes ponerte al día con la historia

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El lunes comenzó con aparentes buenas noticias para la familia de Leovigildo Messi-Cano. Agitado, sudoroso, después de correr apenas 50 metros, con voz entrecortada, entre el asma y la asfixia, el carnicero Don Bonifacio apareció a la puerta del hogar de Leovigildo Messi-Cano.

“Don Jordi, don Jordi”, gritaba, bufaba y sufría como combi del transporte urbano en subida. “¡Déjeme agarrar aire!... Le llama en la carnicería un licenciado en no sé qué, de apellido Tejada que ya tiene la medicina para Leíto”.

“No, Tejodo”, repeló Jordi.

“No, a mí usted no me jode”, respondió enojado Don Boni.

“No, se llama Tejodo, no Tejada. Vamos, venga, vamos rápido”, dijo Jordi, quien apenas se preparaba para ir a una talacha pendiente de fontanería.

Cuando arribaron presurosos a la Carnicería Casa del Bife y del Bofe, ya no sólo estaban los gatos encanijados, los perros famélicos y las moscas de siempre, al acecho de un pellejo o desperdicio ya verdoso y viscoso de la heladera de Don Boni. No, el local ya estaba sitiado por vecinos, y hasta por el Cura Melo Veloz, quien se sentía responsable porque su sacristán, El Bryan, se había fugado con los casi 45 mil pesos que había recolectado la parroquia para ayudar a Leovigildo Messi-Cano. En Polanquito, sólo los chismes corrían más rápido que Lío.

“¡Bueno! Licenciado Tejodo, soy Jordi Messi. Buen día. ¿Cómo está? ¿Alguna novedad? ¿Mañana ahí afuera del INSS? ¿20 mil pesos? No los tengo ahorita, pero trato de juntarlos. ¿Con 11 mil de momento? Esos sí los puedo reunir aquí con los vecinos”, dijo Jordi, cuando súbitamente dichos vecinos desaparecieron y sólo se quedaron el cura y Don Boni. “Mañana nos vemos, licenciado Tejodo”.

“¿De dónde voy a sacar 11 mil pesos?”, cavilaba Jordi, y de inmediato encontró respuesta, entre dos santos pecadores, aparentemente sus Dimas y Gestas.

“Hijo mío, esta noche hago llamada a misa y les prometo indulgencias plenarias en nombre del Señor a estas ovejas descarriadas y pecadoras, a cambio de una buena limosna y de ahí vamos juntando. No te preocupes”, dijo el párroco.

“Yo también Don Jordi, voy a vender kilos de 900 gramos y voy a sacar unas chuletas de cerdo que están bien añejadas, y las voy a poner en oferta, igual que unos sesos y lenguas ya espumosos para los taqueros de la colonia. Todo es para una buena obra, ¿o no, Padre? Diosito me perdonará”, dijo el carnicero.

“Gracias, de verdad”, respondió Jordi, con los ojos abrillantados por la emoción desatada por los pecaminosos, pero sinceros actos de generosidad. Uno vendía fe y esperanza, y el otro, riesgos de dispepsia, difteria, salmonelosis o al menos una gastroenteritis. Hombres buenos con enorme fe en las maravillosas facultades futbolísticas de un mocoso de 10 años que hacía magia con el balón.

Antes de regresar a casa, le marcó al consultorio rural del médico Juan Alberto Cano, su cuñado, y quien había hecho los minuciosos y costosos exámenes que determinaron las delicadas condiciones de salud de Lío. Quería que lo acompañara y lo aconsejara sobre esas medicinas que había conseguido Tejodo. No hubo respuesta en el consultorio del médico rural. Seguro andaba de consulta a domicilio en las rancherías.

“Las inyecciones me llegaron vía exprés desde Alemania de los Laboratorios Bayito. Están en refrigeración y selladas al alto vacío. Han sido probadas en animales y seres humanos. Imagínese un japonesito que estaba igualito que su hijo, así de enclenque y ñengo, ¿cómo se llama?, ah, sí Leovigildo. Bueno, estaba igual de guanguito, pero ahora ya es luchador de Sumo en pesos completos. También tengo fotos pa’ que vea que es cierto”, le había dicho en la charla telefónica el tipo estrafalario, y le hizo recordar su colmillo izquierdo de oro descolorido, que de manera casi repulsiva mostraba al reír.

Ya el martes, Jordi llegó puntual a la cita. Buscó al supuesto benefactor en las afueras del INSS, ya con 11 mil pesos recolectados entre las limosnas, las ofertas de la Carnícería la Casa del Bife y del Bofe, y los ahorros familiares, y ahí aguardaba al especialista en importación de “medicina nuclear”. No había podido encontrar tampoco esa mañana a su cuñado, quien estaba en una cruzada de atención médica en comunidades huicholas. “Yo le digo que le llame en cuanto regrese”, le prometió la secretaria, que era también enfermera, partera, afanadora y contadora del noble consultorio rural.

Tejodo tocó el claxon desde una deslumbrante y gigantesca camioneta Hummer de color fucsia muy lustroso y brillante, estacionada en doble fila. Esta vez, el exótico personaje iba ataviado con un traje a tres piezas en amarillo brillante. Bajó el vidrio polarizado en un tono muy oscuro, prohibido, porque bloquea la visibilidad, pero no le importaba. “Venga, súbase, vamos a recoger esas medicinas milagrosas para nuestro chamaco, ¿cómo dijo que se llama? Ah, sí, Lío”.

Cuando arribaron a la Calle Hospital, en el Barrio del Santuario en Guadalajara, Tejodo bajó la velocidad y empezó a hurgar en los rostros de un extraño paisaje. A lo largo de varias cuadras, tipos sentados en sillas viejas, casi invadían la zona de tránsito. No hablaban, sólo miraban mal encarados a los vehículos que circulaban. “Usted puede venir aquí a surtir recetas de lo que sea. Le venden más barato que en el INSS, y aquí sí hay de todo, desde aspirinas, hasta prótesis y válvulas cardíacas”, narraba Tejodo.

Aquel escenario dio mala espina a Jordi Messi. Había escuchado de robo de camiones con medicinas y suplementos médicos, pero es que Tejodo era su esperanza. Finalmente, el tipo de bigote y melena relamidos detuvo el vehículo. “¡Hey, Justiniano! ¿Ya tienes mi pedido?”, le gritó a un tipo que escarbaba entre su amarillenta dentadura, buscando los restos de los tacos de ubre y moronga que había desayunado temprano con Doña Fili, para devorárselos también.

“¿Qué onda mi ‘Lic’? ¿Ya agarró otro incauto, digo, otra persona necesitada de sus obras de buen samaritano? Déjeme ir por su encargo. Lo tengo en el refrigerador termonuclear, el que le compramos a la NASA”, respondió el sujeto, quien dejó sobre la silla una bolsa de papel dentro de la cual ya reposaba tibia una cerveza caguama.

Minutos después, el personaje regresó y entregó una bolsa negra, de plástico corriente, con hielo adentro. Jordi le entregó a Tejodo los 11 mil pesos prometidos como anticipo. Le pagaron al comerciante, quien eructaba silencioso con el tufo a fritanga. “Listo mi ‘Lic’. Aquí seguimos para lo que se le ofrezca. Nos acaba de llegar sangre de cobra y cápsulas de hongo oruga, que son mejores que los ostiones de Nayarit”.

“No se preocupe. Nos entregan así de feo los medicamentos, para que no sospechen las autoridades, porque luego vienen y quieren su mordida. Nos dicen: ‘renovación moral o simplificación administrativa’, ya sabe usted, con ese odioso tonito chilango. En cuanto llegue a su casa, lo pone en el refrigerador, pare que no pierda sus propiedades. Y ya cuando vea que sí funciona y se cura nuestro chilpayate, ¿cómo se llama? Ah, sí Leovigildo, ya entonces viene y me paga lo que falta”, le dijo Tejodo mientras lo dejaba en una estación del Tren Ligero.

Sin embargo, Jordi decidió tomar un taxi a casa. Quería garantizar que el producto estuviera en perfecto estado para que ayudara a la recuperación de Leíto. Al fin, todo se enderezaba. Ya en unos días debía llegar el promotor Memo Hurtado para recoger el contrato, registrarlo ante FIFA y tal vez buscar un equipo en Europa. O de menos a las Águilas Reales, el equipo favorito de Leíto.

Sí, todo mejoraría. O al menos eso creía, especialmente cuando llegó a su hogar y vio a su esposa Chela con una enorme sonrisa, y observó al Profe José Luis Leal, del Rebaño Sagrado, dando vueltas atufado, y a su cuñado, quien, sin embargo, tenía el ceño fruncido y zapateaba intensamente, golpeteaba con la punta del pie el piso, como siempre que se desesperaba. ¿Y ahora qué andaba mal?